Madeira, el jardín vertical infinito
4. Por los abismos volcánicos

Amanece. Comienza nuestro segundo día en Villa Camelia. Cuando bajo, África está, como ayer, desayunando en el porche su tazón de café americano y su tostada con aceite. Le pregunto, como si no le diera importancia, si ha visto al conejo. Empiezo a sospechar que mantienen un idilio.

              –Sí, vino hace un rato, pero se fue enseguida enfadado. No debió de gustarle el comentario que hice.

              –¡No estarás pensando en…

              –No, no, solo le llamé gordito. “Estás como para comerte”, creo que le dije en plan cariñoso. ¡Es tan atractivo y suave! ¡Tan guapo…! No es por nada, pero dan ganas de comérselo.

              –¡Ea, ea, alto ahí…! Ni se te ocurra tocarle un pelo, que los del PACMA nos fríen. Me temo que no volverás a verlo por aquí…

              –A ver si le pasa como a Paco, el conejo que le regalaron a mi amiga Clara de niña. Al principio –me contaba una vez– Paco era una bolita suave de algodón y todos lo querían con deleite; jugaban con él. Pero Paco se hizo mayor, engordó, le salió barba… “Yo lo adoraba”, me explicaba Clara. Un día, al volver del colegio, su madre le dijo que Paco se había ido; así por las buenas. Clara lloró y lloró. Pero nada, nadie pudo darle noticias. Su padre, sus hermanos… Todos se encogían de hombros al nombrarlo, mirando para otro lado. Tan solo su madre, al verla tan triste, la consolaba. “Mira, hija… Seguro que se ha hartado de estar encerrado en el piso y, aprovechando que dejé esta mañana la puerta abierta sin querer cuando me llamó la vecina, habrá escapado. Tienes que entenderlo, hacerte cargo. A los conejos les gusta vivir en el campo, no encerrados en un piso. ¿Lo comprendes?” Pero Clara no comprendía y no paraba de llorar por su Paco. Ojerosa, resoplando y con hipos, moría de amor en su desconsuelo. Tres días estuvo sin ganas de vivir… Hasta que una tarde, al volver del colegio, abrió la puerta del frigorífico para beber un vaso de leche, y allí estaba su Paco, tan fresco como una rosa, desnudo y troceado en una cazuela; tan lustroso y reluciente como un día de sol.

La cumbre que aguarda, hacia ella nos vamos./ Foto JM
La cumbre que aguarda, hacia ella nos vamos./ Foto JM

              Clara jamás ha vuelto a acercarse a un conejo; ni siquiera puede olerlo. Y esto hace ya medio siglo.

              Espero, querida Mariposa Feliz, que no se te ocurra tocar a nuestro  Paquito particular. No vayamos a tener un disgusto. Déjalo en paz y que viva.

              Y en estas aparece Pipi Calzaslargas con cara de pocos amigos.

              –Nada, que no encuentro las tres bolsas de jamón que traje de Granada. Alguien me las ha escondido.

              –¿No se las habrá llevado el conejo? –pregunto con sorna–. O puede que estén con mi documentación –añado, riendo.

              Eva se aleja nerviosa, sube y baja varias veces la escalera, olfatea por los rincones, explora el frigorífico, escarba entre las bolsas vacías, abre cajones…

              –¡No encuentro el jamón que he traído de Granada! –proclama en voz alta–. ¿Alguien lo ha visto? Si alguien lo ha cogido, que las devuelva, por favor, que estoy hambrienta –exige tan alto como puede, una vez estamos todos levantados.

              Pipi Calzaslargas lleva así desde que llegamos: busca que te busca su jamón. Un hecho que empieza a preocuparnos. Uno se viene sin documentación y otra pierde su condumio más preciado. ¿Cuál será la barrabasada siguiente?

              –¡A ver si dejaste las bolsas en casa! –le dice Pepe, especialista en perderse.

              –¡No, no…! Bueno, no sé… Porque nadie las ha escondido, ¿verdad? –insiste.

              No, nadie. Todos aseguramos que no las hemos visto.

              –Piénsalo bien –le digo–. Puede que tuvieras un gesto fallido. Ya sabes… Piensas que metiste el jamón en la maleta y lo dejaste encima de una mesa.

              –¡A que me lo dejé en el frigorífico, en Granada! –reflexiona, ahora, en voz alta–.  Y sus dudas toman cuerpo, terminando por auto convencerse de que lo que parecía absolutamente cierto  ahora es  una ensoñación.

              –Sí, seguro que dejé allí las bolsas –concluye, aparentemente convencida.

