El avión se eleva entre relámpagos y truenos, dando bandazos, zarandeado por el viento, y nosotros, pesarosos aún por no habernos quedado algún día más en Mongolia, lamentamos la precipitación y la inoportuna tormenta. Podríamos estar ahora recibiendo al sol en la estepa, observando el despuntar del alba a la puerta de una yurta… Pero no, estamos aquí, encerrados en este CA902 de las líneas aéreas chinas, en manos del azar y del buen hacer del piloto. Menos mal que las nubes se alejan hacia el norte, los rayos cesan y el cielo vuelve a ser azul. Ahora tenemos las verdes llanuras a los pies y pensamos solo en el futuro; el presente es el desierto de El Gobi que se acerca por el este; la calma retorna otra vez… Allá vamos, camino de China.
Habíamos decidido irnos así porque el tren que une Ulán Bator con Beijing, (antes Pekín) hace este trayecto una vez a la semana solamente; aguardar a que saliese suponía cambiar de planes, además de alargar el viaje. Y aunque el sueño siempre fue ir en tren de Moscú a la capital china, nos pareció más razonable olvidarnos de esos 1.533 kilómetros últimos y pegar “el salto” en avión. Otra opción hubiera sido coger un autobús y pasarse día y medio dando tumbos por unas carreteras en pésimo estado. Además, compartiríamos el viaje con personas que, por lo que cuenta las guías, abusan del espacio en común, apropiándoselo; hombres, sobre todo, que practican, según dicen, hábitos poco saludables, como es el de escupir a troche y moche. En resumen, que los compañeros de viaje que las guías nos auguraban no parecían ser los más recomendables, nada que ver con aquellos que uno sueña para recorrer largos trayectos: discretos, respetuosos, educados y amenos.
De modo que optamos por lo práctico. En poco más de una hora sobrevolábamos ya Beijing. Una bruma parda envolvía a la capital china que apareció borrosa, aparentemente inane, envuelta en la negrura de la polución. La contaminación era tan fuerte que, una vez aterrizamos, desapareció el sol; el astro rey se ocultó de nuestra vista y hasta cuatro días después, cuando despegamos para regresar a Madrid, no volvimos a encontrárnoslo.
Beijing, aseguran sus habitantes, vive la mayor parte del año bajo una niebla sucia, atrapado en el ruido infernal que generan 6 millones de automóviles y con su inmenso corazón de megápolis agitado, a punto de estallarle siempre. Los 21,5 millones de personas que lo pueblan, acelerados y con prisa, se desplazan por millares en sus coches, en el metro, en autobús o en los miles y miles de ciclomotores y bicicletas eléctricas, consustanciales al paisaje; son como las hormigas de un gigantesco hormiguero recorriendo todo el día carriles interminables sin rumbo fijo. ¿O sí lo tienen? Sí, se supone que sí; porque los pekineses –ya se sabe lo hacendosos que son los chinos– siempre van a alguna parte, ¿verdad? Y es en este transitar continuo, acelerado, in crecendo desde que murió el Gran Timonel, Mao, donde las gentes de Beijing están mutando, pasando de ese estado natural, más propio de la especie humana, a comportarse como seres tecnológicos, casi programados (además de envenenados), convirtiendo su ciudad en un lugar inhóspito, casi invivible.
Respirar resultada a veces muy difícil en Beijing, la piel se reseca y los ojos están permanentemente irritados; son muchos los pekineses, hombres y mujeres, que ya se han acostumbrado a llevar continuamente mascarilla. Su plaza más emblemática, Tiananmen, la cruza de este a oeste una avenida de diez carriles, colapsados todo el día por hileras infinitas de automóviles. Y acceder a esta plaza es como entrar a una cárcel de alta seguridad: cámaras térmicas, control de mochillas y varios filtros policiales más. Otro tanto sucede si uno desea visitar la Ciudad Prohibida, contigua a Tiananmen, y Sancta Sanctorum del turismo local e internacional que llega a China.
