Arremolinada alrededor de la lumbre, la familia daba cuenta de la cena. Aquel guiso de frejones, salteado con unos ajos fritos para darle gusto, un chorro de aceite de oliva virgen de Mieza, laurel y abundante pimentón, mantenía encandilados a los siete comensales que, ajenos al temporal que restallaba en lo profundo de la noche, completamente ensimismados, daban cuenta del guiso. Las cucharas iban y venían como el viejo cigüeñal a la boca del pozo, con temple y equilibrio, y sin perder el ritmo, que cada uno se afanaba a su manera en atrapar los chuchos últimos que todavía quedaban sueltos en el fondo de la cazuela. Ni una palabra de queja, ni el más mínimo ruido alrededor de la mesa. Nada. Solo se oía el ulular del temporal que bailaba en el tejado con la chimenea del cernidero, a la que ya había derribado un par de veces. La ventisca aporreaba con violencia el laurel en la parte de atrás de la casa. ¡Pobre árbol, qué manera de retorcerse! Saetado por la lluvia y las ráfagas de viento, zarandeado como un espantapájaros en medio de la huerta, el laurel, como un pelele, golpeaba obstinado contra el muro y la ventana de la cocina. La contumacia de los golpes inundaba la casa de quejas. Los comensales, turbados por el ruido que hacían las ramas del árbol al golpear en los cristales, se miraban de soslayo, aunque sin apartar la vista ni un segundo de las cucharas que entraban y salían en el caldo como los arcaduces de la noria cuando bajan al fondo del pozo para sacar agua.
–¡Vaya nochecita..! –rompió el silencio mi abuela al ver que clareaba ya el hondón de la cazuela mostrando las piteras provocadas por el uso.
–¡Otro oficio hecho! –añadió mi tía, refiriéndose a la cena, mientras se lamía el labio superior intentando rebañar las últimas perlas del guiso que se le habían quedado allí, enredadas entre la comisura de la boca y una pelusa invisible.
Luego se limpió con la punta del rodillo antes de doblarlo cuatro veces y comenzar a recoger con él la mesa.
–Deberías irte a soltar las vacas, hijo, que después se hace muy tarde –le sugirió la abuela a mi tío Benino, que se había acomodado en el escaño, justo al lado del poyo, muy cerca de la lumbre.
Pero mi tío no dijo nada; ni siquiera la miró. E inició con parsimonia el ritual de cada noche al terminar de cenar. De uno de los bolsillos de la chaqueta de pana extrajo una petaca de cuero, más gastada que las coyundas que utilizaba para uncir las vacas. La abrió y sacó el librillo de Zig zag, arrancó un papel, lo plegó apaisado sobre su mano izquierda formando un canalón, y con tres dedos de la derecha tomó una porción de picadura, calculada, que colocó sobre el papel de fumar. Con el dominio del que se sabe un experto, ajustó entre el pulgar y el dedo índice de cada mano el futuro cigarrillo y con un movimiento preciso, las cuatro yemas envolvieron el tabaco formando un hermoso cigarro, homogéneo, gordo, que, tras mojarlo con la punta de la lengua y pasarlo suavemente entre dos dedos, quedó perfectamente pegado, justo para colocárselo en los labios. Que es lo que hizo mi tío. A continuación tomó las tenazas, atrapó una brasa ardiendo, inclino cuarenta y cinco grados la cabeza para no quemarse la nariz, aspiró hondo y el cigarro comenzó a echar humo como la chimenea que tenía enfrente.
–Prepara el farol, ¿quieres? –le pidió a su hermana.
Mi tía fue a la despensa y volvió con aquel trasto, bastante sucio, abollado por mil golpes. El farol lo había hecho el señor José, el hojalatero, en uno de aquellos viajes que cada primavera emprendía a Perniculás y otros pueblos de la comarca desde el Cubo de don Sancho para remendar, estañar, coser… la cacharrería de porcelana, cinc y hojalata que las comadres le traían al portalillo de mi abuela o que él mismo recogía por las casas.
Pera esa es otra historia. La del cuento de esta noche continúa con el farol que acaba de encender mi tía con un palo de gordolobo que siempre tiene a mano en el rincón del poyo para este menester.
