Autorretrato

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Estoy de acuerdo con Rilke cuando afirma que la verdadera patria es la infancia. Porque a pesar de haber abandonado temprano la tierra que dio luz a mis ojos para irme a estudiar, y no haber vuelto por el pueblo más que de visita, siempre percibo aquel tiempo como el lugar y el estado de ánimo al que pertenezco. La infancia, con su territorio emocional, misterios y acontecimientos, sigue siendo para mí el manantial que nunca se agota. A ella regreso siempre que puedo para confortar el espíritu. Y desde la infancia renazco para levantar el vuelo.
Nací junto al fuego, en una posada; en un lugar en el que hoy apenas quedan personas ancianas, increíblemente longevas, eso sí. Personas que, gracias a la radioactividad que genera el uranio que hay en el pueblo, ¡y al que guarda toda la comarca!, viven bendecidas con una salud de hierro y años de regalo. Sí, aquí los que viven, viven más; algo que aspiro a emular.
Pero esto es un autorretrato, y alabar las condiciones geológicas y mágicas de Perniculás, donde están mis raíces, no viene a cuento. Ahora lo que toca es contaros, aunque sea brevemente, quién soy, qué he hecho en la vida y describir, más o menos, ese recorrido que los humanos hacemos hasta llegar a la última estación del viaje, cuando la realidad pierde todo interés y sólo quedan los recuerdos. O los sueños.
Os contaré, pues, algunos episodios de entonces; mis andanzas más genuinas. Será poco a poco. Pero si accedéis a esta web porque queréis, con urgencia, satisfacer ya la curiosidad, sabed que Gente Peligrosa irá lenta, pues aspira a cumplir años… Como mis convecinos. Mientras tanto, conformaros con saber por qué territorios he transitado y con quién, o cómo ha resultado ser, hasta ahora, de interesante el viaje de la vida; por el momento, muy a grandes rasgos, se entiende.

Después de vivir doce años en aquel manantial que es la infancia, del que brota casi todo, estudié cuatro cursos en un internado de frailes. De allí salí por expreso deseo de su director que alegó en «su defensa» y en mi contra que «no servía para la vida religiosa». «Le falta espíritu para vivir en comunidad», escribió en un renglón de la carta que luego envió a mis padres.
Dio en el clavo el hermano Miguel, desde luego. Siempre he sido un outsider, más o menos trasgresor, animoso aventurero, disidente de todo lo que anunciase conformidad o rutina… Incapaz de conjugar la palabra constancia o de mantener un átomo de disciplina. De modo que sí, abrir esta página supone –esto es lo que me propongo– revivir otra vez peripecias, acercar hasta aquí aquellos anhelos de antaño, retomar viejos sueños. Y, finalmente, recrear algunos enredos con los que a menudo me he enmarañado en la vida.
Pero tampoco es cuestión de contar todo ahora. En esta presentación citaré solamente algunos de los hitos que fijan el tiempo al camino. Camino que emprendí –por ponerle una fecha– aquel mes de agosto de 1970, cuando llegó la «fatídica» nueva, en forma de misiva, con la que se me expulsaba de la vida conventual; una vida dulce y segura hasta entonces, que perdía para siempre, que me dejó a la intemperie, y que me obligó en adelante a pelear para entender la realidad.
Estudié el Bachillerato en el instituto Fray Luís de León, en horario nocturno, pues, habiendo perdido la beca y necesitando el dinero para algo tan natural como es el comer, no conocía otra forma de obtenerlo que no fuera trabajando.
Y este es el momento en el que toca enumerar alguno de los muchos oficios que he tenido: aprendiz de albañil; jardinero; pintor de paredes y mobiliario en una residencia de ancianos en la que, un día que estuve inspirado, me propuse, para que no se aburriesen aquellas personas, sanas y ricas, incitarlas a jugar a tener amoríos, a la vez que, los que querían, practicaban un entretenido robo de besos, sin demasiado éxito, la verdad.
Entonces emigré a Europa. En Francia vendimié un par de años y trabajé como pépiniériste en un gran chateau, donde mantuve amores prohibidos; acababa de cumplir 17 años. Más tarde, en Ginebra (Suiza), ejercí de ayudante de cocina, pastelero, camarero y barman durante varios veranos; veranos que, a veces, se alargaban hasta Navidad. También ejercí de pintor otra vez, ésta en Lausana, para terminar «gobernando» una tolva gigante a la que echaba a moler, formando equipo con un turco que apenas cabía por las puertas, las bobinas defectuosas de papel de la papierfabriken; esto ocurría en Cham, un pueblecito del condado de Zug, cerca de Zurich.

