En el arcón de la España vacía
7. La tinaja y la pasión de la beata

Tranquilino, el cacharrero de Pereruela, fue en su juventud un gallo alegre; también era muy guapo. Pero en su folletín particular del que se extrae este relato, Tranquilino se conforma con rememorar sus andanzas.

            Avocado al final de sus días de cacharrero, y sin resuello para ejercer de galán   –que era uno de sus vicios– Tranquilino, nada más interrumpir mi madre la declamación del folletín que tanto inspiró a todos aquella noche, tomó la palabra. ¿Quién si no mejor que él para ponerle la guinda?

            A este impenitente narrador, buhonero y seductor, le gustaba contar historias, en particular la de la tinaja y la beata; una aventura que adornaba con particulares perifollos, enredos y palabrería abundante según el morapio ingerido, antes de la sorpresa final.

            –La historia de hoy… Se trata de una moza muy creyente… –comenzó diciendo–. Algo rarita y beata –rio después–. Más bien brava… ¡Cómo se encendía, la jodía!

            Según él, la hermosa estaba malcasada con un haragán ricachón y tragaldabas que pensaba solamente en comer e irse de juerga.

            –Un crápula, Tranquilino… Un crápula. –Le interrumpió mi abuela en ese punto, que se sabía el cuento de memoria, aunque el cacharrero le cambiaba el final a conveniencia–. ¡Un vivalavirgen! ¡Mala pieza!  –remató, imperiosa, la dueña de la posada.

            –¡Lo que yo he visto por ahí…! –Se puso serio el cacharrero, antes de adentrarse en el relato.

            –Toma, como todos… ¡Anda que no ha visto este gachó! Yo sí que podría contaros. –Quiso bajarle los humos, Juan Blanqueras, padre de dieciocho hijos e impenitente trotamundos, que, aparentemente ensimismado y al abrigo de uno de los poyos de cantería que sostenían la chimenea, afilaba con su navaja el palillo que acababa de arrancarle a una astilla de leña.

            –Ya. Pero yo cuento lo mío, amigo Juan. Solo lo mío. Recuerdo a aquella señora… ¡Qué mujer! Parece que la estoy viendo llegar.

 

Estaba yo ese día en la plaza (como comprenderéis, no voy a decir el nombre del pueblo) con mi puesto de cacharros y mis cosas, y veo que viene una jacarandosa, no para ver la loza o los barreños, no, que bien noté enseguida que me miraba a mí.

            –¡Anda allá…! No presuma usted tanto, Tranquilino, que es muy tarde para eso. Al grano, hijo, al grano  –le apremió otra vez mi abuela.

            –Tengo una tinaja de dos metros de alta que creo que está rajada… –Empezó diciéndome–. Y es una pena porque es muy antigua, ¿sabe usted? La heredamos de mi abuelo y este del suyo. A lo mejor tiene mil años.

            –Ya serán menos, señora, que mil años son muchos años –le dije yo, sonriendo, para que no fuera a pensar que me estaba burlando de ella.

            –Puede ser que no sean tantos, es verdad. Pero en cualquier caso es muy vieja    –me insistió la moza–. Y es una pena que se acabe rompiendo. Le tengo mucho aprecio, ¿me comprende? No sé si podría coserse… Me han dicho que usted hace maravillas con las manos y las lañas, que cose el barro como los ángeles. No sé… Podría pasar a verla, si le parece.

            –Bueno… Tal vez cuando acabe, al mediodía. Sí, si quiere me acerco –le dije sin mirarla, pues tenía en ese momento a un par de parientas reclamando mi atención.

            –Vivo en aquella casa, ¿la ve usted? La que está enfrente del árbol que da sombra a la iglesia.

 

Con el ajetreo de las ventas, los engorrios y los encargos que me hicieron, se me fue el santo al cielo y volando la mañana. Cuando ya estaba de vuelta para casa, me acordé de “la marquesa”. ¡Coño, la de la tinaja! Así que le ordené a Lupe, la mula, que diera media vuelta al carro y allá nos fuimos los dos, que con Lupe jamás hubo secretos. Lupe fue mientras vivió mi confidente, la que me soportó en los días oscuros o cuando cantaba de contento. En realidad, la mula era una más de la familia.

            En fin, volví sobre mis pasos y me llegué a casa de la dueña. ¡A ver esa gran reliquia! La maravilla de barro de dos metros y “mil años de historia”.

            –Pase, pase –me dijo la señora al abrir la puerta, chispeando con sus ojos al tiempo que los míos se clavaban en sus pechos, turgentes y abundantes. ¡Dos glorias benditas! Flotando sobre ellos, observé, refulgía un colibrí… Una especie de colgante que, con los requiebros sutiles que me hacía la señora al saludarme, el pajarito, la medalla o lo que fuese… revoloteaba enloquecido como una mariposa para no caer al abismo que se abría entre sus senos… Lo crean o no, después de tantos años, todavía guardo esa imagen aquí, aquí –se golpeó el cacharrero dos veces en la frente.

            –¡Virgen santa, cómo se explicotea usted, Tranquilino! ¡Esta noche está sembrao! –comentó, alegre, mi abuela–. Pero siga, siga.

            –Allí, en aquella sala, al fondo, tiene la tinaja –me apuntó la maga con uno de sus dedos, el más ensortijado­.

            Avancé algo confundido, para qué negarlo. Allí estaba la “joya” en uno de los rincones. También había un bargueño al lado de la ventana y dos sillas labradas, de madera, tapizadas de terciopelo, pegadas a una de las paredes; una alfombra mora recargada de arabescos cubriendo el suelo y una alacena muy vieja, enorme –me chocó por el tamaño– que, supuse, estaría a rebosar de ropa y trastos. La ventana, que arrancaba en el filo del zócalo, se hallaba protegida por dos celosías verdes, venecianas, que, al tenerlas entornadas, filtraban llamaradas de una luz difusa, invitando al sosiego. Me dirigí a abrirlas.

            –No, no, ya las abro yo, descuide. Y se precipitó a hacerlo ella misma, rozándome a su paso, como cuando un gato mimoso ronronea y se enrebuja entre tus piernas.

            El roce fue un relámpago. Un escalofrío me corrió por todo el cuerpo. ¡Imaginaros! Pero mantuve la calma y traté de concentrarme en la tinaja. Era mi deber de cacharrero, ¿no? Tenéis que comprender que por entonces llevaba poco tiempo en el oficio y aquella situación, tan nueva para mí, me venía grande.

            Mientras exploraba la reliquia por encima, ella se mantuvo a  cierta distancia, la verdad.

            –Señora, a simple vista, yo no veo que haya fisuras… –le dije después de echarle un vistazo y agacharme varias veces buscando algún detalle que confirmase la rotura.

            –Pues… me habrá parecido a mí. Mire usted por la parte de atrás. Ahí, a la izquierda, es donde yo he creído ver que se está abriendo una raja…

            Y entonces se acercó e inclinó sobre mí al tiempo que con su mano derecha señalaba por encima de mi hombro el lugar de la tinaja donde ella suponía que estaba el desperfecto.

            Yo, agachado todavía, exploraba –es un decir– aquella hermosa pieza de cerámica, hecha con arcilla vieja, sin duda centenaria, con su panza bien bruñida e ilustrada en bajorrelieve con escenas atrevidas de festejos locales y tradiciones. ¡Una tinaja hecha a capricho, sí señor!, pensé. Sí, puede que tuviera su valor, se me ocurre ahora.

            –Bueno, bueno, déjese usted de retórica y retoliqueos, Tranquilino… ¡Que nos van a dar las uvas esta noche, señor mío! Ale, ale, abrevie. Entonces, ¿qué pasó? –se impacientó mi abuela.

            –Eso, eso, ¿qué pasó? –solicitaron varios hombres, más impacientes aún que el ama.

            –Seguro que os distéis un revolcón… Celebraríais por todo lo alto las rajas de la tinaja, ¿no? –Intervino Nicomedes, otro de los arrieros presentes aquella noche, mientras una carcajada general inundó como una ola la cocina.

            –Pues no, no pasó nada… Porque yo me puse nervioso y me deshice como pude del asunto alegando que tenía mucha prisa. Eso sí, me disculpé y le dije que… quizá…, ¿me comprendéis?, quizá pudiera volver otro día, si es que tenía tanto empeño en que la arreglara.

            –Otro día… Otro día con más calma, si le parece, exploro la tinaja a fondo –le propuse… Sí, eso le dije­–. Y salí de allí por piernas. Ya os he dicho que era joven e inexperto. ¡Qué queréis!

            –¡Pues vaya un parloteo que tiene usted! Y, total, para nada. Nos ha dejado con la miel en los labios, señor Tranquilino. Con las ganas que tenía una de oírle relatar sus retozones en la alfombra. ¡Para un viaje tan corto no hacían falta tantas alforjas, señor mío! ¿Verdad, madre? Una estaba imaginando ya… –soltó mi tía, de golpe, casi sin respirar.

            –¡Cállate desvergonzada! –la interrumpió, mi abuela, que se creía todavía en la obligación de velar por su hija, que, aunque fuera treintañera, la consideraba un poco lerda. ¡Qué sabrás tú! concluyó.

            –¿Entonces… Tranquilino, eso fue todo? –insistió el ama–. Sí, la verdad es que podía haber puesto usted más empeño en la aventura, ¿no os parece? –reclamó la aprobación de los reunidos, guiñándoles un ojo.

            –Es que hay segunda parte…

            –Ah, bueno, así, sí. ¡Pues acabe de una vez, recoño…! Que es muy tarde, hombre.

            –Resulta que cuando volví al pueblo, un par de meses después, a la beata le faltó tiempo para presentarse en el puesto.

            –Aquí estoy, Tranquilino –se dirigió a mí por mi nombre, como si fuésemos ya amigos–. He estado repasando la tinaja y ya no tengo dudas de que está a punto de escacharse. Tiene usted que venir, hombre, que cualquier día se me abre y me llevo un gran disgusto. Y le echaré a usted la culpa… Ya le he dicho que es muy vieja, hágase el cargo; considere que es una reliquia a la que adoro… ¿Lo entiende?

            –Bueno, iré, mujer. Iré. No se preocupe. Luego, a mediodía, cuando acabe…  me paso. No, mejor después de comer.

 

Me fui a almorzar a la alameda que hay a las afueras del pueblo. El asunto, imaginaros, me aporreaba como un bombo en la cabeza. Aún así, tenía apetito. Es lo que tiene ser joven, que uno puede con todo. Mientras daba cuenta de la gandalla que me había puesto mi madre en la fiambrera, la tinaja y la señora… la señora y la tinaja… iban y venían como esas avispas que merodean en verano junto al chorro de las fuentes. Traté de dormir algo… Me envolví en la manta de tiras que llevaba siempre conmigo y cerré los ojos; la cabeza me estallaba. El misterio, la aventura, el deseo, ¡qué sé yo!, todo me daba vueltas. Estaba mareado… La tinaja, la señora, la tinaja… ¡La puta que la parió…! Iba a meterme en un lío… ¡Seguro!

            Pero cuando me pareció que había pasado un tiempo prudente, me fui como un conjurado a enfrentarme con el destino.

            Ella estaba esperándome… Querréis saber para qué, claro. ¿Para enseñarme la tinaja, no? ¡Sí, sí, la tinaja! Imaginad… Imaginaros…

            –¿Y aquello duró mucho? ¡Vaya par de sinvergüenzas! Podrías haberte metido en un buen lío, hijo. Mira que si llega el marido y os pilla en plena faena –trataba de avanzar mi abuela en el relato, adelantando por su cuenta posibles contratiempos.

            –¡Pues es lo que ocurrió! ¡Qué nos pilló! Pero no es lo que os imagináis…  Y menos imagináis cómo… –dijo Tranquilino, que se volvió mustio de golpe y clavó en la lumbre los ojos, mientras se desinflaba como un globo.

            –¡Ay, ay, ay! ¡Cuente, cuente! Cuente de una vez… ¡Que nos tiene usted en ascuas, hombre! –exigió mi tía, impaciente.

            –Pues… Aquello duró un año más o menos. Ahora tengo la impresión de que reparé toda la loza que había en casa. Un día era el puchero del cocido y otro la olla de la manteca; más tarde una ensaladera y luego el barreño de fregar… ¡Nos quemábamos! Cuanto más tiempo se alargaba la aventura más ardíamos juntos.

            Imagino que la gente estaría al tanto…, pienso yo. Sí, el pueblo era muy grande, pero esas cosas se saben siempre. Pero a mí me daba igual. Yo era joven y atrevido. ¡Me sentía libre! Había perdido el miedo y la vergüenza.

            Lo que nunca supo nadie, estoy seguro, es cómo acabó aquella aventura, historia de amor o como queráis llamar al cuento. Es la primera vez que voy a dar detalles, os lo aseguro. –Tranquilino, ahora muy serio, seguía con la mirada clavada en el fuego–. Ha sido escuchando a Misia que me he enternecido; me he puesto a recordar. ¡Menuda… la beata! ¡Vaya una pieza que estaba hecha! Sí, porque, cuando todo aquello pasó, hice mis indagaciones. El tema asunto miga… ¡Mucha miga! Vaya agallas que tuvo de la moza. La historia es de novela… De novela…

            –¡Pero acabe de una vez, por dios! Nos tiene usted en ascuas… Qué manera de enredarse, señor mío. ¡Hay que ver cómo se hace de rogar! –protestó, ya muy alterada, mi abuela.

            –Pues… al final, lo qué ocurrió… Lo que ocurrió es lo que tenía que ocurrir… Claro… Tenía que ocurrir.

            El cacharrero se recogió como un ovillo y se hizo más pequeño mientras sostenía la cabeza con sus manos. Luego, pensativo, se inclinó hacia la lumbre. Tal vez deseaba que las llamas le abrasasen para librarle de la angustia y la vergüenza que le daba recordar siempre estos hechos. Una fuerza oculta pareció zarandearle. Nunca le había encontrado justificación a la locura con la que se entregó a aquella pasión. Al recordar la aventura, se le abrían siempre las heridas que le dejara la humillación. El dolor seguía siendo insoportable; la vergüenza que sentía, su tormento.

            Quiso dar el último paso y contar lo sucedido.

            Un corro expectante y dos docenas de ojos clavados en él esperaban que acabase de una vez.

            –Ay, ay, ay… Tranquilino, remate usted ya, hombre. ¡Abrevie! Que se nos va a  hacer aquí de día –rogó mi tía.

            –Venga, sí, acabe… Morimos de impaciencia… –le suplicó al fin mi madre, que no había vuelto a abrir la boca desde que la obligaran a callarse cuando unos y otros se enzarzaron con sus cuitas y recuerdos, interrumpiéndola en la lectura del folletín.

            –Pues veréis: estábamos en esas… –el charlatán pareció recuperar el pulso–. Ya sabéis… Enredados como una madeja y ajenos a todo… Bailando sobre aquella alfombra mágica que, lo creáis o no, nos transportaba al paraíso, a ese lugar donde solo hay cosas buenas y abundancia de goces. Y por supuesto amor… ¡Y amores para todos los gustos…! –Dejó caer misterioso.

            –¡Mira que se enreda usted, hombre! Quiere dejarse de una vez de tanta tontería… Pero deje de meterle paja al tema y vaya al grano… ¡Al grano, Tranquilino, al grano! ¡Pero como le gusta a usted adornarse! Que los presentes ya sabemos cómo es eso, señor mío… Bueno, menos la niña, digo yo –protestó una vez más, mi abuela, mientras miraba de reojo a aquella hija que ella creía virgen, pero… Vete tú a saber.

            –Pues estábamos, como os digo, más entregados que nunca al goce, flotando en una nube, cuando, escuché como un suspiro, varios ayes, algo así como jadeos, roces entre telas… No sé. ¿Me entendéis? Di un respingo e instintivamente desvié un ojo a la izquierda, a la alacena, desconfiando de repente de aquel mueble tan grande que no se me había ocurrido abrir todavía, pues desde el principio di por hecho que estaría a rebosar de trastos y ropa vieja.

            –¡Y allí estaba el marido! ¡A que sí! ¿Estoy en lo cierto? ¡Vaya golpe! Se quedaría usted planchado… Menudo papelón… ¡Y en pelota picada…! ¡Qué nervios…! ¿Y entonces que hizo usted? –se atropellaron los presentes opinando, todos a la vez, quitándose unos a otros la palabra de la boca.