En Beijing, el Poder se percibe como el camaleón que no duerme, siempre camuflado y acechando a la presa. Si la iconografía es comunista –control, disciplina, censura, uniformidad–, dentro de sus rascacielos, o en esos inmuebles de dimensiones mastodónticas, se esconden las galerías comerciales más sofisticadas del mundo, en las que marcas exclusivas y tiendas de lujo tienen su hábitat. Por ellas se pasean excéntricos multimillonarios llegados desde todos los rincones del planeta buscando alguna ganga exclusiva de “un millón” de dólares.
Hay mil detalles más que bien cabría observar sobre el “singular” poder comunista en esta metrópoli –centros de negocios, automóviles, multinacionales del perfume o de la informática, del ocio– pero, quizá sea la exaltación del consumo –junto Shangai, Beijing se ha convertido en el imperio del móvil y del lujo sin desmerecer en absoluto de las deslumbrantes París, Londres o Nueva York– lo que mejor define a una sociedad como la china, insaciable y desbocada (si se me permite emplear este término), inmersa en una carrera devoradora de recursos y, por lo que hoy se observa, dispuesta a conquistar el mundo no importa a qué precio.
Dos chinos empalagosos
Acabábamos de pisar tierra en el imperio de los mil años y por ahora nada nos resulta indiferente. Asombrados, recorremos el aeropuerto de 3,25 kilómetros diseñado por Norman Foster para gloria de los Juegos de 2008, celebrados en Beijing.
Como si se tratara de un dragón, el increíble edificio repta entre hangares y pistas de aterrizaje deglutiendo en su interior, con absoluta normalidad, las riadas de gente que llegan por decenas de miles cada día hasta superar los 95 millones de pasajeros al año. Sus bóvedas de cristal y acero, así como los grandes ventanales, le dan al edificio un aire liviano, de aparente fragilidad, que, obviamente, no es más que un efecto óptico. Sorprenden su funcionalidad y ergonomía. De hecho, en el proceso de resolver todos los trámites de entrada al país nunca sentimos agobio. Tampoco percibimos que los turistas se estresaran en medio de tanta aglomeración, tal es la amplitud de los espacios. ¡Y eso que los pasajeros llegaban en oleadas, formándose decenas de colas continuamente!
Rellenamos la ficha correspondiente, mostramos los pasaportes, fotografiaron nuestra cara, abrimos las mochilas… Todo dentro de ese orden práctico que los chinos consiguen sin que se les levante un solo pelo. Un tren subterráneo nos condujo al exterior en unos minutos… Ya en el gran hall del aeropuerto, antes de salir, donde cada uno elige el medio de transporte con el que ir a la ciudad, vivimos nuestra primera ‘aventura’ china.
Un turbio cambista, exhibiendo un fajo de billetes en la mano, se ofreció a cambiarnos los euros: No muy lejos de él, un policía le miraba y sonreía al mismo tiempo, mientras el cambista persistía en su empeño; además no paraba de hablar. Como un perro sabueso, el insólito banquero, agitaba los yuanes en la mano derecha… ofreciéndonos, obviamente, un cambio mucho mejor que el de la oficina a la que nos habíamos acercado a preguntar. Pero él insistía e insistía… 10 yuanes y pico frente a los 8 oficiales. Por momentos, el cambista se transformaba en esa mosca que no para de revolotear a tu espalda, se posa en el hombro o te besa la oreja, halagándote el oído con lo beneficioso de su oferta. Se te metía en la nariz, o te envolvía con su aliento, oprimiéndote el cuello. ¡Y dale que te pego con que sus yuanes eran buenos! Así hasta que nos dirigimos a la entrada del metro, después de haber cambiado en la oficina. Y entonces llegó otro chino…
Este tenía un taxi; era un taxista aficionado, es decir, pirata, que se ofrecía a llevarnos al hotel a mitad de precio. ¡La verdad es que era ridícula la cantidad que pedía! Pero nosotros, siempre cultivando ese espíritu que acrisolaban los antiguos viajeros, habíamos ya decidido que al hotel nos iríamos en metro, explorando subterráneos y estaciones, sin importarnos tirar de maletas, subir y bajar escaleras, arrastrar el equipaje por interminables pasillos… Por unos pasillos y estaciones con rótulos en chino que ¡a ver cómo nos las arreglábamos! También este voluntarioso conductor rogó lo suyo, no vayan a pensar. Incluso estando en la cola para comprar los tiques del metro, nos acompañó hasta el final como si fuera uno más del grupo; fiel y concentrado como el portero ante el penalty que hasta el último segundo no se tira, permaneció a nuestro lado. Luego, cuando vio que teníamos ya los tiques, nos dejó en paz.
