Mamá, hay un ruiseñor dormido en la alfombra

Huyendo del viento y la lluvia, el ruiseñor se refugió en la chimenea sin percatarse de que podía resbalar y caer al abismo. Así llegó hasta el salón. Entonces tuvo la oportunidad de explorar cada rincón de la casa: olisqueó las macetas, degustó algunas migas de pan en el suelo, bebió del agua que goteaba del grifo de la bañera, picoteó en las semillas de aquel ramo seco de flores silvestres, olvidado en un búcaro.
Pero el ruiseñor, una vez hubo explorado el desconocido territorio por el que se paseó revoloteando con gozo, y a pesar de que vio que la tempestad azotaba los árboles, doblándolos como juncos, se fijó en aquel agujero en el cielo que aparecía entre dos nubes negras y quiso volar hasta él, libre otra vez. ¡Enseguida¡ Entonces alzó el vuelo raudo y, sin pensárselo, se lanzó hacia la luz que le ofreía la ventana. El choque contra el cristal retumbó en toda la casa y el ruiseñor, hecho un ovillo de patas y alas, quedó sin sentido sobre la alfombra.
No se mató de milagro. Repuesto del susto, más precavido ya, comenzó a visitar las habitaciones ora vez. La casa era grande y tenía innumerables ventanales. A todos se asomó; por todos intentó traspasar el cristal y alejarse de aquel mundo ajeno, en el que ahora, de pronto, se sentía prisionero.
Ante la dificultad de escapar, ya muy azorado, se puso nervioso: iba y venía sin tino, chocando en su huída con las lámparas del techo, contra las estanterías de libros; de tanto en tanto caía al suelo tras un choque brusco.
Cayó una penúltima vez, ahora en el pasillo, y buscó la salida dirigiendo la mirada a la puerta de la calle; el corazón se le salía del pecho y le faltaba el aire en el pico.
Un último intento, se dijo. Y volvió a planear por la casa completamente aturdido. Quizá estuvo así media hora, tal vez más tiempo. Hasta que se posó en la alfombra. Cerró luego los ojos y se quedó dormido.

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