Aquella primavera fue única. Las lluvias de abril propiciaron que la manzanilla abundase. A las cinco, cuando salíamos de la escuela, nos íbamos al campo con una lata de dos kilos, una de aquellas que Pulpino vaciaba en su tasca a base de despachar pinchos de media sardina, con la correspondiente aceituna de adorno para endulzar el morapio que los parroquianos consumían, cuartillo a cuartillo. Después, esas latas vacías las regalaba al que se las pediese porque en aquellos tiempos oscuros de pobreza y misterios todo se aprovechaba.
Con el trozo de pan de la merienda en la mano cogíamos la lata y salíamos a escape, como cohetes, a explorar los alrededores del pueblo, saltando por los prados cercanos, oteando los tesos, la vega de algunos regatos o las eras… Siempre tratando de encontrar manzanilla.
Y ya entre dos luces, regresábamos. Llegábamos al portalillo del estanco, en la casa de la señora Adolfina, y nos poníamos a la cola, detrás de las mozas que habían estado todo el día recolectando y apuraban menos que nosotros su vuelta. Algunas traían una herrada con su buen carambillo y otras, medio saco.
La estanquera pesaba la olorosa camomila en su vieja romana que pendía de una cuerda atada a una viga en el techo. Hierática y parsimoniosa, siempre vestida de negro y peinada con un moño blanco, seria y segura de sí misma, con temple, la señora Adolfina movía el pilón por astil hasta alcanzar el equilibrio con el peso. Luego, ajustándose los lentes quevedos, escrutaba las muescas gastadas de la barra y sentenciaba:
–¡Listo! ¡Cosme, apunta: 6,250!
Y su marido apuntaba el discurrir del negocio con lápiz en la hoja cuadriculada del cuaderno amarillo con tapas de hule.
No hablaba mucho la señora Adolfina, pero, a veces, si tenía ganas, o si alguien llegaba con una cantidad excepcional del preciado producto, añadía un comentario:
–¡Bien te ha ido hoy, eh, Apolinia! Bien. Sí, sí… ¿Dónde encontraste tanto maná, hija?
Pero Apolinia callaba y no soltaba prenda. Sonreía. Hacía alguna mueca disuasoria y entretejía sus dedos en uno de esos gestos que hacen las jóvenes púberes, propios de encantadas doncellas, y, como una mariposa, comenzaba a aletear con los ojos, moviendo, sobre todo, las pestañas, hasta quedar envuelta en una nube de rojo carmesí. Pero no hacía el menor comentario. Al contrario, Apolonia intentaba hacerse aún más pequeña, un ser insignificante… Aquel rincón descubierto al azar en los confines de Perniculás, donde abundaba el maná de la camomila, era ahora su secreto; el paraíso al que pensaba regresar en unas horas, nada más despuntar el alba, para continuar la faena recolectora.
Todo esto sucedía en el portalillo del estanco. Testigo de ello era la luz mortecina de una bombilla colgada de un cravio. Una luz que no era luz, si no una neblina filtrada por la huella excrementicia dejada por cientos de moscas que cada día defecaban sobre el cristal aprovechando el calorcito que daba la lámpara.
–¡Un kilo cuatrocientos! ¡Te has portado bien hoy! –Sentenciaba la estanquera mirando a Camilo, mi mejor amigo–. Cosme apunta… Y no te distraigas, ¡demonios!, que te veo… ¡Viejo verde! –Remataba con retintín, mirando al marido, que, como perro faldero encantado y relamiéndose miraba de soslayo a las mozas que mariposeaban todavía por allí–. Venga, el siguiente… ¿A quién le toca ahora? Ah, eres tú, Serafín. A ver, hijo, ¿cuánta manzanilla traes tú? –me preguntaba, cariñosa, en atención a nuestra condición de vecinos.
El señor Cosme vigilaba y abría bien el saco para que vertiésemos dentro el amargo maná. Cuando se llenaba lo subía al sobrado, lo volcaba sobre la tarima de madera y desparramaba con cuidado, hilando los surcos, la camomila para que el manjar terapéutico se secara, homogéneo.
La señora Adolfina nos pagaba a 1,50 pesetas el kilo. En la lata, por mucho que la encalcásemos, apenas cabía un kilo largo, corrido, aunque conseguirlo no era fácil. Tampoco la cuenta que nos hacía era exacta y, en los mejor de los casos, el beneficio no pasaba nunca de un par de pesetas y algunas perras gordas.
Loco de contento, yo cogía mi dinero y corría para casa y se lo entregaba mi madre.
***
Mas el tiempo de manzanilla pasó y mi padre, entre tanto, vendió el ternero que había parido en otoño la Jarda, nuestra vaca lechera. Así que había que ordeñarla y liberarle las ubres de la abundancia de una leche, que, por otra parte, nos venía de perlas en casa. Sería mi nuevo oficio.
