En el arcón de la España vacía
9. A la Guardia Civil
no le gustan los peces

Un agudo relincho rasgó la quietud a la hora de la siesta quebrando el ensimismamiento en el que nos habíamos sumido. Encantados por la abundancia de peces que saltaban en el charco, trajinábamos a destajo, ajenos a todo lo que nos rodeaba. No había más paraíso en la tierra para nosotros que aquella poza de agua, que apenas nos cubría las rodillas. Rosa, con la falda recogida en la ingle y luciendo sus muslos jaspeados al sol, arrastraba la herrada de cinc tanteando sobre el cieno. Yo, con el saco de arpillera cogido por la boca, caminaba encorvado hacia adelante, barriendo el fondo de lodo y guijarros antes de levantarlo; los dos, tan absortos y concentrados estábamos en la pesca que no nos dimos cuenta de que teníamos visita.

            Nos hallábamos en las inmediaciones de la huerta de Luján, justo en el centro del caozo del Piélago al que, ese verano, la sequía había reducido a una poza de apenas unas decenas de metros de superficie, que en la parte más honda apenas cubría tres cuartas.

            El relincho del caballo había espantado a las tórtolas, palomas y mirlos que, aborrajadas de calor, sesteaban entre el tupido ramaje de los fresnos cercanos; las aves, asustadas, huyeron entonces en estampida formando una algarabía de sonidos que dejaron una estela de ecos. Fue en ese momento cuando nos dimos cuenta de que la Guardia Civil cabalgaba río a arriba en dirección a nosotros. Un par de caballos de pelo rojizo, tiznado de ámbar, cada uno con un jinete a la grupa, asomó tras el zarzal que desde hacía varios años trepaba por los muros derruidos de la noria abandonada de Margarito. Estaban allí, a menos de medio kilómetro de nosotros, con sus tricornios de negro charol reluciente y sus capas verdes, abiertas como un abanico sobre las ancas de los equinos. Al verlos, el sofoco envolvió mi cabeza e, igual que si me hubiese barrido un viento gélido, comencé a tiritar de miedo.

            –Vamos Rayo, vamos, no te asustes, que no pasa nada, son solo pájaros –juro haberle oído decir a uno de los guardias dirigiéndose al caballo que acababa de soltar el relincho.

Pontonera milenaria de granito sobre el río Yeltes en las inmediaciones de Perniculás./ Foto Joaquín Mayordomo
Pontonera milenaria de granito sobre el río Yeltes en las inmediaciones de Perniculás./ Foto J. M.

            El alboroto formado por la fauna en su huida había asustado a los equinos que cabeceaban nerviosos, haciendo gestos y rebufos, aventando a las moscas con bruscos movimientos de orejas y testuz. Pero el barullo duró poco. La calma regresó otra vez al entorno del río mientras Rosa y yo enmudecíamos. De los pájaros ya no quedaba ni rastro. La pareja de la Guardia Civil, sin embargo, avanzaba lenta e inexorablemente hacia donde nos encontrábamos; aunque los caballos parecían no tener prisa, como si desearan no llegar nunca. Aquella lentitud, pensé, podría ser una invitación a la huida; podríamos escondernos al otro lado del río, entre los maizales de la huerta de Charruco.

            Pero Rosa, al ver que hice un amago de huir alargó la mano y me detuvo.

            –No te preocupes, Serafín, no van a hacernos nada. Ellos saben que el caozo estará seco en unos días, y los peces, entonces, habrán muerto. Total, mejor será que los cojamos nosotros que no que se pudran ahí. Digo yo.

            Así que me quedé quieto como una estatua. Estaba en medio del charco con el agua apuntando a la ingle. No solté el saco. Las sardas y bordallos que habían entrado en él, tras el último barrido, coleaban en el fondo. ¿Qué hacer? En la orilla tenía en las alforjas un fardel casi lleno con los peces capturados. La burra Canela me miraba aburrida, ajena al suceso, mientras ramoneaba en la orilla entre los bayones. También Rosa tenía una herrada a medias de peces, no muy lejos de donde estaban mis alforjas. Vació enseguida con la que estaba pescando y la dejó caer al agua, donde desapareció.

            Yo estaba muerto de miedo. ¡Tenía ocho años! Rosa, en cambio, aparentaba estar tranquilla. Sus veinticinco primaveras de juventud y moza feliz, pienso ahora, le daban confianza en aquel momento, aunque, en su pecho, observé de reojo, la cadena con la virgen de la Zeña que colgaba de su cuello daba unos saltos nerviosos.

