A los montañeros el ruido les asusta; y más las aglomeraciones. Por eso, quizá, el último sábado solo ocho correkas acudimos a la cita. Nos lo tomamos con humor; y aún temiendo lo que podía suceder en la excursión programada en la sierra de Aracena, nos fuimos para allá. Más que un día de montaña podría ser un día de tíos vivos y folklore entre domingueros. Se anunciaba un encuentro de “migas solidarias” en el pueblo de la Umbría y ya se sabe que todo lo que huela a comida –sea lo que sea, que se puede yantar– atrae al personal más que la miel a las moscas.
Planificamos la marcha saliendo de Puerto Moral, en las inmediaciones del Cortijo de la Madrona, con el fin de evitar los atascos de coches que, seguro, iban a producirse en el pueblo y su entorno, donde se celebraría el evento “miguero”. El camino era llano, dulce y propicio para la calcetinada y la charla. Hablamos de las últimas elecciones autonómicas andaluzas, muy por encima, dada la disparidad de criterios y el hastío que a la mayoría le produce esta desconexión entre pueblo y políticos. Algunos contamos, para los que no estaban informados aún, nuestra peripecia particular del domingo electoral, 2 de diciembre.
La mañana avanzaba, como el sol, que venía luminoso, entre olivares antiguos, dehesas con ganadería extensiva y bosques de encinas y alcornoques. A uno, que pertenece al mundo rural por su origen, le sorprende todavía la emoción que ciertos urbanitas experimentan cuando descubren una piara de cerdos, una boyada de vacas, un rebaño de cabras o de ovejas… Es como si la esencia animal que cada uno lleva dentro aflorarse con fuerza y viniese a decirle que “estos (los animalitos) son de los tuyos también; vamos, tu misma familia”. Y luego está el miedo a lo desconocido. Viene una cerda recién parida a husmearte y tú acercas la mano para acariciarla… Hasta que alguien te grita por detrás: “¡Eh, ten cuidado, que muerde!” ¡Santo cielo!, pero si el cerdo y los humanos nos parecemos bastante… en los genes, no vaya a escandalizárseme alguien. ¿O no es verdad? Prueba y observa que con un solo gesto amistoso, una carantoña, la marrana se derrite.
El día discurría entre dehesas, tapiales, alambradas y toda clase de animales que nos miran asombrados al ver que alguien llega por allí por su propio pie, no en un tractor, ni en un todo terreno, furgoneta o en moto… Los animalitos del campo han olvidado que los humanos caminan. Como los urbanitas, que piensan que a pie ya no puede irse a ninguna parte. Ah, solo los perros se empecinan en romper la armonía y el silencio con sus ladridos de alarma y de miedo. Luego, cuando se cansan de importunar, nos miran también expectantes, como las vacas o las cabras. ¡De dónde habrán salido estos marcianos!, parecen preguntarse.
Caminar. Caminar es lo nuestro. Pasamos por la Umbría como el que huye del diablo; olía ya a puchero y a fritanga en la sartén, a probadura de chorizo. Remontamos sin darnos respiro en la Sierra del Drago por un camino empedrado, tan antiguo como el imperio romano. Siempre que uno pisa estas lajas moldeadas por el patear de animales y personas se imagina aquellos tiempos lejanos en los que se iba de un lado a otro en buena comparsa, mozos y mozas arreando ganado camino del mercado que había en Aracena cada primer martes de mes, por ejemplo. Se imagina a los labriegos de la zona acarreando productos de la tierra: costales de trigo, serones de aceitunas, banastas de frutas, sacos de castañas para comerciar en las ferias.
Superado el collado de la sierra, bajamos hasta las inmediaciones de la fuente del Gato, donde nos desviamos a la izquierda por un sendero empinado que nos condujo, medio kilómetro después, al pico Santa Bárbara (847 metros) donde hay una ermita inacabada, hoy convertida en mirador. Abajo, el pueblo de Higuera de la Sierra reverberaba lechoso y espléndido bajo el sol otoñal como un gran espejo conformado por diminutas partículas de mica. Por la carretera N-433, una serpiente infinita de coches, avanzando a paso de caracol, se adentraba camino de Aracena, bien en pos de las migas de la Umbría, bien para refugiarse en alguno de esos pueblos, pintorescos y nobles, que se reparten entre los bosques y montes que conforman estos pagos.
