Amanecer en la España vacía

Puntualmente, con la precisión de un cuco suizo, Bruto, el gallo de Rosalía, abre el ojo izquierdo, mira al este y entona su primer quiquiriquí de la mañana. ¡Las seis menos diez! “¡Ya me despertó!”, protesto. “¡Maldita sea, todos los días igual! Tendré que acostumbrarme.”

            En ese instante, imagino que será cuestión de tiempo habituarse al canto de un gallo madrugador, incapaz de comprender que hay gente a la que no le gusta la cama. Luego tanteo buscando el reloj despertador en la mesilla y me fijo, abriendo un ojo, en las agujas fluorescentes que me confirman que es noche cerrada.

            El trino lo repite, ¡el muy cabrón! cada diez segundos. Ocho veces. ¡Quiquiriquí!, ¡quiquiriquí!, ¡quiquiriquí!

            Le responde Paolo el Bueno, el gallo de doña Enriqueta, que es un gallo culto gracias a los libros que le lee su ama al levantarse de la siesta y al esfuerzo y empeño que pone para que el animalito aprenda a saber estar en el mundo.

            Paolo el Bueno solo entona su canto una vez. Como si quisiera protestar y decirle a su amigo, Bruto, que se aguante, que no hay por qué tener tanta prisa… Que es verano. “¿No ves que los urbanitas están de vacaciones y desean dormir?” Y Bruto calla, aunque piensa “¡que se jodan!, que se acuesten cuando oscurece como yo. Que bien que me fastidian a mí con sus chácharas y risas a las doce, a la una, a las dos de la mañana… ¡Como si no hubiese un día después! ¡No te jode!”

            Pero Bruto, comprensivo con su amigo, se detiene y decide esperar, y Perniculás recobra entonces la calma otra vez;  otro manto de silencio cae sobre sus habitantes, los envuelve y estos, como si nada hubiera sucedido, continúan enfrascados en sus sueños… Porque aquí, ¿madrugar? Poco.

            Pero yo me he desvelado. Abro un ojo; luego el otro. Los dos. Observo que por el horizonte empieza a clarear tímidamente. La realidad me invita, entonces, a saltar de la cama mientras imagino lo hermoso que sería ver salir el sol entre las encinas y empezar a guarecer por ahí sin rumbo fijo. Mas sigo arrebujado entre las sábanas, me hago un ovillo, sueño con la felicidad. Me regodeo entre vapores y nubes de sueños… ¡Con lo placentero que sería perderse por el monte!, me digo. Envolverse en el frescor de la mañana, caminar sin prisas, escuchar los cantos y murmullos del bosque, oír, sentir. Pero… ¡se está tan bien aquí! Aquí, en la camota, acurrucado… ¡Ay, que calorcito!

            Y, en estas, vuelve Bruto, que no puede aguantarse. El gallo anda nervioso y tiene prisa por anunciar el día. No han pasado diez minutos desde que abrió el ojo el diablo y ya regresa, osado, con su quiquiriquí; esta vez en un tono más grueso. También espacia el canto: exactamente, cada veintidós segundos. Canta cinco veces… Más que suficientes para que se arme un buen revuelo en los corrales, que todo el mundo está ya deseando que amanezca de una vez. Claro, como los animalitos se durmieron ante de las diez, ahora les sobra noche. A Bruto le responde Chulo, el perro del señor Eustaquio, al que, en un intento de conjugar voces, le acompaña Germinal, ese gallo ácrata, ingobernable, que Anaís, su dueña, ha sido incapaz de meter en vereda, y menos convencerle para que tome el mando en el corral. (Germinal odia el poder) De modo que en el gallinero de Anaís y Pantaleón (su marido) el barullo que se arma cada día, sobre todo por las mañanas, es notorio.

            Como es fácil de imaginar, hay muchos más bichos en el pueblo. Y, en general, todos van por libre y a su aire; algo lógico en este territorio dejado de la mano de Dios y radioactivo. Sin ir más lejos, los dos chuchos de Rufo, Ronaldo y Messi, también se suman a la fiesta del despertar colectivo, aunque lo hacen a su modo: gruñen a destiempo (es un decir) pues, más que ladrar emiten graznidos. Sin duda, una degeneración perruna, consecuencia de la vida muelle que llevan, que, poco a poco, les está desnaturalizando. Pero aún hay más gallos y perros. Tantos, que por un momento el pueblo se convierte en un gran orfeón; compases y sonidos variopintos e inclasificables; trinos y chillidos, alegatos y aullidos…

            Ya un poco más lejos, en las dehesas que rodean al término municipal, rebullen los becerros. Esos angelitos… que en cuanto atisban una mota de luz se levantan, pintan alegrías y jeroglíficos con el rabo y se ponen a bramar como posesos, esforzándose al máximo en los bramidos para anunciar que tienen hambre. Sus madres les responden con mugidos estentóreos, mostrando la desgana y la pereza que les da ponerse a amamantar esas horas. ¡Maldita la gracia que les hace que, con lo entumecidas que están después de pasar la noche a cielo raso, les toquen ahora las tetas! Y se monta el guirigay.

