Recuerdo con agrado la novela de Alan Sillitoe, La soledad del corredor de fondo. También me gustó la película que lleva el mismo título, realizada por Tony Richardson en 1962. Y, no sé por qué, pero, el sábado pasado, mientras nos abríamos paso entre lentiscos, aulagas que pinchaban hasta en las puntas del pelo, espinos y retamas, zarzas… acribillados a arañazos en definitiva, me vino a la mente la frase que da título al libro citado. Quizá porque esa sensación de soledad, y al mismo tiempo de optimismo, que experimenta el protagonista de la novela, Colin Smith, cuando corre cada día a la salida del sol atrochando por los campos ingleses, es la misma que sentimos, pienso, algunos correkas al abandonar los caminos trazados –respondiendo a una llamada interior, sin pensarlo– para adentrarnos por lo agreste del terreno, laderas de inclinación imposible, vericuetos, grietas, canales y pasadizos o en bosques antiguos donde robles centenarios, cubiertos de musgo, dan cobijo a hadas y gnomos. Quizá sentimos lo mismo que Colin mientras vamos liberando adrenalina y las endorfinas se disparan para llevarnos más allá del paraíso, a ese lugar en el que habitan los elegidos.
Nos quejamos, pero nos sentimos bien. Reptamos eufóricos al tiempo que protestamos por habernos embarcado en esa trasgresión incomprensible que, luego, en algún caso, lamentamos la osadía más de la cuenta. La clave está, probablemente, en que hacemos de cada viaje algo exclusivo, una aventura. Una aventura que luego, en el confort del recuerdo, termina siendo un preciado tesoro en el que ya no hay pinchazos de aulagas ni dolor, ni nada malo que nos hiera, ni siquiera tumbos o tropezones. Solamente queda el dulce gusto de un día maravilloso atrochando al azar por unos bosques que en Andalucía ni siquiera se imaginan o se crea que existen.
Lo del sábado pasado fue algo así. La ruta se antojaba simple: ascensión al Peñón de los Toros y al pico Margarita, en el Parque Natural de Grazalema, en las inmediaciones de Zahara.
El sendero parte de la carretera CA 8102, en el cortijo de los Álamos. Comenzamos la aventura rodeados de perros, y tras el saludo de rigor a los dueños, que nos lo devuelven con sonrisas, partimos hacia el pico que se dibuja en lo alto apuntando hacia el sur, en el culmen del horizonte. Tras dejar atrás corrales, cabras y vacas, se cruza el arroyo que da nombre al cortijo y, por terreno ya bastante inclinado se avanza subiendo hasta llega hasta unas ruinas, sobre las que puede uno imaginarse historias de amor y de vidas, en otrora enredadas en pasiones y sufrimiento. Siempre por un terreno empinado y de frente, siguiendo la valla que queda a la derecha, se alcanza el primer collado, ante el que se asoma, ya en todo su esplendor, la punta del Peñón rodeado de buitres perezosos que planean.
Supongo que hay senderos o caminos más asequibles, pero a los cinco correcaminos que acudimos a la cita de este día nos basta con seguir las huellas de las cabras para continuar trepando. Por eso digo que esa sensación que experimenta el que asciende en soledad, lejos de todo reclamo, sonido o huella humana, concentrado en el esfuerzo y en silencio, acompasando los pasos a la respiración, poniendo los cinco sentidos en cada asidero o en cada saliente en el que apoya los pies, es similar –o yo me la imagino así al menos– al correr y correr del confuso Colin Smith, cuando se pierde en la niebla, al amanecer, tras dejar las puertas atrás del reformatorio en el que ha ido internado a causa de un robo.
No mido el tiempo ni cuento los pasos. Lo único que cuenta es subir; avanzar y subir más. Subir. Llegar a la cumbre del Peñón y celebrar esa victoria degustando unas piezas de fruta. Mirar a campo abierto y disfrutar del infinito que, allende, se diluye en el horizonte. A nuestros pies, apuntando hacia el este, está esa pared de varios cientos de metros, en cuyo borde descansamos. Un caldero gigante de aire y de luz en el que entrenan las aves carroñeras que vemos, mientras esperan la señal que les lleve hasta algún animal muerto. Al oeste la montaña está más tendida, como si no tuviese altura. Desde aquí se ve la campiña desnuda de verdor todavía, austera, triste y ahogada en esa sequía pertinaz y meses de calor. Y en frente, el Margarita, el referente más alto de la sierra que le da el nombre.
Desde el Peñón de los Toros (1.023 metros) recorrimos un largo y abrupto espinazo que conduce hasta la base del Margarita (1.186 m), meta a conseguir si se desea, y si no –como hicimos este sábado– se obvia para lomear por su derecha, dejándo la subida a la cumbre para otra ocasión. A cambio de no subir, nos sumergimos en una selva recoleta (de la que aporto algunas fotografías) que nos costó atravesar lo indecible, dado ese afán de transgredir que tenemos, siempre obviando lo fácil, saltando como las cabras… o despistándonos para perdernos a la menor ocasión.
Si salíamos a un claro, parecía que estábamos ahí, tocando con un dedo el pueblo de Algodonales y a cuatro pasos de Zahara. Sin embargo, el bosque era tan tupido que nos subían las aulagas por encima de la cara, nos envolvían los lentiscos o si encontrábamos un roble, ¡ay!, disfrutábamos de su sombra… Mientras, entre ocurrencias y risas, imaginábamos aquellos misterios y extrañas aventuras, propias de los bosques animados. Las zarzas nos arañaban y el calor nos abrasaba. El continuo sube y baja minaba nuestras fuerzas mientras buscábamos la salida que nos condujese a la ladera despejada que veíamos enfrente, en la que se veían solo árboles. El objetivo era llegar a la Laguna del Perezoso y a la fuente que hay cerca de allí.
Y llegamos. Almorzamos a la sombra de una encina generosa. Sesteamos unos minutos y emprendimos el camino de regreso, primero siguiendo el culebreo de una pista, y después por un sendero, escasamente señalado a veces, pero siempre divertido y cuesta abajo, con un vegetación abundante, siguiendo el curso del arroyo del Parralejo, ahora seco
Entre pitos y flautas nos dieron las seis y un cuarto de hora más tarde llegamos a los coches; eso sí, con algunas heridas de guerra, pero con la moral por las nubes porque un día más habíamos planeado como las aves carroñeras y caminado como pájaros.
Y fue así como, felices y contentos, decidimos celebrar el éxito tomando una cerveza en la venta El Cortijo.
GALERIA FOTOGRÁFICA
Bello. Me encanta. Gracias por publicar
alucinantes las fotos y lleno d vitalidad y aventura el texto. Gracias Joaquín por transportarme a la hermosa naturaleza
Este ratito de disfrute, acrecienta en mí las ganas de volver a esos preciosos lugares.
Gracias Joaquín. Un abrazo.
Con tu permiso, además de rebotarlo, voy a retwittear alguna foto.
Precioso relato que he vivido como propio pensamientos pinchazos naturaleza cansancio y paz
Alfonso
Magnífico, Joaquín. Muy buenas fotos y un maravilloso texto. Y para nosotros dos, en la cómoda bajada, una reconfortante conversación sobre la vida y sus circunstancias