El quinto día de travesía lo iniciamos con las mochilas al hombro en la misma puerta del hotel. Por delante tenemos más de 20 Km hasta Bello y 1.100 metros de desnivel. Será un día muy duro, pero no nos preocupa; tampoco lo tememos. Abordamos el camino con el mismo entusiasmo de siempre. Al final, tres damas del grupo renuncian a hacer el recorrido. La Alegre Croupier, la Feliz Mariposa y la Riñona prefieren irse directamente en el taxi hasta Santibáñez de Murias, donde pernoctaremos las dos últimas noches antes de regresar a Sevilla. Han decidido organizarse el día por su cuenta y visitar la cascada de Xurbeo.
El resto descendemos al valle del Nalón y enseguida iniciamos la ruta monte arriba sumergidos en un espeso mar de niebla. Subimos y subimos… Los kilómetros se hacen eternos en un interminable camino que se alarga por horas, siempre atrapados en el impenetrable mar blanquecino, como si fuera un océano de algodón.

La niebla, cada vez más espesa, nos hurta los espectaculares paisajes que, suponemos, nos rodean. No se ve nada de nada. Apenas distinguimos unos metros por delante la senda… Qué sensación más extraña caminar solo guiados por un mapa, sin saber qué nos rodea si hay precipicios, si vaguadas o si los valles son profundos, si esa pradera que a veces alcanzamos se extiende o se suspende abruptamente. De vez en cuando vislumbramos las manchas oscuras de los riscos que, como sombras gigantes, se incrustan en el cielo hasta desaparecer. Ahora la niebla se licua y nos envuelve el orbayu. Nos ponemos los chubasqueros y desplegamos los paraguas que siempre llevamos con nosotros. Somos una troupe de fantasmas flotando y envueltos en llamativos colores, danzando en un universo lechoso; cuerpos sumergidos en un líquido amniótico.

Cuando por fin alcanzamos el área recreativa de Campa Felguera, la sensación que tenemos es la de haber subido hasta el cielo. Y, sin embargo, sabemos que aún nos queda un tramo largo, difícil, para llegar al collado de Doñango, primer punto de inflexión de la ruta.
Nos refugiamos de la lluvia que arrecia bajo el soportal de la Campa, un espacio limpio y cuidado. Tomamos la fruta. Hasta los wáteres disponen de papel higiénico. ¡Qué sensación tan extraña no tener una visión el entorno! Como si estuviésemos en una galaxia perdida en los confines del universo…
Reanudamos la marcha, nos despistamos del camino, regresamos al sendero y salvamos, sin mayor dificultad, el paso difícil que se anuncia en el mapa de la ruta. Cruzamos algunos barrancos, nos embarramos lo suyo y llegamos al collado de Doñango tal como estaba previsto. Siempre envueltos en la niebla, descendimos bastante, hasta que de nuevo comenzamos a ascender por una pista de tierra, en algunos tramos asfaltada, hasta alcanzar el collado de Pelúgano, donde la niebla se está disolviendo como un azucarillo en el café, supongo que porque el aire que llega desde el sur es caliente. Lo cierto es que apenas descendemos un kilómetro, desaparece la niebla por completo. La última hora de bajada nos compensa de los paisajes no vistos con otros igualmente bellos. Así llegamos a la aldea de Pelúgano, donde nos recogen los taxis que hemos avisado previamente.

En el hotel rural Valle de Cuaña nos aguarda el equipaje. La casona, de reciente construcción, está ubicado en una ladera con vistas espectaculares al sur. Limpio y discreto, al hotel se le ve cómo va acumulando el sabor de lo viejo y esa pátina que tendrá en el futuro cuando sea “un hotel con encanto”. Las habitaciones son amplias y discretas; decoración minimalista y con gusto. El trato, muy familiar, facilita las cosas. Mencía, la dueña, nos atiende solícita a la vez que se muestra cercana. La cocinera entra y sale de su templo dejando tras de sí un aroma a cocina casera que embriaga. Parece que todo funciona a la perfección.
Ya están los guisos en la mesa mientras se nos hace agua la boca. Cremas, revuelto de seta, carne de toro, cabrito. Todo excelente. La guinda la ponen los postres. Unos postres caseros que quitaban el hipo.
El último día de marcha nos recogen los taxis a la puerta del hotel y nos trasladan a Bello, donde comenzamos la sexta jornada de aventura que, en la línea de las cinco anteriores, resulta ser un subir eterno durante la mayoría del trayecto, hasta completar los 15 Km de recorrido con 955 metros de desnivel positivo. La diferencia, respecto a ayer, es que hoy luce el sol, la atmósfera está limpia y puede escrutarse con la vista, en cualquier dirección, hasta los confines del mundo.