            En la alameda que está al lado de casa despiertan las tórtolas, las cigüeñas y palomas. Las primeras… entiendo que quieren arrullarme, pero lo que consiguen, con su monocorde soniquete del diablo, es ponerme más nervioso aún. Luego escucho a unas y a otras batir alas; supongo que para desentumecer el cuerpo y liberar huesos y músculos del relente de la noche. También los mirlos empiezan a hacerse carantoñas y a piar como si ese primer rayo de luz que les despiertas anunciara el fin del mundo. Se alborotan y escapan del zarcerón. ¡Qué nervios! Hasta los gorriones –tan discretos casi siempre– celebran la llegada del día con revoloteos y ruidos raros, dando saltos, como si hubiesen tomado un alucinógeno. Saltan de acá para allá, se persiguen, se besan apasionados abriendo el pico sin distinción de sexos (¡a estas alturas todo les da igual!), se posan en el canalón de mi tejado y picotean en el latón con pertinaz ensañamiento, dándome a entender que en cualquier momento, si les provoco, podrían empezar a arrancar tejas.

            La naturaleza estalla, pues. Ya lo ven. Para las aves y los pájaros el alumbramiento del día es una fiesta; hay, por todas partes, amorosas representaciones y melindres en todos los formatos y colores. Cantan, ladran, mugen, pían… Es su forma de manifestar que viven.

            Son las seis y media y el concierto matutino está en su momento más álgido. ¡Imposible dormir ya! Así que me levanto y abro de par en par las ventanas; recorro el horizonte con la vista. Hacia el sur el monte hierve; una neblina húmeda envuelve a las encinas. Hacia el norte, en cambio, el sol pinta su cuadro con veleta en el frontón. Y al oeste, en la torre de la iglesia –el punto más alto del pueblo– una llamarada saca brillo a las campanas. Una brisa breve, pero allegro vivace, acuna las hojas del nogal y del ciruelo que hay al lado de casa; es como un introito musical. El horizonte se abre poco a poco de par en par… ¡Ni una nube en el manto azul del cielo!

            Casi sin quererlo, gallos, perros, vacas, terneros, aves muy distintas y toda clase de pájaros, los mismos árboles… Todos concluyen su alegato. Perniculás vuelve a sumirse en el silencio. Un silencio que se mantendrá durante el día, porque aquí, si no es por las campanas que aún tienen la costumbre de volar sobre las doce, más de uno, abandonado en los brazos de Morfeo, empalmaría el amanecer con la siesta.

6 comentarios Añade el tuyo
  1. Esa sinfonía que describes, quizá sin tantos instrumentos, la vengo disfrutando en Castaño del Robledo desde el mes de Abril. Todavía no le puesto nombre al gallo madrugador, pero podría ser el de Cagaprisas. Es que no se vislumbra ni un rayo de luz y ya está el tío anunciando el nuevo día. Estoy seguro de que es insomne y piensa: “jodido yo, jodido todo el mundo”. Por otra parte la torre De la Iglesia la tengo a 20 metros de mi ventana. Empiezo a escucharlas a partir de las cuatro o las cinco, pero con una particularidad y es que va seis minutos retrasado. En Castaño del Robledo a nadie le importa y menos al Cagaprisas. El lleva su ritmo particular con un pasotismo absoluto hacia el respetable.

  2. Gracias Joaquin por sacarnos la sonrisa en esta tarde y en esta España vaciada. En mi caso yo le añadiría los ladridos que he soportado a las tres o las cuatro porque mis perros han detectado la presencia de cualquier animal en las cercanías. Y que no me impide añadir un nuevo cachorro a la nómina de tres que ya tenía. O de esperar, con más pasión cada vez, la llegada de estos amaneceres. Me lo tendré que hacer mirar.

  3. Joaquín aquí en esa España vaciada, desierta,casi, sólo queda un gallo, pero como somos » judíos», así nos apodan nuestros vecinos,no bautizamos a los gallos,el gallo es de Pascualin,y tiene un cantar casi como una jota, y también me despierta todas las mañanas. Un saludo del gallo de Pascualin.

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