El desayuno chino
El hotel Mongolia, ¡qué paradoja, acabábamos de dejar aquel país y ahora nos adentramos en las tripas de un hotel con su nombre!, se mostró al salir del metro ante nuestros ojos como un muro gigante, casi tocando el cielo. Llevábamos una hora intentando descifrar carteles, rótulos de estaciones, averiguando el funcionamiento de taquillas automáticas…, cuando al salir al exterior… ¡por fin!, lo descubrimos. ¡Ya era hora!, dijo alguien a mi espalda; alguien que seguramente hubiese votado por la compañía del taxista que se empeñaba en traernos al hotel.
Dentro ya del edificio nos sentimos perdidos; pequeños. Demasiadas moquetas y dorados. Y un cierto regusto rancio-antiguo que, a mi entender, mitigaba el esplendor que algún día tuvo el hotel. Desde nuestra habitación orientada hacia el oeste, en la planta once, mirando por la ventana imaginé la puesta de sol; escudriñé el horizonte, pero la invariable boina negra que día y noche envuelve Beijing me la ocultaba. Mientras, a nuestros pies, riadas ingentes de seres humanos iban y venían en todas las direcciones, sorteando los semáforos y los pasos elevados que salvaban el cruce de dos grandes avenidas; era el escenario perfecto para un primer contacto “desde arriba” con el pueblo chino. Fue como si alguien me hubiese hipnotizado, no podía dejar de mirar… Al fondo, Tiananmen y la Ciudad Prohibida.
Del Mongolia, la experiencia que cabe recordar son los desayunos; ese cuento gastronómico que se vive a diario, al despuntar la mañana, en la planta baja del hotel, en un comedor de mil metros. ¡Ay, los desayunos! Para empezar, hace falta imaginarse a varios cientos de personas llegando a partir de las seis, apresuradas, ávidas de reponer fuerzas y a la vez pensando “¿qué desayuno esta mañana que no probé ayer?” “¡Cuidado, a ver si hoy no me paso!” “Um, me comería una doble ración de rosbif y así no tendría que parar a mediodía a comer” En fin, un amplio abanicos de curiosos pensamientos que, al final, nunca se cumplen, pues son muchas los personas que “enloquecen” ante tanto manjar, platos de los que uno puede servirse a voluntad; y la voluntad, en cuestiones gastronómicas, ya se sabe, prácticamente no existe.
Como es autoservicio, el primer día que uno acude a este templo del desayuno se pasa media hora inspeccionando, tratando de averiguar qué hay aquí o allá, a qué sabe cada cosa… ¿Y eso, con ese color tan raro, qué es? ¡Jo, también hay espaguetis! ¡Y cordón blue! ¡Y fruta tropical! ¡Y de temporada…! Y, y, y… De modo que uno empieza, siendo prudente, por los caldos humeantes, las verduras, los potajes… y sigue en la mesa de al lado descubriendo las salchichas, los huevos fritos o pasados por agua, las omelettes, las carnes y los pescados cocinados de una decena de formas diferentes. ¿Qué, exagero? Vayan, vayan y comprueben. Y más allá, un amplio abanico de arroces, las pastas, las patatas cocinadas al estilo Kumiku, afamado chef de Shangai, o de Yi Jie, cocinera del hotel. El pan, la bollería, la pastelería, los dulces, los cereales de importación… ocupan un lugar especial, también. En otro rincón está la fruta llegada de todas las partes del mundo (¡viva la globalización!) y la propia de este inmenso continente que es Asia. A continuación han colocado los yogures, el kéfir, y algo más allá el café, el té, las infusiones. Finalmente, en varios espacios aparte, estratégicamente situadas, hay una amplia variedad de vajillas en las que no falta ni una pieza; no faltan los tazones, las tazas, varios tipos de vasos, los cubiertos para cada manjar… Ni una minúscula cucharilla o los singulares cacitos para servir salsas se les ha olvidado a estos chinos poner.
