Inocentes del Conde, el pueblo feliz

En el pueblo de Inocentes del Conde la gente vivía feliz haciendo camisas. La fábrica que un día montara el alcalde, don Salustiano del Campo y Ribera, Conde de Yeltes, con la ayuda de las fuerzas vivas del pueblo y de otros financieros amigos, marchaba viento en popa. Lógicamente, en la comarca no había paro. El conde exportaba las prendas a medio mundo y los trabajadores cobraban puntualmente su salario… Que no era excesivo, verdad, pero del que tampoco podían quejarse. La vida era entonces para los inocentinos un remanso de paz y una fuente inagotable de alegrías.

            Si había elecciones, don Salustiano ganaba por goleada. ¿Quién iba a oponérsele? ¿Quién podría hacerle sombra después de tantos años de éxito? Y él, para que no se olvidasen de quién les daba de comer, les advertía en cuanto tenía ocasión: “¡Qué bien vivimos aquí! ¿No os parece? Y no en esos países de rojos, comunistas… que se mueren de hambre”.

            Sin agobios económicos, los inocentinos llevaban una vida muelle; dolce far niente, era su lema. Se habían acostumbrado a gozar de la vida sin darle importancia; eso sí, en las celebraciones exageraban un poco y se dejaban llevar por el dispendio. Actitud que les condujo, casi sin darse cuenta, al consumo hasta terminar cayendo en sus garras. Una afición que no percibían como algo malsano o perverso, sino como mero placer; como cuando jugaban al dominó o a las cartas.

            Don Salustiano no solo era su patrón, el alcalde, su confidente y amigo, el padre de todos… También era el proveedor de lo que consumían. Con frecuencia no daba abasto a servirles. No había prenda de vestir, calzado, mueble, artilugio doméstico, vehículo, adorno o cualquier otro abalorio que se anunciase como una gran novedad, que no se le antojase. Todo lo que el mundo creaba llegaba a aquella tierra de Jauja para ser consumido. Cualquier invento del que se tuviesen noticias, el alcalde se lo proporcionaba y ellos lo devoraban como si fueran termitas. En muy poco tiempo sus casas se convirtieron en atestados almacenes, con frecuencia atascadas hasta el techo de objetos, muchos de ellos inútiles. Pero eran felices.

            Mientras tanto, los socios amigos del gran protector le visitaban regularmente en el pueblo y envidiaban sus éxitos. Y entre tanta celebración, sobremesas, copas y brindis por los triunfos del Mago de la Camisería, un día se atrevieron a proponerle repartir beneficios montando ellos también, le dijeron, alguna sucursal de sus empresas. El regidor frunció el ceño y les advirtió de que la gente empezaba a cansarse… “Observo en sus ojos un cierto empacho de tanto comprar… Solo es una impresión, pero… A ver si por cebarlos igual que a las ocas acabamos matando la gallina de los huevos de oro”, conminó a sus ilustres amigos. Pero ellos no creyeron que fuera para tanto e insistieron en que todavía había margen. “Además, la publicidad y las ofertas hacen milagros”, alegaron. “Si les ofrecemos un 2×1, un 3×1 y hasta un 4×1 si hace falta, no van a poder resistirse”, corroboraron con una sonora carcajada.

            Y así fue como, seducidos por las gangas, las ofertas irresistibles  y varios trucos más… los habitantes de Inocentes del Conde terminaron definitivamente embobados, comprando y comprando sin ton ni son, sin saber qué es lo que hacían ni por qué. Pero eran felices.

            El mundo, por entonces, vivía sumido en una ola de euforia. El Dios del Consumo parecía tener todo atado. Sus gurús publicitarios, incansables proponiendo mensajes, eran tan eficaces que los inocentinos, además de trabajar y trabajar, consumir…, consumir y trabajar, se abonaron también a varias plataformas televisivas; así  llenarían el tiempo de asueto que aún les quedaba. Y así fue. En cuanto salían del trabajo se enchufaban a ver partidos de fútbol, series o se repanchingaban en un butacón para seguir con verdadero fervor aquellos programas absurdos de cotilleo, modelo gallinero.

            Andaban en esto, haciendo horas extras como locos para poder consumir más, cuando don Salustiano regresó de uno de aquellos viajes que hacía a la capital del imperio para desfogarse. Nada más bajarse del coche se fue al consistorio y le faltó tiempo para ordenarle al alguacil que echase un bando convocando a su pueblo en la plaza para una reunión “que tendrá lugar”, le dijo, “esta misma tarde, a las cinco”.

            “A una hora muy torera, el muy cabrón”, recordarían, años después, algunos de los asistentes al acto.

