Contra la despoblación, bibliobuses

Hay una España que muere lentamente…

Hace medio siglo, no más, la España profunda, rural, la más apartada de los centros neurálgicos del poder y de la industria, que entonces no era más que incipiente, bullía activa y cargada de energía. En cada núcleo urbano podía constatarse una frenética actividad. En cada pueblo, por pequeño que este fuera, se practicaban todos los oficios inimaginables. Había pastores, cabreros, porqueros, vaqueros, labradores, hortelanos, etcétera. Y ya en sus calles… Carpinteros, sastres, zapateros, panaderos, peluqueros, herreros, capadores, matarifes, costureras, parteras, hacedoras de obleas y otros dulces, sanadoras…

Es verdad que entonces la vida era muy dura y, como solía decir la gente “muy esclava”. Pero era la vida que teníamos, y los que éramos niños entonces, consumíamos la existencia en aquellos paraísos perdidos sin necesidad de otros placeres para ser felices.

Mas el desarrollo industrial lo cambió todo. El afán de mejorar que todo ser humano lleva dentro -algo lógico y natural-, fueron suficientes para que, como un castillo de naipes, aquel mundo empezara a descomponerse, a perder actividad; a morir, en definitiva.

Las élites económicas de la ciudad sedujeron primero  a los trabajadores manales, el eslavón más débil de la cadena productiva; luego a los jóvenes que, tras transformarse, no regresarían ya al pueblo. Y, finalmente, se llevaron a los pequeños propietarios que abandonaron oficios artesanos y explotaciones ganaderas y agrícolas en masa para instalarse en la ciudad con promesas de mejores recompensas.

  Y así fue como decenas, cientos de pequeños nucleos urbanos en España comenzaron lentamentea morir. Algunos han muerto ya, murieron hace tiempo; otros, como los que visito en este reportaje que he escrito para el periódico El País, están dando las últimas boqueadas, podría decirse.

Los pueblos se han quedado sin oficios y sin quienes los practicaban. Se han quedado sin niños… Se cierran las escuelas. Y ocurre, entonces, que un pueblo sin escuela, como dice muy bien Roberto Soto en el reportaje, es como si se quedara sin pájaros. Y cuando no hay pájaro… el silencio aterra, lo inunda todo y arraiga la maleza del olvido.

Reportaje publicado en  el diario El País

GALERÍA FOTOGRÁFICA

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