            Sí, me vi en el calabozo rodeado de ratas; eso si antes no me pegaban los guardias una buena tunda, que todo el mundo decía entonces que “con la Guardia Civil pocas bromas”. Aunque pensé que Rosa, tal vez, pudiera convencerlos para que no nos detuvieran. ¡Era tan guapa! Y además tenía razón en lo que me había dicho: el caozo iba a secarse y los peces morirían.

            Comencé a darle vueltas al pensamiento de Rosa y sentí un cierto alivio… aunque no mucho. Porque entonces, todo el mundo lo sabía, los tiempos que corrían eran oscuros; vivíamos atrapados en el miedo. La Guardia Civil era Dios, la Ley y la Justicia; las tres cosas en uno.

*          *          *

Detalle de los pontones./ Foto Joaquín Mayordomo
Detalle de los pontones./ Foto Joaquín Mayordomo

Te agachas, sabes que allí está la laja bajo la que se refugian los peces. Lo sabes porque llevas todo el mes de julio, día tras día, mañana y tarde, repitiendo el mismo ritual, el mismo recorrido indagando, practicando como un conjurado para no dejar ni una lancha del inmenso caozo de los Pontones sin explorar, obsesionado con los barbos, ¡sobre todo con los barbos!, que a veces atrapas, pero que casi siempre se te escurren entre los dedos que tienes, diminutos, como corresponde a un niño de ocho años. Porque tus manos son tan pequeñas que ni siquiera abarcan la cola del pez cuando logras palparlo en su hurera. Escurridizo, colea. Le tocas la piel, las aletas, pero no consigues sujetarlo. Resbalino, se escurre, se escurre… ¡Y escapa!

            A veces, el hueco que hay debajo de la piedra tiene una única entrada y tú metes, temblando, la mano, como si penetrases a ciegas en un cuarto oscuro; alargas el brazo todo lo que puedes, te duele hasta el hombro de tanto estirarlo, tocas con las yemas de los dedos los peces, pero no alcanzas más. ¡No llegas! El agua te obliga a cerrar bien la boca y a controlar la nariz porque si te hundes un milímetro más te quedas sin aire. ¡Y te ahogas! Los peces, rozando tus dedos, parecen reírse de ti, y tú, nervioso, intentas cazarlos como la araña a su presa cuando danza alrededor de ella con las patas. Te rozan. Te esfuerzas para acorralarlos una y otra vez… ¡Una vez más! ¡Ay, ya te tengo! Quieres coger uno… ¡Te emocionas! ¡Uy, este qué gordo es! Pero es imposible… No puedes… El hueco es profundo y no llegas al fondo. Y el agua te ha entrado ya un par de veces al pulmón en sendos descuidos… ¡Cuidado! Te pones de pie.

            Te sientes niño y solo, solo en medio del caozo. Solo en la inmensidad del paisaje lunar al que se asemeja el laberinto de peñascos y recovecos profundos que la sequía ha dejado al descubierto. Al fondo, hacia el norte, está el viejo camino que va a Villavieja; al este, en lo alto del cerro, orlando el horizonte, contemplas Perniculás. Pero tú estás solo; solo en medio del lecho seco del río que se te antoja un desierto, enredado entre esas rocas de formas caprichosas y blancuzcas, que habitualmente viven bajo el agua, pero que la sequía este verano ha dejado a la intemperie.

            Son las tres de la tarde y no se mueve ni una mosca; no se ve ni se oye un alma. La gente andará por el monte liada con la siega, acarreando la mies, trillando en la era o durmiendo la siesta. El sol que achicharra la vida invita a no hacer nada, a arrullar la galbana y a soñar. Y tú el único superviviente en el planeta. Bueno, también están el bosque de sauces, los álamos, las hileras de fresnos, alisos, espinos, los matorrales de escobas, las zarzas, bayones, los juncos… Y más lejos las encinas, los frutales y hortalizas que habitan en las huertas… Pero a ti lo que te arropa es la naturaleza de las orillas. De vez en cuando rebullen los pájaros, aunque se les oye muy poco; bastante tienen con soportar la canícula.

Detalle de la pesquera que antiguamente canalizaba el agua hacia el molino./ Foto J.M.
Pesquera que antiguamente canalizaba el agua hacia el molino./ Foto J.M.