            –El caballo, desbocado, volaba ya sin bridas. La beata con sus frases y remilgos,  incoherencias y aspavientos…. Que a veces me sacaban de quicio, la verdad: “¿¡Ay, Dios mío, Virgen Santa, soy feliz, feliz, feliz…!” “Corre, caballito, corre… Sigue, sigue… ¡Santo cielo!”. Y cosas así.

            Cuando un nuevo sonido, este más claro y preciso, espantó a este corcel, dando al trasto con el vuelo y, la cabalgadura en pleno, rodó a tierra con su séquito… “¡Ay, ay, ay. Ayyyy!”, restalló en mis oídos como cuando para espabilar a Lupe en esos caminos de dios soltaba un latigazo al aire.

            Me levanté de un salto y me fui hacia la alacena como si me hubiesen herido. Pero fue entonces a mi espalda, en ese instante, donde se produjo el terremoto: una catarata de cascote de barro se desprendió de la tinaja mientras un mosén, un cuervo… o ambos a la vez…  –aún sigo dudando– salió (o salieron) huyendo de allí, de aquel nidal, en un visto y no visto.

            –¡Santo Cielo! –dijo el coro, que no daba crédito.

            –¿¡Tú, te has fijado en eso…!? ¿Quién era ese… Esos… Ese cabrón? ¿El cura o tu marido… O eran dos? Que no sé lo que digo… –le urgí una explicación a la beata

            –¿Qué cura ni qué marido? Yo no he visto nada –respondió muy digna.

            –¿Nada? ¡¡¡Cómo que no has visto nada!!! ¿Quién se ha cargado la tinaja entonces?

            –Ya te dijo, amor, el primer día, ¿lo recuerdas?, que la tinaja estaba rajándose…  Pero, como no me has hecho caso, pues al final ha reventado. Yo sabía que iba a ocurrir… ¿Y ahora qué hago yo, dime, qué hago? ¡Qué disgusto…! Pero, mira, no hay mal que por bien no venga… Ya tienes tarea para un buen rato. ¡Vas a hartarte a poner lañas!

            –¿Lañas? ¿Yo? ¡Que te has creído tú eso, princesa! Ponlas tú si quieres. ¡Yo me largo! Cogí mi ropa y salí dando un portazo.

            –¡O sea, que estabais en corapatos! –exclamó mi tía.

            La carcajada marcó época, muchos la recuerdan aún; tan unánime y solemne fue que la tensión saltó hecha añicos.

            Luego se hizo el silencio.

            Pero enseguida volvió el lío: las dudas, las preguntas… Otra vez el guirigay.

            Hasta que mi abuela agarró el mango de la escoba y exclamó:

            –¡A la cama todo el mundo! ¡A dormir, que no son horas… ¡

            Y los tres gatos que estaban enroscdos junto al fuego, fue sentir el roce de la escoba contra el suelo y salir huyendo. También el cuento termino, al fin, para ellos.

5 comentarios Añade el tuyo
  1. Me gusta. Leyéndolo llega a causarte impaciencia. Te transporta al lugar de los hechos para terminar de aclarar la situación. Despierta el interés. Muy bueno.

  2. ¡Qué tensión! Es largo, pero se hizo muy corto. Muy bien escrito. Imagino ese final con la escoba en manos de la abuela y la huida de los gatos

  3. Ja,ja,ja… Nos has tenido en ascuas.
    La fuerza del morbo ja,ja,ja

    Me encanta, como nos pones en situación con tus relatos.
    muchas gracias.
    Un abrazo.

  4. Siguen fluyendo historias en la Pensión. Hacen falta unas condiciones especiales para que. al contar su aventura erótica. el cacharrero muestre también la versión más frágil vulnerable de sí mismo. La pensión, lugar de paso y de acogida bajo el buen gobierno de la abuela, genera ese clima. Amabilidad, respeto, paciencia, buenas dosis de humor y tiempo; tiempo para dejar hablar y escuchar. Si lográramos que no se perdieran estos valores, algo esencial de lo que representa el mundo de Perniculás quizá perviviría orientando nuestra acción en medio de tanta incertidumbre. ¡¡Chapeau por esa pensión y sus habitantes!!.

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