–¡Listo! –exclamó mi tía cuando prendió la llama.
Lentamente, la mecha cogió fuerza. La lágrima de fuego fue engordando y se estiró hacia la salida. Los cristales del farol apenas dejaban pasar una luz tenue amarillenta debido al mucho humo acumulado sobre ellos por la combustión del aceite. Mi tía cogió un rodillo y, sin saber por qué, comenzó a limpiarlos.
–¿No te animas a venir conmigo? Podríamos coger pardales… –trató de engatusarme mi tío. Y es que él me prefería a mí antes que a mi tía, que cuando le acompañaba no hacía más que protestar.
–Hala, hijo, sí, ve. Ve con él. Que con la noche de perros que hace los pardales estarán bien dormiditos. Alguno cogeréis… –me propuso con entusiasmo mi tía, que vio la posibilidad de librarse de tener que ir a alumbrarle a su hermano mientras soltaba las vacas.
Pero la noche no invitaba a separarse de la lumbre, al contrario. El viento silbaba cada vez más encendido y las ramas del laurel empujaban la ventana como si el árbol quisiera entrar en casa. Arreciaba el temporal. La lluvia, sin embargo, había amainado. Solo de pensar en asomarse a la puerta de la calle daba miedo. Aunque ir hasta el corral con mi tío (al que quería más que a mi padre), saltar charcos y regateras, chapotear en el barro y sentirse mayor, sería, no cabe duda, ¡una aventura! Y si, además, cogíamos pardales… ¡La gloria!
Nos pertrechamos bien con la chaqueta, el pasamontañas, la bufanda. Mi tío se echó, además, el capote por encima para proteger el farol del vendaval. Me agarré fuerte a su mano y allá fuimos. El farol, aunque ahora estaba más limpio, apenas daba luz, solo servía para confundirnos con las sombras. No veíamos casi. Chocloc, chocloc, chocloc, cantaban las pisadas en compañía del viento. Al acercarnos al corral las vacas percibieron la visita y rebulleron.
–¡Nos han oído, tío! –exclamé, sorprendido.
–Es que estaban ya aguardando impacientes, tardábamos en venir; como las personas, también los animales tienen cogida la hora. Ahora se alegran de oírnos porque saben que van a librarse de la soga que las tiene atadas al cuenco.
* * *
Cada tarde, en los duros días de invierno, cuando vuelve la boyada de carear por el Cuarto de Villares –finca comunal de Perniculás–, al llegar al cementerio, el señor Nicasio, el vaquero, sube a lo alto del Reventón y, apoyándose en su porro de fresno, satisfecho de haber concluido el día sin sobresaltos, pega tres silbidos prolongados a modo de despedida mientras despliega la mirada y observa cómo cada vaca emprende el camino correcto a casa, es decir, hasta el corral de su amo.
¡Ni una se confunde! Todas saben perfectamente adonde han de ir.
Una vez que llegan, las siete vacas de mi tío esperan a que les abra la puerta; luego, con ese andar pausado que caracteriza al ganado bovino, cada una se dirige a su cuenco. Entonces empieza el ritual de apajar. Mi tío se echa a la espalda un saco de paja que sostiene con la mano izquierda, mientras en la derecha transporta la herrada de harina de algarrobas. A la primera vaca que atiende es la Jarda porque también hay jerarquías entre las reses. Y las vacas de mi tío saben perfectamente dónde han de colocarse para evitar pelearse entre ellas.
La Jarda mira al amo, le husmea y trata de meter en la herrada los belfos. Mi tío le riñe, la empuja. Luego limpia el cuenco y echa en él la paja, más o menos hasta la mitad. Toma la herrada y reparte media docena de embuelzas, que mezcla con la paja. La Jarda mete el morro en el cuenco (tiene hambre) y mi tío la agarra por un cuerno, se acerca hasta su oreja y le habla como si fuera una más de la familia mientras. Le pide paciencia. Pero ella, avariciosa, insiste en empezar a comer; aboca y engulle sin pausa a riesgo de atragantarse. Mi tío la deja. Alcanza la soga que está unida a una argolla –a la vaca no le importa lo que haga mi tío, solo piensa en comer– y le ata con dos lazadas los cuernos. La Jarda ni se inmuta. Ahora ya está sujeta y, aunque termine la primera, no podrá molestar al resto que, como ella, también van quedando atadas, cada una a su cuenco, después de recibir la ración correspondiente.
