Diario de una gallina

 

Me cuenta mi dueña, la abuela Delfina, que ha tenido que ir a no sé qué oficina para hacerme un carnet. Me lo cuenta enfadada mientras yo picoteo el puñado de granos que acaba de echarme en el suelo, sobre la pizarra pulida por el paso del tiempo y el uso. Se le nota cansada. Me relata que esta hasta los pelos del moño de tener que lidiar con ineptos burócratas que lo único que saben del campo es que existe. Porque en la ciudad, dice, no entienden nada de nada, ignoran nuestras razones y forma de vivir, haciéndonos perder el tiempo mientras se dedican a enredar con eso de la España vaciada de los cojones. Así lo suelta ella: “¡La España vaciada de los cojones!”

La abuela tiene carácter. Ya se ve. Y para desahogarse y no darle con su bastón un mamporro al funcionario de turno que se ríe “mirándome como un bobo” me explica, se pone a desgranarme sus cuitas mientras picoteo ahora en la boñiga que acaba de soltar delante de nosotras la vaca Lucera que campea a sus anchas aquí, en el corral.

“Ahora, hija” –me habla como si fuera mi madre–, “tiene que venir un no sé quién a inspeccionar dónde duermes, dónde pones los huevos, de qué te alimento o si pasas frio o calor”. Ella, que me adora, no da crédito a todas las tonterías que tiene que hacer para que no me sacrifiquen o le prohíban que venda mis huevos porque no cumplen la ley. “¡La ley!” –casi grita la abuela!– “¡La ley que se inventan unos señores que no han visto jamás una gallina! ¡La ley! ¡Así es como quieren impulsar la vida en el mundo rural!”, estalla mi dueña.

Luego se levanta del poyo en el que estaba sentada y se aleja refunfuñando, se vuelve a mirarme y desde la lejanía me manda un gesto de cariño. “Ay, Candelitas, ¡cualquier día te exterminan!”

En los ratos que echa charlando conmigo, como el que acaba de echar esta tarde, me habla de tiempos pretéritos y de cuando en casa criaban varias camadas de pollos. De cómo le gustaría volver a tener una vaca más y un par de cerdos; quizá algunos conejos y desde luego cuatro o cinco ovejas… Es decir, “volver a la vida de antes”, precisa. Volver a vivir como vivían sus padres, abuelos, bisabuelos…

“¡Pero eso se acabó! ¡Se acabó! ¡Se acabó, Candelitas!”. Porque ahora, me explica dominada por la rabia, necesitas un capital para vivir en un pueblo. Olvídate, continua, de pensar en autoabastecerte y disponer de los productos que la naturaleza te ofrece. Olvídate de tener animales domésticos para el gasto diario. “¡Necesitas montar una industria!”, restalla, volviendo a excitarse. Te exigen que comprar maquinaria, levantar una nave industrial, construir acomodos acondicionados como se fueran habitaciones de hotel.

La abuela Delfina, rumia que te rumia, me mira compungida y me asegura que cualquier día me quitan de en medio. “¡Y yo no podré hacer nada por ti, porque ellos son los que mandan!” De modo que me alecciona para que tenga cuidado y la precaución de esconderme si veo a alguien trajeado llegar con un maletín. Hija, Candelitas, te harán desaparecer como desaparecieron los perros, los burros, los pájaros, las vacas de los corrales, los marranos, las huertas en las que sembrábamos de todo…

“¡Fíjate ahora! En cuanto te descuidas te cascan una multa de 3.000 € por haber plantado patatas donde no debías; o sea, donde ellos –¡Ellos, esos monstruos de la ciudad!– consideran que, según el satélite que nos vigila, ese terreno es de secano y ha de quedarse machorro, cuando durante generaciones y generaciones ha sido siempre un huerto feraz.

Bueno, os dejo por hoy. Ya me desahogado. Pero la cosa pinta mal. Por lo que se ve, solo les interesa la España vacía para montar sus granjas gigantescas que todo lo pudren y corrompen. Cárceles en las que miles de cerdos, cabras, gallinas, ovejas, ranas… ¡Sí, ranas! viven hacinadas cuando a su alrededor hay centenares de hectáreas por las que no campa ni un alma. ¡Oh, paradoja! Prefieren las cárceles, a propiciarnos salud y libertad para los que aún resistimos aquí.

“¡Anda que les den!”, concluye mi dueña antes de alejarse, remangándose el mandil, al tiempo que se agacha, mete la mano en el nidal, y retira, aun caliente, el último huevo que acabo de poner.

 

 

 

6 comentarios Añade el tuyo
    1. Me gustaría conocer a Candelitas, antes de que la fumiguen. Seguro que tiene muchas cosas que contarme.
      Gracias Joaquin.
      Hay que ver, la suerte que tienes, con las amistades tan diversas que te realcionas.
      Amigo Albert. Tu no tengas ninguna prisa, que de todas formas va a llegar y yo espero que sea dentro de mucho.

  1. Que alegría leerte y un relato tan de pueblo. Yo he soñado con poner un gallinero en mi casa del pueblo…. No me dejan.

    Un abrazo

  2. Cuanta razón tienes!!! Es tremendo lo difícil q se lo ponen a los agricultores o a los habitantes. Partido rural para las próximas Europeas!!!

  3. Joaquín qué bien escrita tu carta, estamos hartos de tanta regulación de temas que ni conocen ni nunca los han vivido.
    A mi estas regulaciones me molestan e indignan.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *