Mientras sesteábamos el sábado pasado en la cumbre del Morrocano (Parque Natural de Grazalema, Villaluenga del Rosario, provincia de Cádiz) discutíamos sobre “el sentido de la vida…” O algo así. Ese extraño sentido… pensando, sobre todo, en los poderosos que “teniendo mil millones de millones de dólares, es un decir”, proclama Aurelio, “matan por tener mil millones más”. “¿Para qué querrán tanto? ¿Por qué ese afán de acumular riqueza a cambio de destruir el mundo?”, se preguntaba, enfáticamente, el compañero. Y a mí se me ocurrió decirle –sin pensarlo demasiado; más bien como ocurrencia– que tan extraño y absurdo como el comportamiento de los multimillonarios podría ser el nuestro ante la mirada de infinidad de personas si, por ejemplo, nos hubieran visto media hora antes trepando entre carrascas y bardas, arrastrándonos entre zarzas y escobas, saltando sobre rocas cortantes o salvando agujeros que si te caes en uno de ellos no lo cuentas… Todo con el único fin de llegar a la cumbre, mirar en derredor, descansar unos instantes y bajar, para volver a repetir la aventura cien veces más si hace falta porque esto es lo que te da placer. “¡Pero no es lo mismo!, clamó el compañero. ¡Menuda comparación! Yo no hago mal a nadie haciendo esto…”, añadió. “¡Claro que no es lo mismo! Pero, si lo piensas bien, el afán sí que es el mismo: gozar, sentirse poderoso, satisfacer tus deseos, cultivar una pasión…
Hago este preámbulo porque el sábado fue un día gozoso de montaña en el que la aventura y la fuerza sanadora de las rocas nos dio quilates de vida. De hecho, todos volvimos a casa más contentos y casi curados… Y eso que aparecieron alguna cabra payoya y varios ciervos extraños, olisqueando el ramaje como sabuesos, perturbándonos la siesta al tiempo que afilaban, restregando contra las rocas, los cuernos. Algo poco común por esos pagos de Villaluenga, pero digno de verse en cualquier caso. ¡Cómo se torturaban los bichos trasteando en el aire para espantar a las moscas! Igualito que toros en celo…
Mas volvamos al principio… Como siempre, los correkas repiten el habitual ritual de cada sábado: unos se citan en Santa Justa a las nueve menos cuarto y otros se unen al grupo en Las Piedras (Montellano), donde siempre aprovechan para meterse entre pecho y espalda un buen desayuno a base de pan con manteca o pan con aceite, jamón y etcétera, etcétera. El grupo, en esa ocasión, se completa con los que se incorporan en el punto de partida, a un kilómetro y medio de Villaluenga del Rosario. En total somos veinte.
Observo una gran expectación al principio; se nota el anhelo y el ansia de gatear por las piedras. La verdad es que ya hace algún tiempo que no asisto a una ruta tan exigente; tampoco recuerdo tanto entusiasmo como el que se palpa antes de iniciar la excursión. No sé por qué a algunos nos gusta tanto gatear siguiendo la intuición, aunque lo pasemos mal; yo al menos.
Será que las piedras nos curan.
Iniciamos la marcha en zigzag sobre una ladera pedregosa (era lo previsto) siguiendo un sendero hollado por las cabras. Tras salvar los primeros doscientos metros de desnivel, la cordada se ha roto, ya, en varios grupos. Los que van en cabeza no paran, avanzan a su aire, se olvidan del track y del mapa. Como la dirección es correcta, no hay problema; sabemos a dónde vamos.
En el paraje denominado Peralta nos reagrupamos, aunque, a estas alturas, ya se han descolgado cuatro personas. Avanzamos por un sendero impecable, bien señalizado, hasta alcanzar una altura de 1.270 metros donde hacemos la pausa de rigor para tomar la fruta; una costumbre que cuando llega el momento de practicarla siempre es muy bien recibida por todos. Pero la pausa suele ser breve; tan breve que algunos (los rezagados) se quedan con media manzana en la boca cuando alguien de los que pararon primero –que ya están haciendo la digestión– avisa: “¡Venga, vámonos, que ha llegado ya el último!” Una putada porque el último, o la última –¡pobre!– apenas tiene tiempo de recuperar el resuello.
Pero este club es así y por más que alguien se empeñe en dictar reglas o establecer comportamientos razonables, no hay manera; siempre hay quien sale espantado, como si hubiese entrado en trance o tuviese una visión sobrenatural que le empuja hacia el Cielo.
A partir de aquí –donde hacemos la pausa de la fruta– la subida es campo a través. Cada uno se busca el camino que intuye mejor o que puede ser más asequible para él. Si tu confías en el buen criterio de quien va por delante de ti, le sigues. Pero si no te convence, abres una nueva vía o te escoras a derecha o izquierda para seguir tu intuición o a alguien con quien, en caso de apuro, pueda echarte una mano. Pero, ¡ojo! que si alguien pide auxilio, allá vamos todos…
Pégate al culo de quien puedas seguir” es una de las máximas de esta familia. Por eso es tan importante saber quién es sensato y quién no.
Son solo 150 metros de desnivel los que faltan para alcanzar la cumbre del Morrocano. Pero los primeros cien metros son complicados por la vegetación exuberante que cubre la ladera, por las rocas cortantes, enterradas en maleza que impide, literalmente, el paso. Equilibrio y malabarismo es lo que toca. Saltar como cabras. Reptar. Agacharse y engancharse con las zarzas por las mangas de la camiseta o dejarse jirones de piel, quedarse atrapado como un torpe conejo en la trampa. Pero es divertido y, poco a poco, mirando hacia arriba, siempre se ve alguna luz.
Además, como dice el refrán, la sarna con gusto no pica y… Tenemos tan claro que esto nos cura, que ni nos planteamos renunciar a esa cumbre que ya, ya, ya la tenemos ahí.
Llegamos arriba y desaparece el dolor muscular. La cara se esponja, las pupilas se dilatan y la mirada se pierde oteando el horizonte. El día es espléndido y nadie duda de que ha merecido la pena subir. Estamos tan contentos de haber llegado hasta aquí que nos sobra energía; celebramos conscientes este regalo que nos hace la vida. Un regalo y una vida que, como dice Antonia, “tenemos que tener claro que esto muy pronto tendrá fecha de caducidad” Así que hay que aprovechar la energía y la salud que nos da la montaña mientras podamos.
Como los lagartos al sol nos dejamos caer sobre las rocas para almorzar, sesteamos… Y decidimos bajar “a la aventura”; es decir, buscando un camino que no existe. En estos casos, a veces se acierta y otras uno se mete en un lío del que no es fácil salir. El sábado nos salió casi perfecto y el descenso fue relativamente sencillo.
Con los últimos rayos de sol pasamos por Navazuelos Fríos, y cerramos el círculo para llegar finalmente al punto de partida. Aquí sí, otra vez nos reunimos todos con abrazos y parabienes. Algunos alargaron la tarde con una cena de hermandad; otros regresamos a Sevilla para atender necesidades más perentorias.
Para terminar, aquí os dejo, queridos correkas y lectores, algunas de las fotos que hice. Espero que ilustren lo que no es fácil describir: la pizca de aventura y lo apasionante que fue patear por las piedras hasta alcanzar la cumbre del Morrocano.
Nota.- La foto de portada está hecha con el móvil de A. Barros.
GALERÍA FOTOGRÁFICA
Joaquín, enhorabuena por todas las crónicas que desarrollas de cada convivencia en la montaña y siempre mejorando las anteriores…..
Qué bonito, Joaquín. Efectivamente, reconfortante y vivificante ruta. Un abrazo