Concluye así el último trabajo importante del día; mi tío regresa a casa satisfecho y fuma mientras llega la hora de la cena. Después hay que volver para soltar las vacas.
* * *
Mi tío se enreda al abrir la puerta del corral y yo tirito de frío. El farol juega a pagarse, hace culebrinas; la llama languidece o vuela alto de pronto, pero siempre sobrevive a los embates del viento. Al entrar en la tenada siento el calor de las vacas y me estiro. ¡Qué bien se está aquí! Ahora el recorrido será a la inversa; primero soltaremos las reses que menos mando tienen y la última, la Jarda. A mí me toca levantar el farol, lo más que pueda, para que mi tío distinga los cuernos de la vaca que va a soltar. Un giro de cabeza brusco o una tarascada podrían hacerle daño. Recorremos la tenada rodeando a cada animal aunque, dada mi estatura, yo podría pasarles por debajo. Están tranquilas. Rumian lo engullido; alguna parece adormilada. Pero nunca se sabe. “¡Que son vacas, no santas, hijo! ¡Y tienen los cuernos muy grandes!”, me recuerda continuamente mi madre, pidiéndome precaución, cada vez que he de acercarme a alguna. Nos movemos entre ellas sigilosos, muy despacio, para no espantar los pardales. Como mi vista no alcanza más allá de sus barrigas, según vamos haciendo el recorrido tengo la impresión de haber caído en un laberinto entre gigantes con testuz y cornamenta.
Terminamos de desatarlas. Las vacas no se mueven, parecen estar a gusto; alguna se echa a dormir en el suelo.
–¿Qué, miramos a ver si hay pardales? – me dice mi tío al oído, que había vuelto a hacerse cargo del farol.
Lo levanta por encima de sus ojos e ilumina el techo de la tenada; un conglomerado construido a base de escobas apretadas sobre cravios, con mil resquicios y agujeros; un lugar ideal para que los pardales se resguarden por la noche del frío.
–¡Mira, mira, ahí hay uno! – me susurra, apuntando con un dedo a una mancha grisácea incrustada en el ramaje.
Me entrega el farol con cuidado y se dispone a cazar la presa. Se prepara. Tensa el cuerpo. Estira lo que puede los dos brazos y, lentamente, acerca las dos manos al objetivo. Cuando está a una cuarta de atraparlo… ¡Plaf! Un revoloteo de plumas rasga el aire y, en un visto y no visto, escapa el pájaro. El pardal es un relámpago que se pierde en la profundidad de la noche.
–¡Vaya…! –pienso.
Se disculpa con un gesto. Coge el farol otra vez y avanzamos en silencio entre las vacas, evitando molestarlas; la tenada es muy grande y hay mucho que explorar. Encontraremos más pardales.
Mi tío se detiene, suspende un pie en el aire y no da el paso. Ha visto algo allí, al lado de una viga. Eleva un poco más el farol y me hace un gesto… “¡Allí, mira allí!”, le oigo que susurra. Sí, ya veo dos barrigas muy cerca una de otra. Solo podrá coger un pardal porque el otro en cuanto haga el menor ruido huirá. ¿Por cual se decidirá? Mi tío sonríe.
Vuelve a entregarme el farol y se concentra; se tensa como un gato al acecho de la presa. Alarga el cuerpo, el brazo, la mano y… ¡zas! Con la precisión del alcotán cuando atrapa a una culebra, así apuña al pajarillo; luego me lo entrega. ¡Ya tenemos uno! Obviamente, el afortunado al que mi tío no eligió ha huido.
Seguimos escrutando la tenada y sus muchos recovecos. Las ráfagas de viento que se cuelan entre las tejas amenazan con levantar el tejado. Vuelve a llover con fuerza. ¡Menuda noche de lobos! ¡Pero qué aventura! De pronto los pardales parecen avisarse unos a otros y empiezan a huir en bandada antes de que nos acerquemos. Alguno se le ha escurrido a mi tío entre los dedos. ¡Por un tris! Y uno más se me escapó a mí.