Pero para que esta exhibición de manjares sea perfecta, una legión de mujeres y hombres, vestidos de uniforme, vigilan y se ocupan de limpiar, de recoger… Reponen, alisan o quitan los manteles. O acuden presurosos allá donde se ha produce un “accidente”.
Siempre están pendientes de que la presentación de las mesas no se altere o se altere lo menos posible; de que la comida esté caliente, o, si se trata de ensaladas, que estas se mantengan frías. Con un ojo avizor para que los manjares no se esparzan… Que hay clientes que acuden a desayunar medio dormidos y legañosos, malhumorados (que es aún peor) y se ponen a echar en sus platos lo que sea, mecánicamente, derramando la comida.
También los cocineros y ayudantes van y vienen de vez en cuando a ver si el caldo mantiene la temperatura, si las verduras humean o si los huevos pasados por agua se han quedado fríos. ¡Uf, qué trajín! ¡Y cuanto cansa, también, ver cómo come la gente, con qué ansia! Aunque no todos los clientes, es cierto, se comportan de igual modo. Un grupo importante, sin duda, acude al desayuno siguiendo su rutina de siempre: un primer café con leche, un plato de fruta, otro café, quizá, y una pizca de bollo-chino… “Por eso de que estoy en China”. Pero esto no es tan frecuente como que el cliente devore varios platos.
Uno de esos días que tuvimos la fortuna de disfrutar del espectáculo del desayuno en el hotel Mongolia, se sentaron a nuestro lado dos hombres de mediana edad, chinos (preciso su procedencia porque, lógicamente, un hotel como este, a veces, parece la ONU), cada uno portando dos platos y un tazón de caldo oscuro. Con los palillos se afanaban, mostrando una gran habilidad, en cazar de forma alterna la carne mechada cortada en rodajas y una especie de croquetas que luego sumergían en el tazón. Como llenaban demasiado la boca, cogían con la mano libre el tazón, metiendo el dedo pulgar, y sorbían… ¡No vean qué trabajo…! Hasta sudaban. ¡Y nosotros también de verlos! Por momentos se atascaban pues no les daba tiempo a engullir todo lo que engullían… ¡y otra vez a sorber! Así hasta que nos fuimos.
Siempre procurábamos sentarnos en una mesa desde la que el espectáculo se pudiera ver mejor. En ese lugar estratégico nos dedicábamos a elucubrar, a cortar trajes, a inventarnos vidas. ¡Qué historias tan maravillosas nos atrevíamos a crear! Esa mujer sola, de aspecto triste, enfundada en una falda gris y una rebeca, que va como una autómata, toma un tazón de caldo, unas verduras y desaparece por dónde ha venido sin dejar el menor rastro, ¿quién será? ¿Una monja? Puede que sea una intelectual, una científica abstraída, totalmente absorbida por el estudio de mil millones de chinos, para los que no encuentra una explicación lógica y por eso no descansa, ni duerme, ni está en el mundo. Pero… ¡Pero por ahí llegan los enamorados de ayer… que, ojerosos y felices, sonrientes hasta el tuétano, transpirando felicidad por cada poro, se disponen a dar buena cuenta de lo que serían tres desayunos; bueno, ella toma medio porque las chicas, ya se sabe, tienen más cuidado comiendo. No todas, es verdad. Pero si una mayoría, y más si están enamoradas. Él no, él devorará lo que le echen. No como otros… Que además de engullir y engullir, llenan la alforja, la mochila o los bolsillos. Cualquier cosa que tengan a mano será buena para poder meter en ella un par de huevos duros, dos sándwiches de carne mechada, fruta, un par de yogures y algún bollo. En fin, es el espectáculo, ¡el gran teatro!, el grandioso despertar de cada día en un hotel gigantesco de 18 plantas y 400 habitaciones; el divertimento más sublime que nos propicia esta cosmopolita marabunta del turismo que inunda el mundo en la actualidad. ¡Como somos los humanos y cuán fielmente nos retrata la comida cuando la creemos gratis!