            Y tú sigues allí, de pie, mirando obsesivamente a esa piedra que trasluce bajo el agua y que esconde un tesoro. Aborrajado bajo el sol. Descalzo. Vestido con aquel pantalón corto rojo bermellón, heredado de un niño americano, que te regaló tu tío Avelino en la última visita familiar, en las Navidades pasadas, cuando vino de Madrid. Tú, hipnotizado por esa laja que reverbera haciendo aguas… ¡Tomas una decisión! Respiras profundo, llenas los pulmones de aire hasta no poder más y te lanzas de cabeza hacia el objetivo. Quizá puedas, con esa distancia que ganas, arrinconar a los peces que siguen creyéndose a salvo en su guarida.

            No hay tiempo que perder. Metes la mano otra vez, el brazo, ¡los tocas!, empujas… Empujas hasta el fondo. ¡Y zas! ¡Zas, zas, zas! Has conseguido entrizar a uno muy gordo entre el barro y la piedra. ¡Ya lo tienes, ya lo tienes! Para no lo puede coger todavía porque se te está escurriendo, escurriendo… Entonces recorres su cuerpo buscándole la agalla. Ahora sí, ¡ya está! Has metido dos dedos por ese agujero y ya no se te escapará aunque lo intente.

            Sacas el brazo deprisa y vuelas hacia arriba. ¡Ya no podías más, no tenías aire! Pero lo has conseguido. ¡Victoria! En tu mano, fuera del agua, se retuerce y colea un hermoso barbo que puede que pese dos kilos. Refulge el pez bajo el sol y tú, emocionado y nervioso todavía, describes un arco con el brazo y lanzas el pez a la vega, a la tierra seca en un claro, donde luego pasarás a recogerlo.

            Porque, ahora, que has aprendido el camino, te sumerges de nuevo. Repites la operación tres, cuatro, cinco veces, hasta que consigues capturar todos los peces que había allí. Abandonas el río un momento para recogerlos, los metes en un saco y prosigues tu obsesión. Avanzas como un tigre, lentamente, ajeno al rachisol que te azota con lenguas de fuego, escrutas cada piedra, cada hurera, cada remanso de ovas o amontonamiento de troncos y raíces, cada charco por pequeño que este sea. Te acercas a la peña en la que sabes que hay un escondite, pruebas suerte, vas más allá, retrocedes, sigiloso metes las dos manos debajo de otra piedra, ¡ay, una culebra!, ¡qué asco! Ves que se revuelve el lodo… Por allí, por allí huye un cangrejo.

            Y tú, atrapado en la pasión de la pesca furtiva, abrazado por el sol de las cuatro de la tarde, de las cinco, de las seis…, sin concederte ni un respiro, atrapado en el vicio de coger peces a mano, avanzas incansable. ¡Vives la aventura! La aventura más hermosa de aquel largo y misterioso verano de 1962.

*          *          *

Vista general de Perniculás./ Foto J.M.
Vista general de Perniculás./ Foto J.M.

Cuando llega a nuestra altura, la Guardia Civil detiene los caballos, que, atosigados por el enjambre de moscas que traen alrededor de sus ojos, no dejan de patear.

            –Buenas tardes. ¿Qué están haciendo ahí metidos?

            –Pues… Verá usted, señor guardia… Estamos cogiendo los peces… Los pobres, se van a morir.

            –Ya, pero ustedes saben que coger peces así está prohibido… A cubos… ¡A quién se le ocurre! –apuntó en tono amistoso, dirigiéndose a Rosa, uno de los guardias, el que parecía el jefe.

            –Sí, sí, lo sé. Pero… mire usted, dentro una o dos semanas estos peces van a  estar todos muertos. El caozo está secándose… Mejor comerlos cuando se pueden comer, ¿no le parece?

            –No…, si ya lo sé… Si lo que me parezca a mí… poco importa. Pero de comerlos, la ley no dice nada, ¿comprende usted? A la ley le da igual que los peces se mueran o no… Lo que sí dice bien claro es que usted no puede cogerlos con una herrada sin permiso… ¿Me entiendes, jovencita? ¿Como se llama usted?

            –Rosa

            –Pues tendrás que acompañarnos, Rosa. Vas a tener que venir con nosotros al ayuntamiento. Y ese niño, ¿es suyo?

            –¡Oh, no! No señor. Apareció hace un rato por aquí con la burra… Nada tiene que ver conmigo.

