En el arcón de la España vacía
4. Un traje de pana
con muchos bolsillos

Mi madre apretaba con fuerza mi mano y tiraba de mí, apresurada; casi volábamos. Un viento inmisericorde nos empujaba de vuelta hacia el pueblo mientras huíamos de la lluvia que asomaba, en una tromba de nubes, por el Alto de las Cercas. Volvíamos de los Valcurtos, de echarle de comer a los cerdos, y al llegar al juego de pelota, que está en lo más alto, un remolino de polvo nos envolvió por completo, obligándonos a cerrar los ojos. Tropecé y casi me caigo. Yo era un niño de poco más de seis años.

–¡Venga, hijo, que ya falta poco! –me apuró mi madre sin mirar para atrás, mientras yo, soldado a su mano, trastabillé e, inseguro, di varios trompicones… hasta que conseguí enderezarme otra vez.

En el cielo, extraños monstruos tiznados de negro hacían remolinos o corrían desbocados hasta perderse por el horizonte. La amenaza era cierta. Las primeras gotas de lluvia del otoño empezaron a caer. Goterones del tamaño de las uvas que, en una extraordinaria cosecha, había dado la parra ese año, sembraron la tierra de manchas de agua turbia, tiñendo la calle de tristeza. Mi madre miró para arriba y aceleró aún más el paso. No dije nada, pero un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y tirité. ¡El viento arreciaba! Una nueva ráfaga helada nos zarandeó otra vez; las gotas de lluvia, ahora más espesas, acribillaban, como si fueran agujas, mis piernas de enclenque, mi rostro…  que empezó a dolerme.

Llegamos a casa. Mi madre empujó la puerta y entramos. Me dedicó una sonrisa de dulce heroína, me hizo una carantoña revolviéndome el pelo y, tirando de mí hacia la chimenea que aún conservaba el rescoldo del fuego que había encendido aquella mañana, exclamó:

–Vamos a tener que hacerte una chaqueta…

¡Una chaqueta de pana!, pensé.

Apenas habían pasado quince días desde que empezara a ir a la escuela de don Gabriel. ¡Cuántas emociones…! Un nuevo mundo se abría ante mí. No solo porque iba a tener la oportunidad de leer libros o de compartir experiencias y tiempo con los niños mayores, también porque tendría mi primera chaqueta de pana. ¡Con bolsillos por dentro y por fuera, como las que llevaban los hombres!

*          *          *

La sastrería de Florián era una especie de templo en el que siempre había feligreses de cháchara. Allí se reunían labradores y obreros, veteranos de los que exprimen lentamente la vida, y jubilados; los que no tenían nada que hacer y los que, faltos de tiempo, acudían, a cualquier hora, “a escape”, a que les cortase el pelo, afeitase o les tomase medidas para hacerles un traje. Yo la conocía bien. Había estado en ella muchas veces con mi tío. Orientada a poniente, en invierno te morías de frío a pesar del brasero que la señora Gumersinda plantaba en la mitad, cada mañana. En cambio, en verano, el calor la transformaba en un horno. El resto del año la sastrería era una especie de isla de Jauja, un “hogar” singular en el que bajo la batuta de Florián se discutía sin tregua para arreglar el mundo.

En la pared principal, la enfrentada al gran ventanal, lucía un calendario con chica sonriente y feliz, exhibiendo cuerpo y paisaje; y a un metro de esta, a la misma altura, otro almanaque de un año sin nombre mostraba la fotografía de una era en verano, en plena actividad, en un pueblo indeterminado de Castilla. Había, asimismo, un perchero para que amigos y clientes colgasen su boina o el sombrero; y una foto de Florián vestido de militar… Una reliquia mohosa, abombada bajo un nebuloso cristal, encerrada en un marco de madera, que certificaba que el sastre era un buen ciudadano que había cumplido con el deber ineludible de servir a la patria.

