A las siete estamos en pie. Por primera vez, en lo que llevamos de travesía, el desayuno es un bufé. Y no sé por qué se me ocurre que el ágape será un espectáculo. “¡¿Todo esto es nuestro?!”, pregunta la frágil Libélula a Manuela, nada más entrar en el comedor al que ya hemos llegado el Wikipedia y un servidor (somos los primeros). Manuela es la camarera que va a estar pendiente de que no nos falte de nada. Y Manuela le responde, sonriendo: “Bueno, de momento es del hotel”. Luego ya se vería que era “nuestro” en verdad pues, a pesar de que los manjares eran muchos y abundantes, acabamos, prácticamente, con todo.
Desayunar con bufé es peligroso. Más de uno se descontrola y luego se pasa el día penando con la tripa atascada. Lo digo porque he visto, no pocas veces, en esos hoteles de ilustres cadenas hoteleras, muy conocidas, a los que acuden en masa los clientes del IMSERSO, cómo la gente llena a rebosar varios platos que luego apenas toca pues de sobra es sabido que se come más con los ojos que con la boca. En nuestro caso no ocurre así; tenemos un día duro por delante de marcha y consumiremos toda la energía que podamos reunir. Pero, aun así, da gusto ver a esta pandilla de 14 comensales gozar de las rebanadas de pan con mantequilla, aceite, aguacate, tomate, lonchas de jamón… Sí, somos como termitas hambrientas que, luego, durante la ruta, transformaremos los nutrientes en watios de energía.
Nuestra mesa se transforma de golpe en un revoltijo de vasos, tazas y platos encarambillados. Se forma una cola junto a la tostadora del pan mientras Manuela no da abasto para repartir café solo corto de café, café solo americano, café solo con una nube de leche, café con leche mitad y mitad, café normal (“¡por fin!, uno normal”, percibo que suspira Manuela), café manchado, café… Y luego vienen los tés: verde, rojo, negro, amarillo… Ah, y las infusiones… Y la leche con cola-cao… ¿Por qué no? Cada uno desayuna lo que le da la gana si el hotel lo permite.

Pero Manuela no se siente mal por tener que atender a tanto pedigüeño; al contrario, no para de reír mientras va y viene derrochando simpatía. ¡Nos quiere! Somos simpáticos, dice, y nos disculpa los malentendidos dado nuestro origen sureño que es normal que en algunos momentos choque con la idiosincrasia asturiana. También nosotros tratamos de hacerla feliz contándole historias de luz y misterios andaluces, de ese mundo, tan diferente, al que pertenecemos; tan distinto al de aquí.
Desayunar nos lleva su tiempo. Hablamos todos a la vez; es decir, somos un babel de lenguas y opiniones. Como más de uno está un poco sordo, entre los que me incluyo, con frecuencia gritamos más de la cuenta. El revoltijo de voces reverbera en el salón y se expande como un eco de ecos que retumba. Callo de pronto y me pongo a observar; miro en derredor… Y pienso que nos estamos haciendo mayores, un poco maniáticos tal vez, un poco descontrolados también a la hora de elegir manjares y platos. Supongo que esto es normal, humano y, a esta edad, cuando nos acercamos o sobrepasamos los 70 años, nos es fácil perdernos y, más aún, desconectarnos de la realidad. Lo asombroso es la energía que derrochamos. Y lo importante es que el desayuno es una fiesta de la que salimos ahítos de comer y felices. El día va a ser largo y hay que ir preparados.

Nos recogen los taxis en el parquin del hotel a las nueve menos cuarto para ir a Melendreros, donde habíamos concluido la etapa anterior. Pero, para evitar recorrer otra vez una parte del camino, los coches nos dejan en las inmediaciones del refugio de Fayacaba. En total, la distancia será hoy de unos 15 Km y 500 metros de desnivel positivo acumulado.
El sendero, como siempre, discurre entre prados y bosques antiguos; en esta ocasión entre hayas y acebos, abedules, cabañas para el ganado, casas de pastores rehabilitadas… Atravesamos campos de helechos también y de aliagas sorprendentemente agostadas, amarillentas por el mucho calor que ha hecho este verano, en Asturias también.
Como somo un grupo numeroso de personas mayores, sorprendemos; llamamos la atención cuando nos encontramos con gentes del lugar en esos predios perdidos allende montañas. Un lugareño con ganas de hablar, que está preparando un asado de cordero junto a la cabaña que tiene en el prado –un rincón mágico al abrigo de unos riscos– nos aborda al pasar. De dónde somos. De dónde venimos. A dónde vamos. Él nos cuenta que está asando un cordero mientras espera a sus invitados para una fiesta familiar. Nosotros también le contamos. Al final nos invita a “sidrina”, pero no al asado (jejeje) que ya se ve cómo va cogiendo color en el horno inventado por él, un artilugio construido con un bidón de hojalata, de aquellos que servían para transportar el gasoil en los pueblos para los tractores.

Prácticamente, durante toda la marcha, los horizontes que se muestran a la vista son espectaculares. Lejanos. El cielo azul, despejado de nubes, nos permite contemplar las cumbres más altas; al este, los Picos de Europa y al suroeste las montañas de Galicia y de León.
El último tramo de esta cuarta jornada, a partir del pueblo de Pando, hasta llegar al puente del Arco en el río Nalón, es el hilo de un sendero empinado, enterrado literalmente en un impresionante bosque de castaños. Luego, una vez que cruzamos al otro lado del río seguimos su curso y, a llegar a Entralgo, subimos kilómetro y medio hasta el hotel.
Los primeros en concluir hoy la ruta hemos sido el Emérito, el Wikipedia, el Estoico y yo. Tras una ducha rápida, bajamos al comedor dispuestos a devorar lo que sea. Estamos hambrientos; son las tres y media de la tarde y… ¡Y Voto a Bríos que hemos almorzado de lujo!

El hotel Canzana dispone de varios comedores y están todos llenos. Es domingo, día de celebración. El griterío nos aturde. En general, los humanos cuando estamos de fiesta nos venimos arriba. Los españoles, un poco más que otros pueblos, pienso yo. ¡Tan expansivos que somos! Así que es normal que después de haber transitado durante más de cinco horas en silencio, en medio de bosques milenarios, inmersos en la más pura naturaleza, ahora nos hiera la catarata de ruidos que nos rodea. Mas lo veo como una experiencia más que enriquece el viaje. Viajar es lo que tiene: puede estar uno perdido entre de elevadas montañas por la mañana y al mediodía sobrevivir malamente a la marabunta de voces de un restaurante, donde la confusión y el trabalenguas es más intenso que la experiencia de Babel. Por eso siempre defiendo que lo que nos ocurre ¡todo! hay que asumirlo como parte del viaje de la vida, en la que a nada cabe renunciar.
Tras la sobremesa, el descanso. A última hora de la tarde me apunto para jugar una partida de cartas. Salimos a la terraza. Desde aquí las vistas del valle del río Nalón y de Pola de Laviana asombran. El cielo está azul, despejado, y el sol que se escurre buscando el oeste juguetea con los montes de enfrente y los edificios sembrados por sus laderas, provocando reflejos calidoscópicos y juegos de luces fugaces mientras las sombras avanzan.
Los comensales se han ido; la ruidosa sobremesa ha dado paso a esas horas de calma y a un plácido atardecer. Solo el hilo musical del hotel que ameniza los espacios comunes interrumpe los ecos de conversaciones pausadas y voces que saltan entre las mesas vacías como duendes. Los que vamos a jugar las cartas ya estamos listos. Mis compañeros de juego me aceptan, aunque no sea jugador habitual. De hecho, no se inmutan cuando alego que casi he olvidado cómo se juega al Continental, pues no he vuelto a tener un naipe en mis manos desde el viaje a Madeira que hicimos en julio del año pasado. Supongo que todos pensamos que lo que se aprende no se olvida.
En la partida participamos seis: Antonio, el Conseguidor, Encarna, la Alegre Croupier, Mara, la Chica de la Umbrela, María Dolores, la Riñona, África, la Feliz Mariposa y un servidor, al que, ¡cómo no! han bautizado ¡faltaría más!, con distintos apodos; el Coloradito, entre otros, o el más común y habitual de El Plumilla. Jugamos. No empiezo bien. Nada más comenzar meto la pata y la Crupier, mostrando su gran corazón, ruega a los compañeros de juego me disculpen y permitan que corrija el error. Aceptan. Pero, lo que son las cosas, según avanzamos en el juego “me suelto”, la suerte empieza acompañarme (la suerte que, dicen, tiene el novato) y les gano. ¡Les gano! Y no hay tiempo para más; las partidas del Continental son tan largas que acabamos exhaustos.

Antes de ir a acostarnos, el Duende Mr. Bean nos ha preparado una sorpresa. Nos invita a visualizar un montaje que ha hecho, de unos 13 minutos, con las fotos del viaje que él y su amada, la Avispa, hicieron el último otoño a Japón. Aceptamos con gusto. La gobernanta del hotel, una dama resuelta y esbelta como una gacela, nos prepara el equipo de TV para que podamos ver esa obra de arte que nuestro amigo Mr. Bean ha tenido la generosidad de transportar hasta aquí para complacernos.
La verdad es que el “documental” está entretenido. Fotos, música y rótulos, pero sin voces, se ajustan al ritmo adecuado en perfecta armonía japonesa. Tanto, que a más de uno nos han entrado ganas de viajar al país nipón.
Celebramos lo que hemos visto con aplausos y vítores. Hacemos la inclinación de rigor al estilo japonés ante los autores de este regalo y nos despedimos dándonos besos y abrazos para irnos a dormir. No todos, porque algunos deciden seguir un tiempo más jugando a las cartas; a un nuevo juego, nada que ver con el continental; más intelectual, según dicen.
(Continuará)