            –Pues lo mismo te digo, chaval. Recoge tus cosas… Y hala…  A la burra… Que te vienes con nosotros también. ¡Venga, andando!

            Los guardias maniobraron con las bridas y obligaron a la grupa a volver sobre sus pasos para coger otra vez el sendero que habían abandonado con el fin de acercarse a nosotros. Ni siquiera miraron para atrás a ver si les seguíamos; como sonámbulos, siguieron adelante. Rosa y yo nos miramos entonces; ninguno dijo nada. Ella parecía nerviosa. Tanto, que se olvidó de coger la herrada que había dejado caer al agua. Lo que hizo fue salir a toda prisa, calzarse a trompicones las sandalias, recolocarse la falda, ajustarse el sombrero y agarrar, atolondrada, la herrada de los peces. Y allá se fue tras los guardias, ¡rabiosa!, que iban ya un buen trecho por delante.

            Al verme solo, me apresuré también. Aunque no abandoné, como ella, mis artes de pesca, es decir, el saco en el que, aún sumergido en el agua, seguían coleando los últimos peces capturados. Hice con él un rebujo, lo metí en las alforjas y me fui a por la burra. “Vamos, Canela, que nos llevan a la cárcel”, le soplé a la oreja ¡yo qué sé por qué…!, por ver si el animal me animaba, supongo, con algún grato rebuzno.

            Coloqué sobre la albarda las alforjas, pegué un salto de lince y me encaramé a horcajadas en lo alto. “Arre, arre. Vamos”, le dije para animarla, pues parecía más preocupada que yo. Seguí a Rosa, que se acercaba ya a los guardias; estos se habían detenido y miraban para atrás a ver si les seguíamos.

Vista general del río Yeltes, desbordado, y puente construido en 1929./ Foto J.M.
El río Yeltes desbordado y puente construido en 1929./ Foto J.M.

            Volvíamos por la Cañada, todavía a un kilómetro del pueblo. A nuestra izquierda, la huerta de Agustinillo con su pared de piedra seca, enterrada entre zarzales en alguno de los tramos; a la derecha, las roderas de los carros, tierra yerma, nubes de polvo y la vega totalmente agostada. La imagen, desolada, era la de una procesión. Los dos guardias civiles por delante en sus jacos perezosos, más lentos que un caracol. Caminaban más despacio que unos bueyes tirando del carro tras la siesta. Detrás, a unos quince metros, quizá a veinte, Rosa con su herrada colgando del brazo izquierdo aunque, a veces, se lo pasaba al derecho para descansar. Y yo cerrando el circo, temblando de miedo, claro, pero repantigado como un príncipe, acomodado en la jamúa. Pero con mis peces a salvo, de momento. Que vete tú a saber qué pasaría… “Pasará lo que tenga que pasar”, pensé. “Total, qué más me da… A lo hecho, pecho y, de perdidos, al río”, continué dándole vueltas al asunto y repasando qué le diría al señor juez si me llevaban a juicio. Me dolía la cabeza de pensar.

            Ciertamente, la procesión era muy rara, Observados a distancia, desde el toral de la iglesia, componíamos un extraño cuadro que daba que pensar. Allí, en los confines del mundo, dos guardias civiles, una hermosa joven y un niño montado en una burra avanzaban a las cuatro de la tarde, bajo un sol de justicia y 40º a la sombra, por el páramo desierto, donde rompe la Cañada. Hoy, al recordarlo, me viene a la memoria alguna de esas películas ambientadas en el Sahara. Como, por ejemplo, cuando Peter O’Toole y sus amigos guerreros, en Lawrence de Arabia, cruzaron la península arábiga para llegar a Áqaba, atosigados por la sed e incertidumbre. Sí, es cierto que en la vuelta a Perniculás no había camellos, sino dos caballos vagos y una burra vieja, pero el ambiente era el mismo: angustia y miedo. Tanto, que Rosa no resistió la presión. De pronto, como cuando se observa un espejismo, veo que Rosa está arrojando, a puñados, sus peces por encima de la pared de la huerta.

            Aprovechando la distancia que mantenía con los guardias, que iban distraídos, hablando de sus cosas, metía la mano en la herrada y apuñaba los peces que podía para lanzarlos apurada  por encima del muro. “¡Hostias, tú!”, pensé. “Se ha vuelto loca”.