Como es natural, no faltaba un espejo. Un espejo muy grande –me parecía a mí– en el que se miraba todo quisqui que pasaba por allí, viniera o no a afeitarse, a cortarse el pelo o a que le tomase Florián medidas para un pantalón. Una radio de galena en lo alto de un vasar, colocado en un rincón, alimentaba, durante toda la jornada, los sueños del sastre-barbero-peluquero y de sus parroquianos. A todos les servía de disculpa aquel chisme para enfrascarse en discusiones pueriles que no acabarían nunca pues, de tiempo en tiempo, surgía siempre “el tema”. Como cuando se contó una mañana que los americanos habían subido a la luna…

–¡Eso es mentira! –sentenció el bueno de Abundio, desconfiado y perspicaz como el solo, entrenado en el oficio de cazar conejos a lazo, a los que espiaba a la salida de sus madrigueras.

–Pero vamos a ver… Cómo van a haber ido a la luna… ¡No veis lo chica que es! Si apenas cabe un pie en ella… –apostilló Perfeto, un mozo viejo, al que no se le conocían amoríos, famoso por haberse puesto a cocer nada menos que dos kilos de arroz en un puchero de un litro.

–No os exaltéis, amigos, no os exaltéis –intervino Florián–. La radio ha dicho –y ahí se hizo el silencio… como si fuera el mismo Dios el que hablase– que el Universo es infinito y que el tamaño de la luna es… más o menos… la cuarta parte de la tierra. ¡Y mirad si la tierra es grande! O sea, que hay terreno por dónde llegar y perderse…

–Además, han ido en cuhete, ¿o es que no os habéis enterado? –intervino, abriendo de golpe la puerta de la sastrería, el cartero, el bien informado amigo Dimas, que sostenía un paquete de telas del grosor de una almohada y un metro y pico de largo; un paquete recién llegado de las fábricas de Béjar.

El cartero Dimas presumía de estar al tanto de todo gracias a su oficio y al periódico Ya, al que le echaba un vistazo de rabiscape antes de entregárselo al párroco, don Juan Andrés, que era el suscriptor.

Discusiones como estas estaban a la orden del día y podían durar siglos. Cualquier noticia era buena para engañar el tiempo en aquel sanatorio de cuerpos y espíritus que era la Sastrería de Florián. Un lugar mágico en el que el sastre trabajaba a destajo y contento mientras oficiaba, a veces de vate, otras como simple hombre bueno y conciliador, rodeado de aquella caterva de ociosos que le acompañaba a diario.

*          *          *

Un día después de la gran mojadura, al volver de la escuela, mi madre me tomó de la mano y allá que nos fuimos, a la sastrería, a encargar la chaqueta.

–Aquí traigo a este… Mire usted a ver… Dice que quiere una chaqueta con bolsillos… Con muchos bolsillos. ¡Como las de los hombres! ¿Qué le parece?

–¿Y por qué no, mujer? El niño tiene gusto, ¿verdad? Pues claro que tendrá sus bolsillos…

–Sí, pero a ver el precio… Que no estamos para bromas.

–No te preocupes por eso; no te preocupes.

El señor Florián dejó sobre el tablero que le servía de mesa las tijeras gigantes con las que estaba cortando las piezas de un traje, se caló sus anteojos en la nariz prominente, se pasó por el cuello el metro de hule, abrió el cuaderno en el que apuntaba escrupulosamente las medidas y las cuentas de todo lo que hacía, salió del rincón que le tenía prisionero entre retales y telas, y, en cuclillas, se colocó a mi altura. Tenía por todas partes retazos de hilos, tejidos, hilachas; como si hubiera estado peleándose con varios muñecos de trapo a la vez.

–A ver, rapaz, separa las piernas… Porque digo yo que también querrás hacerle un pantalón a este pobre niño –alzó la vista para interrogar a mi madre­–. Mira como tiene los morillos de rojos… Para el tiempo que vamos, mujer, necesita un pantalón largo… Que se te muere de frío.

–Pues no había pensado yo en eso… Ya le he dicho que andamos muy justos.

–Tú, por “eso”, no te preocupes. Le hacemos el pantalón y la chaqueta y parecerá un hombrecito, ¿verdad? Además, este relbas promete… Que me ha dicho un pajarito que es un zagal muy listo.