¡Ah, ah!, ahí van esos niños con su mamá que comen más con los ojos y las manos que alimentos meten en la boca. “¡Ea, pequeño, no toques eso!”, le dice el camarero, en chino, sonriendo como sonríen los vampiros, mientras le mira fijamente al cuello efébico. Mira, mira… ¿Y ese ejecutivo aturullado, a donde va? Ya lo vimos ayer, y le pasó lo mismo. ¡Llega tarde a la reunión! ¡Siempre agobiado! ¡Qué vida! Sudoroso, agotado por esa mala noche que ha pasado, sin haber pegado ojo, perdido en el océano de la tabla de cálculo, arrastrando el maletín… Un maletín que le pesa, ¡cómo pesa!, hasta el punto de hacerle caminar encorvado. Llega a una mesa cualquiera, deja en la silla su “trasto” y sin perder un segundo de tiempo acude a donde está el café. Vuelve con la taza y sorbe, no se sienta, lo remueve nervioso con la cucharilla… El atormentado ejecutivo sigue de pie mientras la feria del comedor, como si fuera un alegre tiovivo, celebra el milagro de desayunar cada mañana. Mas el ejecutivo ya ha echado a correr; a él, el milagro de la vida, ¡el banquete del desayuno!, no le importan nada. “Ya desayunaré cuando me muera…”, quizá piense.
Así, así es ese salón de desayunos del hotel Mongolia; un lugar para vivir un puñado de vidas cada día sin necesidad de salir a la calle. Pero nosotros teníamos intención de visitar la Ciudad Prohibida y allá nos fuimos. Andando, andando… Hasta que una marabunta nos envolvió, ya en la cercanía de Tiananmén, y nos entró el pánico. Huimos. Decidimos volver al día siguiente, más temprano…
El sueño de la Ciudad Prohibida
Son las siete de la mañana y Beijing sigue inmerso en esa bruma sucia que lo ata. Mientras, nosotros, ansiosos por descubrir sus misterios, alimentamos la prisa y salimos del hotel decididos a ser los primeros en llegar a la Ciudad Prohibida. Pero, un centenar de metros antes de la entrada ya nos percatamos de que nuestro plan no es original y otros muchos cientos de personas han pensado lo mismo. Arrastrados por la gente, avanzábamos abducidos entre nubes de móviles que lo fotografían todo. Grupos de escolares y adolescentes con banderolas caminan a las órdenes de monitoras de uniforme que les conducen hacia el mito: ¡La Ciudad Prohibida! Esa ciudad, en otra época santuario del gobierno imperial y de la Casta china, que hoy es, básicamente, una caja recaudadora.
¡Ni de respirar tenemos tiempo! No puedes pararte. Si te detienes a mirar, o alargas el cuello para fotografiar lo que ni siquiera puedes ver, corres el riesgo de ser aplastado; o de que te arrastre una espiral humana en la dirección que no deseas. Has de estar atento si no quieres perder de vista a los tuyos. Acercarte a una inscripción, a un gong, a la campana de bronce que recuerda una victoria, a una escultura…, o simplemente mirar a través de una ventana o de una puerta (el acceso a las distintas dependencias ha sido suprimido) requiere algo de suerte y esfuerzo… Y mucha, mucha, decisión para apartar los cuerpos que te preceden. Así que optas por lo más sencillo: alzas los brazo y haces una foto al tuntún para concluir pensando que “ya lo veré en Internet”.