El camino, una vez más, arranca con una inclinación imposible; más de 30 grados. Luego se suaviza y cede el desnivel, aunque la constante es subir y subir. Avanzamos rodeados de prados, bosques y montañas, todo se agranda; el entorno es de cuento. A medida que alcanzamos altura las vistas son más espectaculares: picos rocosos y en las laderas los bosques; entre ellos, los prados tan cuidados que parecen alfombras teñidas de verdor. Aquí y allá las vacas paciendo, pequeños grupos de ovejas dispersas, los caballos; dos o tres animales o en solitario, desperdigados, semi ocultos entre los matorrales de helechos.
El punto más alto de la ruta de hoy es el pico de Renoiros (1.332 m.) al que el Azogue, una vez más, no se resiste a subir. El resto nos conformamos con rodearlo y recrearnos mirando al entorno desde el mirador que lleva el nombre del pico.
No queda mucho más que contar de este día que es de despedida, salvo ese sentir que es ya un hábito acomodado a los pasos a ritmo, constantes, mientras las sensaciones de triunfo se agolpan por haber cumplido el objetivo. Vamos, sí, más ligeros… ¡Percibimos que volvemos a casa!
Pero no estamos contentos tan solo por volver. Hemos caminado cerca de un centenar de kilómetros por el interior de Asturias, descubriendo una naturaleza en estado casi puro, inserta en un mundo rural apacible y silencioso. Un mundo que, a los profanos, todavía, sorprende.
Y estamos aún más contentos porque nos sentimos vivos y porque hemos superado con creces los inconvenientes y miedos propios de la edad; esos inconvenientes que surgen –en su mayoría leves– pero que se agrandan y atacan cuando se hace uno mayor.
No podría cerrar esta crónica –¡no sería justo!– dejando de nombrar, uno por uno, a los 14 que, una vez más, han hecho posible una semana de gozo compartido hollando la naturaleza para beberla como si fuera el elixir que se absorbe mientras se sueña con la eterna juventud.

Por esto somos jóvenes, aunque rocemos y sobrepasemos la mayoría, los setenta. Aquí están los 14 que hicimos el GR 109 (85 Km.) en seis días: El Conseguidor, la Alegre Crupier, el Estoico, el Emérito, la Chica de la Umbrela, la Feliz Mariposa, la Alegre Libélula, la Riñona, el Impasible, el Wikipedia, el Azogue y esa feliz pareja conformada por la Avispa y el Duende don Bean, además de un servidor, el Plumilla.
La última cena en el coqueto hotel rural Villa de Cuaña, en Santibáñez de Murias, supuso el epílogo perfecto para una semana de aventuras. Como si los dioses se hubiesen conjurado, especialmente Baco con insinuaciones directas para que bebiésemos vino, los fogones se quedaron sin gas (se estropeó la llave de paso) y se apagaron. A punto estuvimos de cenar a base de pan y vino. De hecho, durante casi dos horas jugamos con esta posibilidad mientras el humor y las bromas ante situación tan extraña nos entretenían. La dueña, Mencía, y la cocinera, entraban y salían para contarnos que estaban preparándonos la cena a base de paciencia y un infiernillo que habían encontrado por azar… Así pasó el rato; largo rato. El Conseguidor experto en caminos y con un gran sentido de la orientación entró, vio y salió convencido de que no había nada que hacer. Al final fue el Emérito, quien en un arrebato de amor propio por haber perdido el reinado y hallarse injustamente en el exilio en Qatar, según su opinión, se levantó decidido, entró en la cocina, preguntó, miró y tocó en un par de sitios y salió diciendo ¡Ya está! ¡Ya está! El aplauso fue homérico y la cena sublime y abundante. El plato fuerte (filetes empanados y albóndigas) dio para tomar y regalar. El postre de flan casero o mouse de cuatro chocolates nos elevaron como seres alados hasta el paladar donde se esconden los dioses del gusto. Afortunadamente, todo acabó bien. Ni siquiera se echaron en falta los huevos fritos de corral que degustaron la noche anterior cuatro disidentes del grupo, a los que no cabe ni nombrarlos.
Por la mañana nos levantamos, desayunamos ligero y emprendimos el camino de vuelta a Sevilla. A las cuatro de la tarde estábamos entrando en la ciudad por el puente del Alamillo, llamado también, según el ingenio popular, “de la salud” debido a la estructura en forma de falo que sostiene, que, ciertamente, bien se asemeja a un falo en permanente erección. Pero este es asunto que da para otra crónica. La presente tiene aquí su fin.

Fin
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Nota.- La foto de portada es de Maruja
GALERÍA FOTOGRÁFICA