–Muy listo, muy listo… ¡Y muy vago! Eso es lo que es. Pues no me tiene frita don Juan Andrés repitiéndomelo cada día… El cura, que, como usted sabe, no sale de casa, empeñado como está en que sea monaguillo. ¡Pero que perra ha cogido ese hombre! ¿Qué le parece? Que tiene que estudiar para cura, me dice. ¡Para curas estoy yo!

 –Parecerme, parecerme… No sé que decirte, mujer. Ya sabes tú que un servidor y la Iglesia nunca hemos hecho buenas migas.

Mientras tanto, el metro de hule iba y venía del tobillo a la ingle, alrededor de mis muslos, me rodeaba la cintura, el pecho… El sastre me medía de ancho, de alto, la espalda, los hombros. Observaba la medida y la pronunciaba en voz alta, luego apuntaba. Yo me dejaba hacer.

–Bueno, ¡ya está! Dentro de un par de semanas vienes a probártelo. A ver cómo te queda ese traje de pana, malapieza.

Fueron las dos semanas más larga de mi vida. ¡Que manera de soñar! Mi primer pantalón largo… Y una chaqueta con forro de paño y bolsillos por dentro y por fuera. Tendría sitio de sobra para guardar los bogallos, las canicas con los que jugábamos al guá; sitio para la cuerda de bailar la peona, ¡para la misma peona! Para guardar la chirumba si hiciera falta… Bolsillos para esconder las tabas que le birlaba a mi hermana y para las dos perras gordas que me daría don Juan Andrés por ayudar a misa cuando me hiciese monaguillo. Sitio para la navaja que iban a traerme los Reyes ese año; para las pinturas y para la goma de borrar que también me traerían en casa de mi abuela; un bolsillo grande para el tirachinas… Bolsillos, bolsillos… Bolsillos para esos mil arriazos que todos los niños apañan por ahí como si fuesen tesoros. No había empezado el sastre a cortar la chaqueta y ya tenía yo rebosando los bolsillos de anastros.

Por fin llegó el día.

–Cuando vuelvas esta tarde de la escuela, vete por la sastrería… –me dijo mi madre aquella mañana.

Y allá que me fui… Una tarde que nunca olvidaré. Empujé la puerta despacio, asustado, y entré mirando para el suelo…

No era lo mismo ir a la sastrería con tu tío que tú solo.

–¡Hombre, ya estás aquí! Pasa, pasa –me saludó el señor Florián, levantando la vista de la aguja, enredada en hilvanes. –Siéntate ahí, hijo, y espera un momento –apuntó hacia una banqueta que estaba pegada a la pared.

En la sastrería había gente, pero yo no veía a nadie. Tampoco escuchaba lo que unos y otros me decían. Estaba aturdido; solo tenía pensamientos y ojos para buscar mi chaqueta, que no veía por ninguna parte.

Por fin el señor Florián retiró un revoltijo de telas de un estante, apartó un par de bultos más y sacó un pequeño rebujón  acribillado por puntadas de hilo blanco, sin mangas…

–Vamos a ver… Vamos a ver… Abre los brazos –y me embuchó aquel mocho artefacto que sí, sí tenía bolsillos, pero cosidos de cualquier manera, feos, horrorosos. Luego vino con las mangas y me las empotró en los brazos como si fueran dos guantes sin dedos hasta encajarlas en el hombro y prenderlas con unos alfileres.

–¿Qué tal? –Me espetó. –¿Te gusta? No, no te gusta… Lo veo en tu cara… Ah, ya sé: es que tú esperabas tener la chaqueta terminada, ¿no es eso? ¡A qué es eso! Pues para poder terminarla, zagal, antes… Antes hay que hacerte algunas pruebas. ¿O es que quieres que el día que la estrenes se rían de ti porque llevas una manga más larga que otra? ¿Qué, cómo te ves ahora? A ver, a ver… Aquí, la sisa parece que te tira de este lado; habrá que soltar la costura unas puntadas. Pero salvo eso… ¡Perfecta! ¡Sí, perfecta! Yo la veo bien. ¿Tú cómo la ves? ¡Y con muchos bolsillos, como tú querías!