Calor humano. Bochorno. Agotamiento. Sed. Cualquier cosa menos gozar de ese recinto imperial grandioso, único, impresionante. Sí, sí, demasiada gente… Ya, pero es la vida, el turismo de masas, la nueva religión que nos pasea por el mundo a precios ridículos, llevándonos de acá para allá como a muñecos empaquetados por las agencias de viaje, mientras nos lavan el cerebro en el proceso para que nos entretengamos viendo cosas que no entendemos ni vamos a entender jamás pues no nos darán tiempo a “estudiarlas”, pensarlas, a interiorizarlas.
Y así fuimos recorriendo aquellas magníficas plazas en las que es fácil imaginar la arenga a los guerreros, los discursos del emperador, los festivales, el teatro del Poder. Así vimos de lejos, en un relámpago, los palacios, los singulares edificios a los que nos asomábamos de refilón y deprisa, haciendo fotos y más fotos, sin poder dejar de pensar (al menos yo) que todo aquel poder absoluto que la Ciudad Prohibida encarna se alimentaba entonces de la sangre del pueblo oprimido que, no muy lejos de allí, moría de hambre; justo al otro lado de la muralla y los estanques imperiales.
¡Si es que no cabíamos! ¡Y el 99,99% de personas eran chinas! Solo algunos despistados como nosotros (americanos u occidentales) habían tenido la ocurrencia de irse el mes de agosto a visitar el recinto imperial. Clubs de ancianos, Asociaciones de amas de casa, Amigos de la tierra, de las artes marciales; grupos de excursionistas llegados desde los rincones más apartados del país… ¡Toda China estaba allí!
Después de medio día siguiendo el hilo invisible que tiraba de nosotros, tal y como habíamos entrado –rodando y a empujones– nos fuimos acercando a la salida. En uno de los muchos quioscos de bebida y chucherías que hay desperdigados entre plazas y dependencias, pudimos conseguir unas botellas de agua fría para combatir la deshidratación. Agua, coca-cola, zumos… ¡Todo estaba agotado! Avanzamos, ya repuestos, hacia la última puerta y, una vez fuera, respiramos. Entonces, el mundo se ensanchó y, aunque seguía habiendo legiones de chinos por todas partes, la visita a los estanques imperiales fue otra cosa. Aguas de color lapislázuli y nenúfares, barquichuelas con guirnaldas, barcos de recreo, templos… Y hasta un bello templete incrustado en uno de los lagos donde hombres y mujeres de todas las edades se citan a diario, cada tarde, para practicar bailes de salón… ¡Allí nos quedamos! Nos sentamos en un banco y… ¡Hala, a ver bailar! ¡Qué arte!
No fuimos a la muralla china al día siguiente porque estaba lloviendo y, temiendo una avalancha en las escalinatas resbaladizas, el personal de recepción del hotel nos aconsejó evitar la excursión. “Mejor vayan ustedes otro día. Quizá hoy estén cerrados los accesos”, nos dijeron. El reparo que teníamos a vivir otra experiencia como la de la Ciudad Prohibida se esfumó. Cambio de planes.
El viajero siempre entiende que el viaje es interior; no le importa tanto cumplir con las recomendaciones de las guías como sentirse a gusto. Tomar conciencia de donde uno se halla es importante. ¡Hay que interiorizar las experiencias del viaje! Y así ocurre que, muchas veces, viajamos y al volver, al cabo de algún tiempo, no recordamos nada o casi nada de lo vivido. De los viajes deberíamos quedarnos con las huellas emocionales; con aquellos recuerdos que por la razón que fuere se nos grabaron en la mente. La primera vez que estuve en Roma visité decenas de iglesias y museos… Hasta que un día me harté y le dije a Juan, mi amigo, con el que compartía el viaje: “Yo me voy al sol, tú haz lo que quieras”. Entonces éramos mochileros y no teníamos demasiados problemas en arrumbarnos en cualquier parte. “Me voy a la plaza Navona, a ver qué pasa”. Y, efectivamente, de todo lo que conocí, leí y escruté en aquel paso por Roma, lo que mejor y más recuerdo, ¡lo que más satisfacción me produce, todavía, al recordarlo!, son las experiencias que allí tuve… ¡Vivir como un lagarto al sol de Roma…! ¡Y ligando! ¡Ay, qué tiempos aquellos!