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Luego quiso el azar que la vida me hiciese un regalo y conseguí un nuevo oficio, gracias, según algunos amigos, al pico de oro con el que me han dotado los dioses; es decir, mi facilidad para hablar e inventarme películas puso a mi alcance aquella nueva ocupación. Se trataba de entretener a dos hermanas excéntricas, ancianas solteras y ricas, que no tenían nada que hacer, y que dilapidaban con gusto sus rentas a cambio de que alguien las llevase de acá para allá y las entretuviese contándoles disparatadas historias, fantasías o leyéndole libros. Su sobrina era mi musa y yo su poeta. La vida, ya se ve, es un misterio que a veces se viste de realidad para darnos alguna alegría. Desgraciadamente, no me duró mucho este empleo. Había empezado a mediados de julio y cuando dio su primer zarpazo el invierno, al final de septiembre, y las ancianas dijeron, de pronto, que se les había agotado la curiosidad por conocer algo nuevo, me dejaron de lado, se negaron a seguir caminando y renunciaron a estar en la vida. Entonces se pusieron a mirar por la ventana todo el día… Yo ya no pintaba nada allí; me despedí de aquellas vestales antiguas y de la hermosa sobrina heredera, y abandoné aquel bucólico rincón de Montreux, junto al lago Leman, dando por concluido mi periplo europeo.
En España, en cambio, desde que comenzara la Universidad y recuperara la beca, el tema económico no me acuciaba ni era importante. El dinero que ganaba en aquellos largos veranos en Europa me permitía vivir holgadamente en Madrid en invierno. Pero tener nuevas aventuras laborales me tentaba. Y caí… ¡otra vez el azar! en una imprenta. Una empresa de artes gráficas requirió mis servicios dónde, como mecanógrafo que era, «ejercí» de teclista con éxito, si me atengo a las ofertas de empleo que recibía con frecuencia. Sin embargo, permanecí fiel a la imprenta; exactamente el tiempo que necesité para acabar la carrera. Estaba a gusto en aquella empresa familiar, emprendedora y pionera en el uso de las nuevas tecnologías que llegaban de los Estados Unidos para revolucionar la composición y tratamiento de textos. Para mí fue una suerte formar parte de aquel grupo de elegidos que manejaba extraños teclados, conectados a artilugios complejos, llamados, entonces, computadoras. ¡Acababa de llegar a España la fotocomposición!
Pero el progreso trae estas cosas, y sucedió lo que tenía que ocurrir; que muchas imprentas familiares, ante el dilema de renovarse o morir, fenecieron por no saber adaptarse a aquel nuevo tiempo, mientras otras renacían de sus cenizas como el ave Fénix, levantando verdaderos emporios. En la que yo trabajaba fue una de estas últimas; crecía y crecía… Pero yo ya tenía otros planes en la cabeza: deseaba escribir mis propios textos en lugar de teclear los ajenos.

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Y así ocurrió que emprendí el viaje más largo que he realizado hasta ahora; ese que me ha llevado por la profesión periodística durante más de tres décadas, tocando casi todos los palos y facetas del periodismo: Desde trabajar en una emisora de radio a hacer un programa de televisión, pasando por varios periódicos y revistas. Ha sido un recorrido complejo y muy poco al uso; lejos, casi siempre, de los cánones por los que se rige este oficio. Como se me anunciara sutilmente en la escuela, y más tarde en el internado, mi destino iba a ser vivir inmerso en un cierto caos; esto, a pesar de haber descubierto mi vocación-profesión precozmente.
Todo empezó aquella tarde de otoño, cuando don Julio, el maestro, nos ordenó que pusiéramos en prosa el romance anónimo de El Prisionero. Debí hacerlo bastante bien porque enseguida alabó mi redacción; y yo deduje de aquello que sería periodista. Así, de golpe. ¡Periodista, escritor!
Sea o no exacto el recuerdo, la realidad es que el periodismo ha sido el oficio por el que he transitado hasta ahora. Un oficio que me ha permitido dar muchas vueltas. Ir de acá para allá, que es lo que desde niño más me ha gustado. Cuando mi madre emprendía un viaje, aunque fuera al pueblo de al lado, tenía que llevarme con ella pues nadie quería hacerse cargo de mí, con la disculpa de que era muy malo, muy malo. La verdad, no creo que fuera para tanto. En cambio sí es cierto que aquello contribuyó a fortalecer mi afición a la huída. A salir de viaje a las primeras de cambio, a ir de sitio en sitio; afición que he seguido cultivando durante toda la vida. No sólo viví en Salamanca o en Madrid casi dos décadas, tamben en Ceuta, Sevilla, Tánger, Tetuán…, sin contar esas ciudades europeas sobre las que ya he apuntado algún detalle. Y de los viajes… ¿Qué contaros? He visitado unos 30 países hasta ahora, en los cinco continentes. Y mientras la radiactividad del uranio me alimente, seguiré viajando.
Y termino. Tal y como os he relatado hasta aquí, cualquier cosa antes de caer en la abulia y la rutina. De ahí la razón de esta web. Con ella el mundo, mi mundo, confío en que seguirá girando.