Tras solazarnos un rato y tomar el habitual tentempié al lado de un rudimentario observatorio astronómico móvil, un planisferio que gira y que, según el mes y la noche en la que te pones a mirar, te indica cómo ver, acá y allá, las estrellas, descendimos a Higuera, buscando el sendero que por la izquierda, cerrando ya el círculo, nos devolviese a la Umbría donde pensábamos saborear las migas y otros manjares que a buen seguro iban a ofrecérsenos.
A nuestro paso seguía abundando el ganado: piaras de cerdos ibéricos hozando a sus anchas, sobre todo. El camino seguía estando limpio y salvo en algún instante de duda, todo era previsible. En las inmediaciones del cortijo de la Carpintera empezamos a encontrarnos familias que ya ahítas de migas salían a dar un paseo para ayudarle a su estómago a hacer la digestión. Llevábamos 14 kilómetros de marcha y todo era fácil; subíamos, bajábamos y volvíamos a subir para girar a la izquierda, ya claramente enfilando a la Umbría donde llegamos pasadas las dos de la tarde.
¡Qué gentío! Como era previsible, legiones de hormigas desparramadas por la pradera que había delante del pabellón de deportes tenían colapsado el paisaje. El día lucía espléndido. Mesas y sillas, utensilios de playa o cualquier otro artilugio que hiciese más confortable el almuerzo, adornaban aquel campo que, seguramente, horas antes había sido un mar de silencio. Y así lo sería después, al atardecer, cuando volviese la soledad a habitarlo.
Pero ahora era un océano de bullicio. La romería lucía en todo su esplendor. El gran banquete estaba en pleno apogeo. Comprabas un tique –dos euros por plato– y te ponías a la cola para que te sirviesen una ración abundante de migas, de probadura de chorizo, pastelitos, que de todo había por allí. A la solidaridad, ya se ve, no le faltaba de nada, ni imaginación. El dinero recaudado, nos contó alguien bien informado, sería destinado en esta ocasión a atender las necesidades de un par de familias de la zona, “que lo están pasando muy mal”, precisó.
Nosotros desplegamos también nuestra manta y nos entregamos al ritual de degustación, con cerveza incluida. Pero en la Umbría, como su propio nombre indica, el sol se esconde enseguida y deja al pueblo en penumbra. Entonces refresca. Y esta fue la disculpa para levantarnos. Después de compartir chocolate y castañas con algunas de las personas que estaban sentadas cerca de nosotros, reemprendimos la marcha, antes de lo deseado pues el ambiente era aún como para no perderse detalle de tanta animación como había por allí.
El regreso hasta el punto de partida, donde habíamos dejado los coches, lo hicimos relajados por el mismo camino. De modo que el grupo se fue atomizando en dos, tres grupos más; en cada caso, supongo, se habló “de lo suyo”. A mí me gusta escarbar en el alma, en esos rincones que esconden sentimientos y a veces obstruyen la razón, por eso me entretuve, con quien compartí la última hora del viaje, jugando a averiguar qué posibilidades tenemos los humanos de ser felices, aunque solo sea en dosis pequeñas e instantes.
En fin, al concluir la jornada, después de haber hecho 18,5 kilómetros, celebremos el día de montaña tomando un café en una venta mientras acordábamos que el futuro sería nuestro… Al menos mientras pudiésemos compartir unas migas.
Gran día por lo que veo, amigo.
He sentido la descripción de la marcha como si la hubiese realizado contigo.
Ese vocabulario tan campesino y cercano; ese disfrutar del aire, la hierba, el ganado, el paisaje…ese escudriñar de los pensamientos y de las almas…
Un abrazo