Y es que uno no puede verlo todo y retenerlo… De modo que el viajero procura aclimatarse al ritmo del reloj que mide el tiempo, sin importarle demasiado a dónde va o de dónde vine, regatea las circunstancias, y acepta (y entiende) que ir a la Ciudad Olímpica de Beijing (como así hicimos), en lugar de a la Gran Muralla, no tiene por qué generar frustración.
Fue un acierto acercarnos a ver la asombrosa arquitectura del parque olímpico. Mientras recorríamos aquellos espacios abiertos, rodeados de construcciones singulares como El Nido (estadio olímpico), la Torre de observación (mirador) y otros edificios, todos increíblemente originales, como el Cubo de agua, la lluvia cribaba, tenaz, la capa de contaminación; el aire parecía más limpio. Se respiraba mejor. Admiramos la arquitectura. Hice fotos. Y observándolas después en la pantalla de la cámara, revivió en mí con fuerza el gran Camille Pissarro y sus cuadros increíbles de las calles de París, abigarrados de color, luz y reflejos.
Las familias que paseaban por allí como nosotros, vestidas de fiesta, luciendo chubasqueros luminosos y paraguas, eran toda una alegría para la vista. Si les fotografiabas, sonreían. La lluvia no cesaba y cuando el sol quería salir se inventaba un arco iris. Así pasamos unas horas deliciosas, casi en soledad, hasta que decidimos marchar a conocer un nuevo mundo, uno de los distritos financieros de Beijing, para seguir admirando la nueva arquitectura. A estas alturas, el metro era ya para nosotros algo familiar que descifrábamos casi automáticamente. En un pispás estábamos mirando, boquiabiertos, los increíbles rascacielos.
Completamos el día gozando de esa arquitectura imposible que los genios arquitectos van sembrando por las ciudades del mundo. La torre de la televisión china es uno de esos edificios que hay que ver. Son dos “eles” invertidas que se besan en lo alto, a 234 metros de altura. Tiene 44 plantas y aunque no es la más alta (sí la más admirada), sobresale sobre todas las demás por su forma y originalidad.
Como siempre: llegamos, disfrutamos de las vistas, leemos nuestras notas, hacemos las fotografías de rigor, y luego emprendemos el camino de regreso a pie hasta el centro de la ciudad o al hotel; incluso si estamos extramuros, en la periferia, nos gusta volver andando aunque para ello tengamos que emplear varias horas. Es la forma de descubrir las ciudades: caminando.
Durante tres, cuatro o más horas husmeamos por los barrios y así, en Beijing, nos topamos, sin pretenderlo, con el barrio de las embajadas: calles tranquilas vestidas con un tupido arbolado, jardines y parques solitarios; una especie de pequeños paraísos a los que los tocados por los dioses podrán acudir a solazarse. Así es Beijing, una suma de ciudades. Conocerlas, requeriría toda una vida. Pero nosotros no teníamos tiempo para más.
En el avión de regreso a Madrid, cada uno a su manera, los viajeros se entretienen tejiendo el mapa del viaje y ordenando los recuerdos a la vez que hacen recuento de las muchas experiencias que han vivido. En mi caso, el deseo es recopilar, ordenar los hechos y volcarlos en ese saco nuevo que he dispuesto para no olvidarme nunca de esta maravillosa aventura: Viaje en el Transiberiano, o si lo prefieren, por eso de ser más preciso: Viaje en el Transmongoliano.
Al contrario de cómo Julio Verne concluye su Miguel Strogoff, yo prefiero señalar que esta crónica en 8 capítulos tiene solo la intención de evocar lo mucho bueno y todo lo que hemos disfrutado… Porque, los sinsabores, las fatigas o esos desencuentros que siempre surgen en el grupo, ya se sabe, los dulcifica, si al fin no los diluye, el paso inexorable del tiempo.
Me encanta…💖
Bravo!
Me ha encantado el viaje y su filosofía de viaje.
Gracias Joaquín por hacerme participe de ésta aventura a través de tus crónicas viajeras.