            Quizá Rosa pensaba solo en la reducción de la multa y en los días de calabazo que se ahorraría si eliminaba el cuerpo del delito. No sería lo mismo, imagino que creía, no llevar peces o muy pocos, que aparecer con un buen talego como yo. A mí me caería cadena perpetua, por lo menos.

            Llegamos, por fin, al ayuntamiento y allí estaba don Pepe, el secretario, enredando con sus cosas.

            –Buenas tardes, Pepe. Aquí traemos a estos… –dijo el guardia jefe, empleando un tono desenfadado.

            –¿Qué ha sido esta vez? –preguntó el secretario sin levantar la vista del cuaderno gigante en el que estaba escribiendo con una pluma–. Concededme unos minutos, que termine, y enseguida estoy con vosotros –añadió don Pepe, también distendido.

            –Pues nada, que esta parejita estaba vaciando de peces, a cubos, el caozo de la huerta de Luján… El relvas, con un saco; ella, con la herrada, como ves. Y aunque les avisamos…, bueno, les avisó Rayo, que relinchó con tal potencia que espantó a todo bicho viviente que andaba por allí… Menos a estos… Estos… ¡Aquí donde los ves, ni se inmutaron! Así que no me quedó más remedio que detenerlos. ¿Qué te parece?

            –Bueno, bueno… Vamos a ver… Vamos a ver… –intervino al fin don Pepe, que había recogido ya el cuaderno en el armario de roble que había al fondo–. Seguro que no es para tanto… –añadió después–. El río, como sabes, Fabián, se está quedando seco completamente. Y esos charcos huelen que apestan cuando se mueren los peces… Son un foco de infección.

            –¡No, no, si estoy de acuerdo! Pero una cosa es que la gente se apañe para rebañar los peces a escondidas y otra muy distinta que lo hagan delante de mis narices… ¡Por ahí no paso! –le interrumpió, algo exaltado, el sargento, que tampoco quería él quedar en mal lugar ante los reos–.  Si hubiesen escapado al menos… –se atrevió a añadir.

            –Ya, ya. Si le entiendo, Fabián, le entiendo. Pero es lo que tenemos… Y hemos de arreglarlo. Porque el daño, si no se cogen los peces a tiempo –volvió a la carga don Pepe– puede ser notable… ¡Y para todos! Para tu pueblo también, Fabián. Ya sabes: aguas contaminadas, focos pestilentes, animales que se envenenan, enfermedades… ¿Me comprendes?

            Además, Rosita es un encanto; muy buena persona y buena chica ¿verdad Rosa? Si seguro que no ha obrado de mala fe. Apuesto a que le dan miedo los bichos.

            –¿Miedo? El que debe tener metido ya en el cuerpo… Porque, no vea usted, don Pepe, con cuánto disimulo ha venido todo el camino tirando peces –soltó, en medio de una risotada, el otro guardia civil, el que no había abierto la boca hasta ese momento–. ¡Y creía la pájara esta que no nos dábamos cuenta! –sentenció con otra carcajada el que hasta este momento parecía mudo.

            –Para eso, este perillán –apuntó hacia mí, el sargento– que no creas tú que se ha asustado, no. Que se ha traído con él hasta el saco con el que estaba pescando. Yo he pensado que podríamos encerrarlo en el calabozo…

            –Es que Serafín es un aventurero concienzudo. ¡Y listo! Lleva todo el verano cogiendo ranas a destajo… Mañana y tarde. No deben quedar muchas en el río, no, ¿verdad, hijo? –comentó, sonriendo, don Pepe.

            –¡Pues que no volvamos a verte por allí, chaval! –Concluyó el sargento–. Porque entonces sí que no te libras del calabozo.

            –Así que lo dejamos en una amonestación…, ¿no le parece, sargento?

            –Lo dejamos, lo dejamos… ¿Qué remedio? Eres un liante, Pepe. Te sales siempre con la tuya.

            –Ya sabes Fabián, hoy por mí mañana por ti. Bastante tiene ya esta gente con sobrevivir cada día.

            Hala, Rosita, puedes irte ya, que don Fabián está hoy generoso… Algo que tú también debes cultivar, hija, y no ser tan arisca, mujer.

            –¡Pero que no vuelva a repetirse, joven! –concluyó, mirando a Rosa… de una forma…, ¡ay!, el sargento.  ¡No quiero veros más por el río a ninguno de los dos! ¿Queda claro?