–¡No se hable más. Podrá hacerlo! –concluyó mi padre, cortando por lo sano la discusión con mi madre, que no veía más que inconvenientes en aquel nuevo empleo: desde que me atacase un toro de casta por el camino, pasando por tropezar con algún maleante a la vuelta, por la noche, a que la Jarda me estampase una coz en la cara, dejándome en el sitio o, en el peor de los casos, me cornease por tocarle las tetas en contra de su voluntad.
Todo esto podría sucederme, según mi madre, que no vía nada claro como el niño iba a poder ordeñar la vaca lechera –“por las bravas”, precisó– en medio del monte, mientras el bovino estuviese pastando.
Pero la suerte estaba echada. ¿Y yo? Muy contento, claro. ¡Expectante! Por un lado me sentía atrapado en la telaraña del miedo, pero, por otro, soñaba con la aventura.
El primer día fue dejar la escuela y salir corriendo como un tiro hasta casa. Coloqué una alforja bien sujeta en el maletero de la bici heredada de mi tía Teodora, metí en ella la cantarilla de cinc de cinco litros y ve-te-lo-fui en pos de la Jarda. Por delante tenía un camino pedregoso, cinco kilómetros de distancia y un océano de dudas. El monte en el que iba a adentrarme era territorio aún poco explorado por mí. Los peligros, como había dicho mi madre, ¡claro que existían! Podía encontrarme con las reses bravas del señorito Vidal que andaban sueltas por la dehesa de La Pelejona o con un morlaco resabiado, acechando en el camino, después de una pelea entre sementales y su consiguiente derrota. También con el temible El pobre de las latas, que, en su peregrinar por este mundo miserable, elegía siempre, para venir de Retortillo, el mismo trayecto que ahora tenía que hacer yo.
A ir no tenía miedo, lo peor sería a la vuelta si se me hacía de noche. De momento, el sol estaba en lo alto. Además, la primavera refulgía en todo su esplendor y su visión me confortaba. Había flores por todas partes y un concierto molto vivace, espontáneo, interpretado por una legión de aves y pájaros. La temperatura era ideal y el cielo no podía estar más azul.
Pedaleaba feliz, con entusiasmo, cuando subía las cuestas, y me embalaba en las cuestas abajo. Con la velocidad… pintaba cuadros. Cuadros impresionistas de una belleza sublime. Los espinos florecidos, vestidos de blanco, se incrustaban en el plano horizontal de aquel paisaje violáceo de cantueso que se extendía por todas partes; aquí y allá, el tomillo, con su flor rosada o el amarillo lujurioso de las retamas, fijaban luz y colores componiendo nuevos lienzos. Una fronda verde, hasta donde alcanzaba la vista, lo enmarcaba todo. El robledal pasaba entonces, fugaz, al ritmo de mi pedaleo. Rayos de sol infiltrados jugaban con las sombras que destellaban tiovivos girando, iluminando la candela que exhibían las encinas en plena floración.
Mientras la gigantesca luminaria me envolvía, el camino era una fiesta de flores. La bicicleta volaba sumergiéndome en el mundo perdido de Perniculás. Me acercaba al objetivo.
Cuando llegué al puente del regato del Asno me detuve, afiné el oído y me concentré en el repiqueteo y el murmullo de los sones campaniles que me llegaban de lejos. ¿De dónde venia aquel sonar de cencerras? Porque en ese lugar estaría la boyada y con ella la Jarda. Intuí que la vacada pastaba en el Madrigal y enfilé en su busca por un antiguo sendero. Me adentré entre el bardal y los robles y, campo a través, busqué las vacas. Cuando las tuve a la vista, dejé la bici junto a un tronco, tomé la cantarilla y me dispuse a cumplir la misión de encontrar a la Jarda y ordeñarla. La descubrí enseguida; su piel, en blanco y negro, moteada de trazos rojizos adornándole el pescuezo, la hacían inconfundible, una res diferente. Allí estaba ella, abstraída, rodeada de otras vacas, haciendo sonar la cencerra con el ritmo que le marcaba la boca mientras engullía hierba fresca.
Al intuir mi presencia, la Jarda alzó la cabeza y se volvió hacia mí. Me miró indiferente, un instante, y siguió paciendo.
–Jarda, maja, majita; bonita… Anda, ven… Ven… Déjame que te ordeñe. ¿Vas a consentir que te toque las tetas? ¿Te portarás bien? –le hablé en voz alta, con todo el cariño y la calma de que fui capaz.