Yo seguía mudo. En un santiamén me quitó el engendro de encima.

–Ala, ya puedes irte… Ah, no. Espera, espera… Se me olvidaba… ¡Tienes que probarte el pantalón! Venga, quítate el que tienes puesto… Ale, ale… No te dé vergüenza, que aquí somos todos de casa.

–Además, para lo que hay que ver –rugió alguien a mi espalda. Después estalló una cascada de risas.

Yo ni oía ni veía; me movía como si fuera un autómata.

El sastre se colocó otra vez ante mí con otro envoltorio en la mano y se agachó.

–Levanta la pierna derecha… Ahora la izquierda.

Tiró de las perneras para arriba y casi me eleva por el aire.

–Oye, oye, zagal. Los pantalones te quedan perfectos. Ni cortos ni largos. Y mira: también tienen bolsillos; uno a cada lado y otro atrás. Para que luego no digas… Y bragueta con sus botoneras, como la de los hombres. ¿Qué, qué te parece? ¿A qué estos te gustan más que la chaqueta?

Mudo, asentí.

–Claro, claro. Estos están, prácticamente, terminados. La chaqueta, hijo, sólo está a medias; apenas hilvanada… Como este país de barullos, ¿verdad Abundio? –buscó con los ojos la aprobación del cazador de conejos–. Bueno, ya puedes quitártelos. Y  a estos –señaló a los parroquianos que se metían conmigo– no les hagas ni caso, que a lo mejor cualquier día tienen que tratarte de Usted.

Me encogí de hombros.

Salí pitando de allí y no paré de correr  hasta llegar a casa.

–¿Qué te ha pasado? ¡Vaya cara que traes! Parece que vienes de un entierro.

–Es que no me gusta la chaqueta. Está toda llena de hilos y los bolsillos son feos. Y las mangas me tapaban hasta la punta de los dedos…

–Pues claro. Para eso has ido a probártela, para corregir los defectos. ¡Ya verás que guapo vas a estar cuando el señor Florián la termine!

Pasaron tres días, una semana; tres días más… Hasta que una noche, cuando volví de la doctrina y el rosario, mi madre me dijo:

–Mira lo que me ha dado Florián para ti.

Y allí estaba el traje de pana, encima de mi cama… Me faltó tiempo para desnudarme y ponerme el pantalón, después la chaqueta. Metí diez veces las manos, por lo menos, en cada bolsillo. Los que más me gustaban eran los dos escondidos por dentro, en el forro. ¡Jo, qué bien olía la pana! ¡Huele que alimenta!, hubiera dicho mi abuela si en vez de pana hubiese sido un guiso de berzas con huesos de espinazo.

En algún rincón de mi mente tengo aún incrustado su olor peculiar. Aquella noche no dormí… O dormí atrapado en mil sueños. La pasé llenando y vaciando bolsillos…  Ranas, lagartijas, culebras, grillos, pardales, pepechines… Hasta el gato de mi tía Felisa. Todo, todo, cabía en ellos.

16 comentarios Añade el tuyo
  1. Como he disfrutado.. me he trasladado a casa de mi abuela donde nos probaban a todas las primas esos vestidos llenos de jaretas y entredoses , llenos de alfileres e hilos, y llenos de rosas e ilusión

  2. ¡Cómo me gustan tus cuentos, Joaquín!!!
    Tus cuentos sobre experiencias de aquella infancia y aquel ambiente rural de la España de los cincuenta, me transporta a la historia personal vivida en la infancia y adolescencia.
    Una gozada,
    Gracias

  3. Extraordinario relato de aquella época Joaquín.
    Me recordó a mi madre una vez en el bosque, andando a castañas y el traje de primera comunión, el primero que tuve, hecho en el sastre, pero con pantalón corto. No era de marinero porque no había dinero y era también para reutilizarlo después en los acontecimientos importantes. El mío, mas triste, no tenía todos esos bolsos que llenaste al momento en tu imaginación.
    Un abrazo

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