La seducción de hacer pozas

El invierno se presentó de improviso: rachas de viento, primeras heladas y nubes enormes más negras que el carbón. Mi padre fue a Viti al mercado, y además de aceitunas y un kilo de sardinas, a mí me compró unas botas de goma. Aquella misma noche abrimos la caja al lado del fuego. Estaba expectante. El viento ululaba al rozar con las tejas, gemía en la claraboya y, cuando se colaba por la chimenea sin querer, escupía un humo negro que nos obligaba a toser. Las katiuskas relucían en el suelo, al lado de la plancha de hierro candente sobre la que se asentaba la lumbre. Mi madre freía las sardinas; su olor se mezclaba con el de las botas nuevas. Las botas, forradas por dentro con cotón, invitaban a ponérselas ya. Ya. El forro era blanco y suave; mi mano infantil lo tocaba acariciándolo, me acercaba y lo olía… Con la nariz percibí aquel calorcito con el que empecé a soñar.

Quisiera ponérmelas ya. ¡Ya, ya! ¡Ojala llueva mañana, pensé en ese instante.

¡Y llovió! Llovió durante toda esa noche y varios días más como llueve en otoño en Perniculás: con el aire gallego arrastrando montañas de nubes, haciendo temblar los aleros y el cielo descargaba torrentes; llovió a cántaros.

Igual que si hubiese llegado el diluvio universal, amaneció aquel miércoles: charcos y goteras por todas partes.

Antes de salir para el parvulario de Fidela –una cuadra habilitada al efecto con unos tablones corridos asentados sobre tocones de encina–, mi madre me hizo una carantoña, me acercó a su regazo y me leyó la cartilla: “A ver donde te metes hoy, hijo… que llevas botas nuevas. Ten cuidado, no vayas a romperlas. Nada de subirse a la leñera de la Givanisa o a la de la señora Perfeta, eh, que enseguida le haces un siete. ¡Y ojo con los charcos! ¡No se te ocurra andar por ahí… a pozas!”, me advirtió, preocupada y muy seria. Luego, sonriendo, añadió: “Anda, vete ya; que llegas tarde… Y no olvides lo que te he dicho. Que como mojes el cotón, echas las botas a perder; el cotón se pudre enseguida, se rompe… y no hay quien pueda sacártelas luego. Hala, dame un beso.”

Cogí mi cartera de infante parvulario, minúscula, y esquivando las boñigas de vaca, el barrizal (algo casi imposible), los charcos y los regaterones desbordados… pude llegar sin mayores contratiempos a la escuela de Fidela. ¡Como fardaba con mis botas de goma nuevas!

Pasé la mañana como pude, nervioso; más pendiente de mirarlas todo el tiempo que de cantar la tabla de multiplicar, que era lo que hacíamos normalmente. Pero cuando sonó la campana de la iglesia anunciando la una, la hora de irse a comer, y Fidela abrió aquel portón por el que un río de luz inundó la penumbra, el hormiguero de niñas y niños que éramos -tantas horas enjaulados- salimos corriendo como caballos desbocados  en todas las direcciones… Corríamos como esos ratones a los que el labrador con su arado acaba de destruirle la casa; cada uno por su lado…

Tanta emoción por la libertad recobrada y la huída de aquel cuchitril hizo que me olvidase de las botas por completo, de las consignas de mi madre y de todos los peligros. Ahora, todo lo que no fuera chapotear en los charcos, competir con los amigos a ver quién era más valiente, quién saltaba más en el barro o quién esperriaba mejor, no existía.

Al subir por la cuesta del Molino, el agua bajaba hacia el río por varias regateras; en ese momento aún lloviznaba… “¿Hacemos una poza?”, propuso Calixto, el hijo de la señora Puñetas.

Y allí nos paramos. Dejamos la cartera al abrigo del portón del molino, nos arremangamos, colocamos una lancha de pizarra en posición vertical en medio de una de las regateras y amasando barro con hierbajos, fuimos colocando la mezcla alrededor de la piedra para sostenerla. Con nuestras manos de juguete, pero como expertos obreros especializados en levantar muros, íbamos acumulando puñados de barro con urgencia en torno al pedrusco para atajar cualquier fuga de agua; volvía a llover fuerte. Luego echamos también rollos, más piedras a modo de contrafuertes y así, poco a poco, luchando denodadamente contra la corriente que destruía al instante lo que hacíamos, aquello tomó forma de embalse, a punto de ser inaugurado por Franco; un señor del que se hablaba a diario en la sastrería-peluquería del señor Fulgencio, pues salía todo el tiempo por la radio.

Mientras tanto, la ropa y el alma se nos iba empapando de agua y emoción. La presa crecía…

Funcionaba, ya tenía reculaje… Por eso no cabía esperar más, había que probarla. Tocaba explorar, cuánto antes, cómo era de profunda. ¿Quién se mete primero? Camilo, que es el más chulo. Luego Sindo. Yo, yo mismo. Jere.

Allá voy… Con sumo cuidado avancé por aquella regatera que era un cañón entre escarpadas montañas; avancé despacio, midiendo al milímetro y observando como subía el agua bota arriba hasta quedar a cinco centímetros del borde, a punto de saltar al cotón. Me paré. Pero aún puedo ir un poco más lejos, pienso entonces. Un poco más, un poco más, un poco más… El agua estaba ahora a un centímetro escaso de saltar sobre el blanco inmaculado del forro. ¡Qué emocionante!

Entonces alguien grita: “¡La presa, la presa… La presa se rompe!” Y miro hacia el fondo, hacia donde el agua empieza a resquebrajar nuestra obra de arte. Es solo un segundo, un instante, el tiempo que el pie necesita para resbalar un milímetro… Y una catarata de agua penetra hasta el dedo meñique bañándolo todo, empapando calcetines y cotón.

La poza revienta. El agua se lleva hacia el río nuestro juego y esfuerzos; allá van calle abajo las fantasías de un grupo de niños de apenas 4 años; el misterio arruinado de una hermosa aventura.

Por el oeste se acerca un nuevo frente de nubes; Perniculás vuelve a cubrirse con un manto negro. La lluvia arrecia otra vez.

NOTA.-
Y para muestra este ejemplo: LA PRIMERA ESCUELA AL AIRE LIBRE DE ESPAÑA

 

 

 

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