Ella seguía comiendo, ignorándome. Pero yo, muy despacio, me acerqué por detrás hasta ponerle una mano en las ancas. Entonces comencé a acariciarla; luego le masajeé las ubres, donde me detuve un buen rato para que fuera acostumbrándose; subí poco a poco hasta el origen de su rabo y garabateé filigranas cariñosas en la región oscura del deseo, aquel territorio donde las vacas se entregan al juego del placer para traer terneros al mundo. Le hablé y friccioné durante un tiempo en el punto secreto y, no sé si por el buen hacer de mis manos infantiles o porque la caricia le encantaba, la Jarda, en un momento dado, dejó de pastar, alzó la cabeza y se puso a mirar a la Luna, rumiando distraída.
–Ahora vas a dejar que te ordeñe, vaquita, ¿verdad? ¿Verdad, Jarda? Jarda, Jardita… ¿A qué te gusta que te haga mimitos? ¿Verdad que sí? –me explayé y extendí en alabanzas a su calma y buen porte mientras ponderaba su nobleza, enredándome en una retahíla de halagos que ahora, al recordarlos… sonrío.
La verdad es que hubiera hecho cualquier cosa con tal de lograr que la Jarda me dejase ordeñarla.
Mientras le hablaba encantándola, me agaché, puse una rodilla en tierra y alargué la mano derecha para asir, con precaución, uno de los pezones, el primero de los cuatro a mi alcance. Lo tomé con delicadeza, lo acaricié unos segundos y observé, al apuñarlo con mi manita de enclenque, que ya estaba henchido de leche. Entonces doblé el dedo gordo, como me había enseñado mi padre, y presioné contra él con fuerza, cerrando el puño para abrazar el pezón; la leche brotó rauda, con un sonido alegre… ¡Qué emoción!
El primer chorro cayó al hondón de la cantarilla y retumbó con el chasquido de un rayo, igual que el torrente al caer a un pozo tras una tormenta. Luego, enseguida, aquel sonido líquido amainó y comenzó a formarse una montaña de espuma, densa y blanca, que absorbía los ruidos. Yo sostenía en una mano el cacharro mientras me metía debajo de la vaca, prácticamente. La Jarda, mientras tanto, seguía rumiando –parecía estar encantada de que le sacase la leche–, y solo las moscas, obstinadas e incontables, nos daban la tabarra, obligándonos, a la vaca y a mí, a atizarles, nerviosos, con lo que teníamos más a mano: ella, con el rabo o levantando una pata amenazante cuando ya no podía más con aquellos picotazos que le daban en las ubres, y yo dejando el ordeño por un instante para pasarme la mano por la frente y espantarlas de los ojos, enjuagarme el sudor y resoplar por la nariz al tiempo que les soltaba un recital de improperios –todos los que en ese momento podían ocurrírseme–, y que confío que ni Dios ni el Diablo me los tengan en cuenta.
Como se podrá imaginar, a situación no era cómoda. Las moscas pegajosas, los tábanos, el rabo atizando a diestro y siniestro; las patas de la vaca (que no paraba ni cinco segundos) danzando arriba y abajo a riesgo de alcanzarme en una de esas; la incomodidad de ordeñar estando de rodillas… Todo eran obstáculos. Pero mantuve el ánimo intacto, la calma y, poco a poco, la cantarilla fue llenándose.
Un par de veces estuvo la Jarda a punto de santiguarme. Al esquivarla, rodé sin querer por el suelo. Retuve como pude la cantarilla en vertical, logrando salvar el manjar de la leche. ¡La puta que la parió! ¡Hostia de vaca! ¡Jardaaa! Pero no era conmigo con quien la Jarda estaba enfadaba, sino con los tabarros que, como camicaces japoneses, se tiraban a sus ubres en picado.
Con maña y paciencia, casi había logrado mi objetivo. ¡Allí estaba la espuma asomando a la boca de latón! Suelto ya y confiado, despreocupado, apuñaba los pezones de la Jarda saltando de uno a otro para exprimir las últimas gotas de leche. Tan relajado estaba que apoyé mi rostro en la panza de la vaca y le hablé del triunfo y la gloria que, gracias a ella, iba a conseguir. Le susurré lo feliz que me sentía. Dejé de preocuparme de sus patas y del trabajo de zapa que hacían los tabarros. La Jarda parecía estar en las nubes, bajo el hechizo de un mago; rumiaba distraída y cantaba dulcemente su cencerra. De vez en cuando soltaba un pescozón o, furiosa, movía la cabeza para ahuyentar a las moscas. En una de estas… ¡Zas! ¡Zas! Un mosco traidor le da un picotazo en la punta de un pezón (que aún tenía húmedo y con sabor a leche) y la Jarda, sin querer, sin encomendarse a nadie, lanza una pata por los aires rozándome la nariz. Mas, en mi intento de esquivarla, pierdo el equilibrio y ruedo por el suelo aunque, eso sí, mantengo en vertical la cantarilla abollada que apenas pierde unas gotas de leche. ¡Válgame Dios! Consciente de que he salvado por los pelos, ¡por los pelos!, el rico manjar, decido no tentar más a la suerte y pongo fin al ordeño.