–Bueno, creo que nos han descubierto, otro día volvemos. ¿Estás contento? –resume mi tío.
–Sí.
Sí que estoy contento. Contento por la aventura y porque en el bolsillo tengo un pájaro. También porque ya no tengo frío.
Antes de irnos, mi tío coge dos sacos de paja y los reparte por los cuencos. Así las vacas tendrán en qué entretenerse si se aburrían.
–Que las noches son muy largas en invierno –comenta para sí mientras va vaciando los sacos.
Y yo, pegado a él, voy alumbrándole.
Sigues haciendo magia Joaquín, por un momento he vuelto a mi niñez, a mi Tolbaños del alma…
Lo he leído dos veces… Ya te dije que escribes con alma y cada palabra, extraída a veces de un vocabulario del que me considero analfabeto, me lleva de la mano para vivir el texto y contexto de lo que cuentas. He recordado a Pardal, el niño curioso de La lengua de las mariposas, relato de Manuel Rivas que me enseñó a valorar el encanto de un niño que es capaz de asombrarse de todas las cosas (filosofía…). Gracias por este regalo, envuelto con tus palabras.
¡Cuántas palabras no sé, cuantas que supe y recupero y qué delicia leerte!
Que cerca en el pasado y que lejos en el presente y en el futuro el mundo que relatas tan lindamente.
Dice Rosa que le recuerda mucho a las historias que le cuenta su padre que se crió hasta mozuelo en un cortijo de las montañas de Dudar, sin luz ni agua, al pié de Sierra Nevada. Cambiando los frejones por las gachas de cucurrones, las vacas por marranos…. y quizá los pardales por chochines o herrerillos.
Un abrazo desde estas tierras!
Muchas gracias Joaquín. Cada vez disfruto más con tus pequeñas historias, y las siento más cercanas.
En esta ocasión, he tenido que tirar varias veces del diccionario, porque además no tengo la fortuna de haber nacido en un pueblito.
Carear, boyada, palo de gordolobo, pardales (gorrión), herrada, porro de fresno (esta no he encontrado su definición), belfos, embuelzas, terrada, tarrascada,…
Un abrazo.
Porro: vara de fresno que se corta del árbol dejando un engrosamiento en uno de los extremos, el que pega con el tronco, y que es muy usada por las gentes camperas del campo del Yeltes, especialmente por los vaqueros.
Que bonito!! Enhorabuena! Creo que en nuestra niñez recordamos muchas cosas o este relato recrea, la jarda…
Tan mágico y evocador como siempre.
Muchas gracias, Joaquín, por facilitar acercarme de nuevo a una parte de mi infancia , recuperar tanta sabiduría ancestral con esas escenas que duermen en la memoria, recordar aquellas palabras de antaño y pronunciarlas de nuevo para que no desaparezcan para siempre. Es un lujo y un placer leerte! Gracias.
Precioso relato de la vida en nuestras tierras
Querido Joaquín…
En mi mente visualizo a mi padre liando su cigarrillo con la precisión y meticulosidad que tú nos narras.
!!!!Hermosas fotografías!!!
En «Una noche de pardales» ha aumentado de manera notable la lista de palabras cuyo significado he tenido que buscar en el diccionario o identificar por el contexto. Quizà por eso, o a saber por qué, mi desconocimiento me ha colocado en una condición similar a la del niño con respecto a su tío: las palabras me han ido llevando de la mano a lo largo del relato, hasta el lugar físico y emocional que cada una ocupa en el texto. Son ellas las que salen a mi encuentro, me abren al sentido, me pueblan. Si estas sensaciones personales sirvieran para algo, cosa que dudo, tal vez fuera pertinente preguntarse: en nuestra relación con la llamada «España vacía», quién necesita o quién rescata a quien…
Joaquín una delicia leerte, aprender y recordar,.
Evocar la atmósfera de las noches de tormenta acon la luz del candil , no en el campo, en una pequeña ciudad.
Me ha llegado el calorcillo de las vacas al entrar en la tienda.
Ah! y el guiso sin una chispita de cebolla, eso sí con un buen pimentón.