            –Hala, hala, ya podéis marcharos –insistió don Pepe–. Coge tú herrada Rosita y tú, Serafín, la burra… ¡Porque seguro que has venido con Canela, verdad! Es que este niño vive encima del pobre animal. Le da una vida… ¡No se baja de ella en todo el día! ¡No sabes tú, Fabián, lo bien que se entiende con ella!

            Salimos de allí confundidos, sin rechistar, todavía con el susto metido en el cuerpo. Rosa me sonrió algo triste y luego miró al fondo de la herrada. Aún tenía un par de kilos dentro, calculé. Yo salté sobre la burra. “Vamos, Canela, que de buena me he librado”, le dije agarrándole una oreja con la idea de hacerle un mimo. Luego Rosa se fue en dirección a la iglesia y yo hacia el juego de pelota. ¡Más contento que unas pascuas iba yo con carga de peces! Todavía coleaban, parecían también alegres.

*          *          *

Paraje conocido como la Isla, en el río Yeltes, y "corazón" del caozo de los Pontones./ Foto J.M.
Paraje conocido como la Isla, en el río Yeltes, y «corazón» del caozo de los Pontones./ Foto J.M.

Como muchos otros cuentos, este también tiene su epílogo. Cuando llegué a casa, le di a mi abuela el saco y el fardel con los peces, que volcó en un barreño. Merendé. Luego, sin tiempo que perder, salí a escape hacia el río, donde tenemos la huerta y mi padre estaba regando. La huerta linda con el caozo de los Pontones, ese vasto territorio de rocas caprichosas, cuevas y peñascos, en invierno sumergido, pero que gracias a la sequía de aquel verano fue mi reino y yo el rey pescador.

             Mi padre había quedado al oscurecer –apuntaba luna llena esa noche– con sus vecinos hortelanos para dar una batida en el caozo. Y así ocurrió. Fue una fiesta. Aún me veo encaramado, como un ave nocturna, sobre una de las peñas que había en medio del río, mientras ellos trajinaban, se sumergían en lo más hondo o barrían con el trasmallo las pozas más grandes. Fue una noche memorable. ¡Nunca había visto peces tan gordos!

            Cuando terminamos la faena de coger peces a mano o con la red, me había olvidado por completo de la Guardia Civil. Ya no tenía miedo. Luego sí, durmiendo, soñé con el calabozo.

            Pero, da lo mismo, porque recuerdo aquel verano como el más maravilloso de mi vida. Jamás podré olvidarlo. Jamás volví a sentirme tan feliz ni a tener tal sensación de libertad.

5 comentarios Añade el tuyo
  1. Menos mal que al final no los metieron en el calabozo.
    Gracias por el cuento Joaquín.
    Como los anteriores, lo he vivido casi en primera persona.
    Un abrazo.

  2. Me llevas a recordar algo similar, Constantina, pago llamado el Pedregal, arroyo del que no recuerdo el nombre, cerrabamos con piedras y ramas los dos extremos de la charca y sumergiendo algunas piedras de cal, ahora entiendo que era una salvajada, no quedaba un solo habitante de la charca con vida. También nos cogió la G Civil, no recuerdo cómo terminó el asunto, aunque si me ha quedado en la memoria el comentario de uno de los numeros; «estáis destruyendo la riqueza pecicula de España.

  3. Lo leo con retraso, lo disfruto y enseguida estoy allí pescando. Yo lo hacía en un canal que pasaba entre campos de algodón cercanos a El Judío, un centro militar de control de vuelo cercano a Sevilla. Tiempos de infancia y libertad. Magníficas como siempre las palabras y las fotos. Una delicia

  4. Gracias Joaquín. En torno a tus relatos se siguen hilando recuerdos. Un blog como una trenza, un mosaico, un tejido hecho de tramas de vidas propias y ajenas. Me veo de niño, con otros niños y niñas, camino del río Tuerto. En su vega había una importante fábrica textil (hoy venida a menos) y los «pabellones» pertenecientes a la misma en los que vivían algunas de las familias obreras del entorno. Al cuidado de varias madres echábamos las tardes de verano en el río vecino. Aquella era una pequeña comunidad en la que todos cuidábamos de todos: memoria de solidaridad primaria que hoy echamos en falta. Tu río llama a mi río: me viene el olor de barbos, truchas y cangrejos que Amador nos traía al volver de sus jornadas de pesca por el Tuerto o, muy a menudo también, por el Órbigo, el gran río de la zona en el que los demás confluyen.

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