            Y a las cinco y dos minutos, efectivamente, el secretario asió con fuerza el cerrojo, lo giró, y las dos puertas del balcón principal del consistorio se abrieron de par en par para dar paso a un exultante don Salustiano del Campo y Ribera, Conde de Yeltes.

            El regidor vestía elegante, como si aún estuviese de fiesta en Madrid. Aunque algún perspicaz asistente observó que por debajo de su retorcido bigote le caracoleaba, enredada en sus labios, una sonrisa de áspid, o quizás fuera solo ratonera; pero sonrisa al fin. Mas, parecía tan forzada, dijeron, que le enturbiaba la cara, desfigurándosela un tanto. Sin embargo, desde lejos, su aspecto era el de un ángel bienhechor; sí, daba el pego, pareciéndose más a un hombre feliz y cordial que al inminente traidor en que se iba a convertir; todavía parecía uno de esos hombres que en todo momento saben lo qué quieren. Mas era evidente –y así lo relatarían muchos vecinos en años sucesivos– que el retrato que ofrecía el camaleónico don Salustiano era el de un gran impostor; el de su soez fingimiento para ocultar lo nervioso que estaba.

            Don Salustiano miró durante unos segundos al pueblo allí convocado. Estaban todos. ¿Quién se atrevería a desairarle? Con lo que este prohombre había hecho por ellos… Abrió las dos manos, que hasta entonces las había mantenido cerradas y tensas como si fueran dos garras, y, apoyándolas en la balaustrada de hierro, carraspeó primero, se aclaró la voz después, y empezó, finalmente, a decirles lo que ya se sabían de memoria:

            “Os quiero; ya sabéis cómo os quiero. ¡Sois cómo unos hijos para mí! Gracias a vosotros este pueblo es uno de los mejores lugares del mundo para vivir…” Y bla, bla.     Se paró en seco, aguardó unos cinco segundos… hasta que todos estuvieron pendientes de él y sus ojos, que refulgían como el fuego y, como si hubiera hecho explotar una bomba, anunció:

            “¡Cerramos la fábrica! Sí hijos míos, la cerramos. No nos queda otro remedio… Los tiempos cambian… Las cosas no van tan bien como deseamos que fuesen ni como estamos dando a entender por ahí…  La globalización nos impone nuevos retos… Así que hemos decidido trasladarnos a China”.

            “¡A China!”. “¡A China!”. “¡A China!” se oyó como un eco que luego sería una nube, una tempestad de murmullos cubriéndolo todo. Una sombra tan compacta y oscura como la que forman los pájaros que emigran y estallan en un alboroto cuando alguien los espanta de su refugio en los álamos. Luego, el silencio; un silencio aterrador cayó sobre Inocentes del Conde como un caldero de fuego.

            “Sí, sí… Mis queridos…, mis queridos, mis queridos convecinos… Hijos míos… Pero no, no os preocupéis”, continuó diciendo. “Tendréis vuestro paro… Una importante indemnización. Habrá jubilaciones anticipadas… En definitiva, estoy convencido… Creo que… Creo que estoy en condiciones de poder afirmar que vais a vivir, incluso, mejor que vivís ahora. Con el mismo nivel de renta y sin tener que trabajar… Je, je. Eh… ¿qué os parece?”

            Aturdidos, los inocentinos no daban crédito a lo que acaban de oír; con los ojos saltándoles de las órbitas se miraban y no se veían. Estaban estupefactos, sin saber qué decir; se sentían ahogados en su propia garganta, que, de pronto, se les había quedado tan seca como un río en el desierto. Nadie era capaz de articular una palabra… Hasta que alguien grito:

            “¡¡¡Pero si Usted odia a los comunistas!!! ¿Cómo es que se lleva nuestra fábrica a China?”

            Y en ese momento un rayo de luz culebreó entre la masa, les recorrió y zarandeó a todos el cuerpo, y… ¡Hasta les hizo pensar! Pensar. Aunque por poco tiempo, pues la falta de costumbre y las muchas aficiones que tenían… habían hecho mella en ellos, dejándoles en una especie de limbo intelectual, sin ideas ni pensamiento. Cuando quisieron reaccionar ya estaban otra vez como el río desbordado que, después de corretear unos días por la vega, vuelve a su cauce. El chispazo de lucidez apenas les duró diez segundos.

            Entonces volvieron la vista, a dónde estaba el alcalde, para que, al menos, les consolase; pero este ya se había dado la vuelta y se iba para dentro. Don Salustiano desapareció en la penumbra mientras el secretario se apresuró a cerrar el balcón. La función había terminado.