Al principio de la ruta./ Foto JM
Al principio de la ruta, el impresionante paisaje./ Foto JM

Hoy nos proponemos subir los dos picos más alto Madeira, el Arieiro (1.810 m.) y el Ruivo, que, con sus 1.862 metros de altura, es el cenit de la isla. Como la distancia entre ambos ronda los 8,2 km., decidimos dividirnos en dos grupos e ir, cada grupo, a un extremo de la ruta. Luego, cuando nos encontremos por el camino, intercambiamos las llaves de los coches. De este modo nos ahorramos hacer el mismo recorrido dos veces que, por lo visto en Wikiloc, es bastante tortuoso y el desnivel a librar no invitan a ello. Además, está el calor, que allí arriba seguro que aprieta.

Calma en los pasos difíciles./ Foto JM
En los pasos difíciles, calma. Que siempre se llega./ Foto JM

             En mi grupo vamos Mara (conductora) Antonio Berenguer, Eva y yo. La carretera hasta el punto de partida –el observatorio astronómico en el pico Arieiro– discurre por ese vergel que sigue asombrándome. Sorprende el eterno manto verde, y su espesura, entretejida en una foresta salvaje. La carretera repta como un reptil infinito hasta al mismo pico.

              Cuando llegamos hay cientos de coches aparcados. ¿Es que todo el mundo es ahora montañero? Pues no será por lo fácil que es el sendero. Porque, si se atiene a las curvas de nivel, el camino es bastante complejo. Pero enseguida nos damos cuenta de que muchos vienen tan solo a asomarse al mirador del observatorio; otros, a hacerse el selfi del día o a tomar el sol en la terraza del restaurante. Son los menos los que se alejan unos cientos de metros por la escalera con la que arranca el sendero, que desciende y desciende para, enseguida, asustados por lo que han bajado ya y los abismos que se encuentran, se dan la vuelta. Al final, los que van a completar el recorrido no serán tantos, aunque a nosotros nos parezca que son multitud.

Haciendo camino./ Foto JM
Haciendo camino./ Foto JM

              Iniciamos la marcha desde el mismo coche, un kilómetro más lejos de donde realmente empieza el sendero, que es junto al observatorio. La vereda nos sorprende por estar “alicatada”, “niquelada” o cómo usted quiera explicarlo; es decir, con cables de acero por todas partes a modo de quitamiedos, escalones con mampostería de piedra y cemento, suelo empedrado… Aun así, la senda es peligrosa. Los abismos y las vistas al vacío hacen temblar y el desnivel, en un constante sube y baja, agota. Desde luego no es un camino para distraerse. Hay tramos muy inclinados que exigen atención y pasarelas aéreas que a quien padezca de vértigo le echarán para atrás. También hay cinco túneles que han de pasarse a oscuras si no se tiene linterna. Pero en los tramos más profundos, en los valles, el caminante va a sumergirse en un mar de flores; una espectacular floresta que nada tiene que envidiar al mejor jardín botánico.

A la salida de un túnel./ Foto A. Carmona
A la salida de un túnel./ Foto A. Carmona

              Caminamos entre paredes volcánicas; paños de roca de marrón oscuro, tirando a pardo, nos envuelven. El sol pega de lleno y los turistas, algunos, desnudos de cintura para arriba, desinhibidos como si estuvieran en la playa, se exhiben en pantalón corto y sandalias, mientras, coloreados como cangrejos asados a la parrilla, echan el bofe subiendo. Algunos, ya más rojos que un tomate, se han embadurnado con una crema lechosa que no les evitará el desastre. Se entiende que han venido a hacer la ruta más auténtica de la isla. Y es cierto, pero su agencia de viajes debería haberles advertido que se achicharrarían al sol sin la equipación adecuada.

              Cuando nos paramos a reponer fuerzas y refrescarnos, una joven valenciana nos pide “por favor, por favor” que le demos algo, azúcar, “algo dulce, por favor” pues se ha quedado sin fuerzas y su amiga, que se ha dado la vuelta, se ha llevado sin querer la previsión de alimentos. El Estoico la socorre con una barrita energética y ella lo agradece hasta soltársele las lágrimas. Confía en llegar con el extra de energía recibido a donde le espera su amiga.

              Calculamos que ya hemos recorrido la mitad de la ruta y el otro grupo no aparece; llevamos dos horas de camino y deberíamos cruzarnos ya con ellos. “Pronto los encontramos”, aventura Eva.

              Ahora toca subir una escalera infinita, de escalones de piedra, para superar el penúltimo escollo importante; el final lo imagino allí arriba, casi tocando el cielo. Es el último tramo duro de  subida antes del refugio y enfilar hacia el pico Ruivo.