Me recuperé como pude del susto. Tiempo habría de arriesgarse, me dije. Tampoco era cuestión de alimentar la avaricia, y menos de perder la leche conseguida. Me retiré, pues, con cuidado de las inmediaciones de la Jarda, estiré el cuerpo entumecido después de la postura circense que había mantenido, saqué un trapo del bolsillo y envolví con él la tapadera de corcho que había dejado en el suelo antes de empezar el ordeño. Una vez envuelta, encajé la tapadera en la boca de la cantarilla y presioné todo lo que pude para que no quedara ni el más mínimo agujero por el que pudiese escaparse la leche. Le di unas palmadas a la Jarda en las ancas, le agradecí en voz alta sus buenos modales y, en general, el buen comportamiento, y en voz alta volví a relatarle el favor que me había hecho al permitir que la ordeñase. Luego le prometí volver al día siguiente para liberarla de aquella abundancia de leche.
–¡Qué bien, Jarda, qué bien te has portado! Mañana vuelvo otra vez, eh –le repetí varias veces al tiempo que me daba la vuelta para emprender el regreso.
Ella también se movió, caminó unos metros y volvió a agachar la cabeza, enfrascándose en el pasto dando por concluido el encuentro. Cabeceó y la cencerra volvió a su repiqueteo. Los tabarros seguían intentando no dejarla vivir.
Miré al cielo. Aunque había bastante luz todavía, no debía descuidarme. Los últimos rayos de sol tejían extrañas telarañas y tupidos cortinajes entre el enmarañado de los robles. Si no quería que se me hiciese de noche a la vuelta, debería darme prisa. Porque por los caminos que se transita a oscuras cada sombra es un fantasma, un monstruo al acecho, y cada sonido que te llega, un aviso de que alguien está siguiendo tus pasos. Viene a por ti.
Caminé todo lo deprisa que pude hasta llegar a la bicicleta. Sujeté bien la cantarilla en la alforja y me puse a buscar con los ojos el sendero que me sacaría al camino de vuelta. ¡Ay, que me he perdido! ¡Me he perdido! ¿Dónde estoy? Me invadieron las dudas y el pánico se apoderó de mí. Fueron unos segundos eternos, quizá un minuto. Pero en esos instantes, en los que uno no sabe donde se encuentra, me creí muerto. Temblé de miedo. ¿Y si ahora no salgo de aquí? ¿Y si aparece un toro? ¿Y si anda por aquí El pobre de las latas? Y si… Y si…
Una espiral de preguntas, interrogantes, cadenas que te atan a un túnel sin salida, pensamientos a cual más, más tétrico, me invadieron aunque no me paralizaron totalmente. Caminé algunos metros a ciegas. Hasta que en el horizonte distinguí aquel sendero que me llevaría al camino de vuelta. ¡Uf, estoy salvado! ¡Lo conseguí!
Aceleré otra vez el paso, monté en la bicicleta y pedaleé con fuerza; eufórico y sin distraerme volé de frente. Ya no había paisajes hermosos, ni cuadros impresionistas, ni flores, ni paraísos de arco iris, ni tiovivos. Tampoco veía la belleza por ninguna parte. Solo una cinta de tierra marrón en la que clavaba la mirada y ponía los cinco sentidos para esquivar piedras, roderones, baches… Y no derrapar y caerme. Una cinta que era cada vez más oscura, que se iba tiñendo de negro a una velocidad endiablada, mientras a ambas orillas crecían gigantes y sombras, en tanto comenzaban a rugir y danzar los fantasmas.
Cuando llegué al alto de las Tapias y descubrí las luces de Perniculás centelleando en el horizonte, sonreí y dejé de pedalear, relajándome. Sentí que aquellas luces, lejanas aún, me daban la bienvenida. Como en tantas otras ocasiones, a partir de ese repecho, aunque aún faltasen dos kilómetros para llegar a casa, me sentí a salvo.
Que buen viaje . Me encanto
Me has tenido en tensión Joaquin, sufriendo anticipadamente con el destino final de la cántara de leche. Muy bien Joaquin. Te quiero imaginar ya recuperado tras la intervención. Un abrazo.
Enhorabuena, Joaquín. Intriga hasta el final, riqueza de vocabulario y bonitas fotos.
No he pidido evitar recoger manzanilla, olerla, correr en bici en busca de la Jarda, ordeñar, pasar miedo y buscar en el diccionario algunas palanras hermosas y desconocidas. Un lujo a mi alcance. Gracias