Hubo un tiempo en el que en la posada de mi abuela se esperaba a Juan Blanqueras como se espera al agua de mayo. Él traía el maná que alimentaba los sueños. No solo porque en los dos maletones gigantes que transportaba en su vieja bicicleta cabía de todo (ligas y encajes, medias de cristal, bragas, calcetines y calzoncillos, pañuelos, botones, hilos, agujas, navajas, perfumes, picardías…) sino porque, en cada visita mensual a Perniculás, le traía a mi madre el folletín que su hermano, después de haberlo leído, le remitía desde El Cubo de don Sancho.
Pero no me pregunten el título ni de qué trataba. Solo tengo un vago recuerdo y una foto velada en la memoria. En ella apenas distingo a mi madre de pie, leyendo en medio de la cocina. No creo que tuviera yo entonces más de cuatro años.
El buhonero Juan Blanqueras solía llegar a la caída de la tarde y mi madre, nada más percibir su presencia, salía a recibirle.
–¿Trae usted el libro? –le imploraba desde el portalillo.
–Sí, hija, sí; aquí está. ¡Impaciente, que eres una impaciente! –le reñía con dulzura, mientras le entregaba un envoltorio que sacaba del bolsillo interior de su pelliza.
No era propiamente un libro; más bien parecía una revista sin gracia, desvaída de color, un tocho de fino papel enrollado. Pero mi madre alargaba la mano emocionada y, como si lo que recibía fuera una reliquia, lo cogía con cuidado y lo transportaba hasta el vasar de la cocina, donde lo depositaba hasta que pudiese leerlo tranquila, después de cenar, que era cuando, libre de oficios, podía relajarse.
Entonces tomaba aquel rollo de fino papel cebolla, se colocaba debajo de la bombilla que colgaba de un hilo negro, y comenzaba a leer en voz alta. Todos callaban. Mi abuela, mi tío, mi tía y aquellos arrieros y vendedores ambulantes, engatusadores y perseguidores de sueños, que esa noche, casualmente, pernoctaban en la posada. También el señor Juan escuchaba.
Mi madre, ante tan insigne concurrencia, se animaba. ¡Se encendía! Y, como si se hallara sobre el escenario de un teatro de verdad, arrancaba a los personajes de las hojas con su voz para hacerlos revivir allí mismo, un honor que le hacía a mi abuela, que siempre estaba presumiendo de su hija y pregonando por ahí que mi madre, de moza, había sido “muy teatrera”.
Los asistentes, entre tanto, apenas rebullían. Pero su imaginación volaba. Cada frase que mi madre pronunciaba era una extraña mariposa que les revoloteaba en el oído, invitándoles a soñar. Los protagonistas de la historia escapaban del folletín y se ponían a danzar entre la nube de misterios que envolvía toda la estancia.
Las palabras encontraban su acomodo en el chisporroteo de la lumbre. Cualquier gesto que hiciesen los presentes, ya fuese un aspaviento risueño o de alivio, aunque breve, se replicaba con chispazos en el fuego. Al contraluz del llamear, hipnotizados por la voz poderosa de mi madre, viajeros y familia ponían caras de asombro o complacidas, según de qué pensamiento tirase el hilo. La lectura les estaba enredando de tal forma que en su mente revivían los recuerdos más antiguos: desde una aventura olvidada a la huella indeleble que les dejara un viejo amor.
Hasta que alguien, de pronto, dejaba escapar un agudo suspiro y el silencio se quebraba como cuando se rompe un cristal.
Entonces la cocina se transformaba en una plaza pública, un guirigay de voces obligaba a mi madre a dejar de leer. Surgían discusiones y otros cuentos; los más impacientes estaban, ya, contando el suyo.
–Pues a mí me ocurrió un día que…
–Pues yo, a la entrada de Retortillo, en la cuesta que baja hacia el pueblo, me encontré con…
Todos revivían de pronto y se ponían a fantasear con sus particulares aventuras, aquellas que más les habían marcado en su ir y venir de trashumantes. Los de casa se reían y asentían complacidos, o pedían aclaraciones, más detalles.
¡Y ya no había más folletín ni más lectura aquella noche! Mi madre señalaba con un lápiz el capítulo por el que continuaría al día siguiente con nuevos invitados, colocaba un trozo de papel para marcar bien la página y cerraba con pesar su tesoro, el regalo de su hermano, un extraño libro en el que todavía entonces cabían todos los sueños.
(Continuará)
Capítulo 7. La tinaja y la pasión de la beata
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©La fotografía que ilustra este cuento es de Inmaculada Garrido.
!!!Ayyyy, Joaquín !!!
Qué relato tan tierno y tan bello…
Remueve las fibras sensibles del interior.
Me imagino a tu madre señalando con el lápiz y marcando con el trozo de papel su tesoro. ! Pura delicadeza!
Un claro ejemplo de lo que Irene Vallejo señala. El papel de las mujeres en la economía de los cuidados incluye también el del mantenimiento, transmisión y desarrollo del lenguaje.
Precioso relato, como todos los que nos regalas.
Muchas gracias
Un fuerte abrazo
Precioso Joaquín. Me encanta tu Madre. El corrector la puso con mayúsculas y así la dejo, grande!!
Muchas gracias, Joaquín.
Como siempre un disfrute.
Un abrazo.
Sigue contándonos relatos tan bellos.
Yo no sé la vida de estos años pero como lo cuentas para leer es muy agradable, te crea mucha imaginación:))
Hay silencios germinales. El que se hacía en la pensión cuando la madre del niño se ponía a leer es de esa naturaleza: hacía posible que las palabras, en la voz de la mujer, abrieran el imaginario del público que la escuhaba y el cruce posterior de historias… De niños nos pasaba algo parecido: la espera, el silencio, el asombro, alimentaban las historias que los mayores nos contaban y nuestra fantasía. Con esos y otros hilos, se va tejiendo, como en la pensión del relato de Joaquín, el rico y acojedor universo de «gente peligrosa». ¡¡Qué placer!!.