            El silencio en la plaza seguía siendo tan espeso que podía cortarse con un cuchillo. Desde hacía décadas, los inocentinos no sabían hacer otra cosa que no fueran camisas, ¿qué harían ahora? Pues… Quizás… Lo más fácil… Seguir consumiendo. Su dueño y protector les acababa de anunciar que les aseguraba un subsidio importante, la indemnización correspondiente y, a muchos de ellos, la jubilación anticipada. Además, tenían sus huertos. Aquellas vegas feraces que un día abandonaran para ser empleados de Corte y Confección Salustiano, SL y que ahora, con tiempo y sin prisa, podrían hacer revivir otra vez.

            Como pensaron que no les iría mal, el enfado apenas les duró unas semanas; la ofuscación que al principio les generó malestar, no hizo demasiada mella en ellos y otra vez la rutina y el dolce far niente se apoderaron de sus vidas hasta el punto de que se olvidaron de quejarse. Se cerró la fábrica en las condiciones que el alcalde había dicho y ellos siguieron, tan tranquilos, aparentemente felices, disfrutando de las rentas y las subvenciones acordadas.

            En muy poco tiempo, y tras ciertos ajustes emocionales y económicos, volvieron a las andadas; vivían intensamente el día a día. Sí, sí… Oían, escuchaban –aunque no le daban importancia– los cantos de agoreros y sirenas que anunciaban desastres periódicamente, crisis económicas, el desplome de la bolsa, el aumento del paro, el desbordamiento demográfico, las oleadas por miles de inmigrantes; guerras y más guerras; las amenazas de Donald Trump a China y a todo aquel que no le siguiese; la invasión del turismo masivo hasta convertir las ciudades en parques temáticos e invivibles; la destrucción irreversible de los bosques y la consiguiente desertización, el envenenamiento del agua y la atmósfera… Pero a los inocentinos les parecía tan lejano todo esto que el posible colapso del planeta Tierra les resbalaba como el agua resbala sobre el lomo de los peces.

            Enfrascados como estaban en sus juegos y aficiones consumistas, apenas se enteraron de que había un nuevo habitante en la tierra: ¡un virus! Un virus letal que campaba a sus anchas por China y que, según los peores augurios, amenazaba con colonizar el mundo entero. Mas ellos estaban a salvo, ¿quién se atrevería a traérselo a casa, a aquella isla feliz? Pero el virus llegó… ¿Quién lo trajo? Quién iba a ser… ¡Don Salustiano! Don Salustiano del Campo y Ribera, Conde de Yeltes, el Señor que les daba y quitaba la vida y que, en esta ocasión, en el último viaje a China para un control rutinario de la fábrica vino cargado con el misterioso regalo.

             Los inocentinos empezaron a enfermar. Don Salustiano, el primero; que se salvó por los pelos para seguir diciendo a quién quisiera escucharle que todo volvería a ser como antes, en cuanto recobrase las fuerzas para viajar otra vez al país comunista.

            Sin embargo, en el pueblo se hacían cada día más preguntas. El adalid del rencor y del odio a la ideología de los chinos, no tenía reparo en seguir haciendo negocios con ellos ¿Cómo era esto posible?, se preguntaban. Y no solo eso, sino que “la guerra del virus” había puesto de manifiesto que no solo Inocentes del Conde, sino el resto del mundo, dependían del país oriental.

            Mientras tanto la gente caía como moscas…  Aunque lo peor no era morirse (que sí lo era, claro) sino sobrevivir y no tener argumentos ni armas para replantearse la vida porque en aquel pueblo feliz, la Jauja más feliz del Universo, se habían convertido en seres medio lelos; en unos parásitos sin formación ni pensamiento, atrapados en hábitos y leyes tan idiotas como la del mínimo esfuerzo. Pensaban… Pensaban poco, es verdad… Ahora luchaban… Luchaban para encontrar esa idea que les guiase al futuro, con la que poder revertir la nueva situación y una forma de vida que habían descubierto que hacía agua por todas partes como un barco viejo.

            En estas estaban cuando desde la capital del Imperio les llegó la noticia de que el Gobierno había ordenado una rigurosa cuarentena en todo el país, la reclusión absoluta por tiempo indefinido. Ahora tendrían tiempo de pensar, se consolaron. A ver si por fin encontraban la fórmula para deshacerse de su amado/odiado vampiro don Salustiano, y, de paso, de todos “los salustianos del mundo” que llevaban años y años conspirando para que, como los habitantes de Inocentes del Conde, la humanidad se volviese idiota.

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