Fantasía y troncos desnudos./ Foto Pepe de Dios.
Fantasía y troncos desnudos./ Foto Pepe de Dios.

              De repente me quedo sin fuerzas… ¿Qué pasa? ¿Un golpe de calor? ¿Agotamiento? Doy tres pasos y no puedo más. No puedo seguir… Me falta el aire. El sol está en lo más alto y me amenaza con un hacha. Sudo a chorros. Me cruzo con familias que vienen de vuelta de la cumbre. Sí, hay que madrugar más. No se puede escalarse una montaña en pleno mediodía. Mara está esperándome; la oigo que me llama, me anima. Desde lo alto, subida a un promontorio, la Gacela, protegida por su umbrella, me sonríe y le quita importancia a la distancia que aun me falta por subir. ¡Más ánimos! La oigo que me invita a tener calma y se lo agradezco. Yo sé que poco a poco se llega siempre. No hay problema. De estas experiencias tengo varias. Y sé también que en cuanto llegue a arriba y recupere, volveré a sentirme fuerte.

              Al fin nos encontramos con el otro grupo a la vera del Ruivo. Ahí están los cuatro (Encarna no ha venido): el Conseguidor, la Mariposa Feliz, la Voltereta Revoltosa y el Azogue que, ¡cómo no!, no se sienta ni queriendo y ya anda por ahí haciendo fotos. Compartimos el descanso, frutos secos, chocolate, opiniones e intercambiamos las llaves. A nosotros nos queda ya muy poco para lograr el objetivo, a ellos un buen tramo todavía. Seguimos.

              En la cumbre hacemos fotos para el recuerdo. Descendemos al refugio y almorzamos. Luego, el regreso hasta el coche es un paseo. Antes de emprender la vuelta a casa tomamos un refresco en el Mountain Spot Café, en Achada do Teixeira.

Caminando entre flores./ Foto JM
Caminando entre flores./ Foto JM

El tercer día en Madeira nos vamos al desierto… Es un decir. Porque la ruta elegida para hoy es ese cuerno de la isla apuntando hacia el sureste. El recorrido es de 9 kilómetros. Lo que más llama la atención es que no hay ni un árbol bajo el que refugiarse. Por lo demás, esta punta de roca volcánica, de apenas 200 metros de altitud en sus partes más elevadas, es de una extraordinaria belleza. El sendero a recorrer es como un espinazo que lomea, ora se acerca al mar ora trascurre por una explanada. A veces se asoma a los acantilados y luego serpentea hasta llegar al mirador de San Lorenzo, santo que da nombre al cabo.

              El día es caluroso y abundan los turistas. La ruta es muy asequible; puede hacerla cualquiera. Pero ni la gente que viene “de paseo” (a veces en grupo), ni el sol que cae a plomo, le restan un ápice al encanto de este entorno natural, donde, ya sea mirando a la izquierda ya a la derecha, las paredes volcánicas de los acantilados y los riscos, los mogotes que surgen del mar, todo, se exhibe con inusitada belleza. Caminar por aquí es como adentrarse en el océano infinito sobre una ondulada columna recostada en las olas…

Vista del Cabo de San Lorenzo desde el campo de golf./ Foto JM
Vista de la ruta del Cabo de San Lorenzo desde el campo de golf./ Foto JM

              A la vuelta, una vez se sube al Miradouro Porta do Fourado, al que, con sus casi centenar de metros de inclinación cuesta llega un poco más, el viajero se detiene en un oasis, con palmeras incluidas, donde dispensan una excelsa cerveza helada que ayuda a aliviar el calor. Se trata de Casa do Sardinha, bien surtida de aperitivos, pasteles y bebidas que los hambrientos turistas devoran y que un empleado acarrea desde un barquito anclado en la playa más próxima con un carro-oruga que llama la atención, pero que el madeirense conduce muy fácil presumiendo del extraño artilugio.

              De regreso hay quien propone acercarnos a una playa para darnos un baño. No es mala idea. Pero después de dar varias vueltas desistimos, porque, además de no encontrar dónde aparcar, en los espacios que observamos habilitados para el baño no cabe un alma más. Es sábado y todo lo que huele a mar y playa está ocupado, a reventar. Así que decidimos volver al hogar, ¡ay, dulce hogar!, que es como subir hasta el “nido del águila”, visto lo alto que estamos. Y allí solos, perdidos entre la niebla perenne que nos confunde, y arrullados por el viento al mecerse en los árboles, pasamos el final del tercer día en Madeira.

              Y del conejo… ¡ni rastro!

(Continuará)                           

 

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