Ruta del queso Idiazabal
4. Día de barro, la camota
y un camarero omnipresente

Tras despertar con un grito y manotear como un loco para quitarme la serpiente de encima, vuelvo a quedarme dormido y tengo otros sueños. Pero en ese duermevela que sigue mientras me recupero del susto y de la mordedura, puedo sentir, por los ruidos que hace Alfonso, que él también está en una pelea, quizá, con la misma serpiente. Porque tan pronto se pone de espaldas como boca abajo o se da la vuelta, despliega los brazos en cruz, encoje las piernas o le suelta una patada a las sábanas.

             La lámpara encendida sigue apuntando a nuestras cabezas como espada de Damocles. Aunque yo no la veo; me niego a abrir los ojos. Sé que está ahí, pero no la veo. Lo sé. Y sé –lo intuyo– que la habitación que ocupamos es la de los horrores y la lámpara, un instrumento del que se sirve el hotel para atormentar a los clientes.

             A ver las secuelas…

             Miro con ansia el reloj; por fin amanece. Abro la ventana y la luz salta y me abraza provocándome alivio. Bajo a desayunar. La mesa está puesta: cruasanes, fiambre, café, té, zumo de naranja, mermeladas… Lo de siempre.

             Creo que es este día, en el desayuno, cuando comenzamos a hablar y, en cierto modo a intimar, con los Aparecidos, Secundino y Rosario; una pareja más joven, que, aseguran, estar haciendo, también, La ruta del queso Idiazabal. Pero, después de la noche que hemos pasado, no estoy dispuesto a fiarme de nadie ni a creer lo que me digan. No me extrañaría nada que estos dos seres, aparentemente insignificantes y sumamente discretos, no fuesen fantasmas o extraterrestres. O sabuesos de la Stasi, por ejemplo. Vete tú a saber. Agentes que, sabedores de lo bien que vivimos y lo felices que somos, tengan la consigna de seguirnos, suplantarnos, y apoderarse de nuestros secretos para gestionar la felicidad.

             Llevamos ya un par de días que siguen el mismo sendero que nosotros. Cuando menos lo esperas, te los encuentras, ahí, parados; esperándonos, supongo que para no perdernos de vista. Incluso se han dejado caer en el barro y sufrido los mismos contratiempo y tropezones que nosotros. Entiendo que para disimular; y así dar a entender que son senderistas sin más; humanos. Pero, como he dicho, no me fío. Habrá que vigilarles de cerca. Porque, quizá son fantasmas, o seres de otra galaxia que aspiran a ocupar nuestros cuerpos. Ya veremos…

Hacia el final de la rua, camino de Ordizia./ Foto Alfonso Lass
Hacia el final de la rua, camino de Ordizia./ Foto Alfonso Lasso.

La quinta etapa se anuncia como un barrizal sin descanso; al menos eso es lo que dice la sinopsis que aparece en el mapa que nos dieron al empezar la aventura. Estamos a punto de adentrarnos en el parque natural de Aralar, un hayedo infinito. El perfil de la ruta casi asusta: es una sierra constante (pico, valle, pico, valle) que, aunque los tramos de desnivel no son largos, al final acumula un nivel positivo de casi 900 metros y otros tantos negativos. La última bajada la hacemos por un bosque increíble, que nos deja en Lizarrusti, la frontera con Navarra.

             Es verdad que termina uno hartarse de tanto sube y baja. Además, abundan los tramos pantanosos. Con frecuencia nos toca salvar humedales intransitables de fango, encajonados entre arbustos y zarzas. Por lo demás, el viaje es monótono e íntimo, en comunión absoluta con la naturaleza. Por el camino seguimos encontrando huellas de túmulos funerarios, algún megalito… Y, siempre, esa soledad y silencio que te regalan los bosques mientras te acompañan como si fueran un hada madrina o el ángel de la guarda. ¿Acaso hay algo mejor que caminar, sintiendo el runrún de las hojas, la caricia del viento y el clamor del silencio?

Tras el bosque horizontes, la inmensidad de las nubes./ Foto JM
Tras el bosque horizontes, la inmensidad de las nubes./ Foto JM

             En Lizarrusti, llamamos a un taxi que nos lleva hasta Arbizu, en la provincia de Navarra, a 13 km de donde hemos concluido la ruta. El pueblo es tranquilo. Nos alojamos en el hotel Izar Ondo, que parece que acaba de abrir; está limpio y cuidado.

             Como se está rodando una película en la zona, nos cuenta Naya, la recepcionista, tienen overbooking y un pequeño problema, pues le falta una habitación con camas individuales para el Wikipedia y para mí. ¡Todo un lío…! Al final nos traen una cama supletoria que colocan, sin problemas, al lado de la inmensa camota que hay en la habitación.

             Bajo al bar a por cerveza y, mientras llega la hora de la cena, organizamos una partida de cartas en la amplia terraza de la habitación de la Crupier Alegre y el Conseguidor.

             Después de un día tan difícil, transitando todo el tiempo por el barro, las caricias de esos últimos rayos del sol de la tarde, colándose en la terraza, son una bendición. Las nubes van disolviéndose lentas o escapando hacia Francia mientras el sol se escurre por poniente y sus últimos rayos los posa sobre el monte San Donato, enfrente, majestuoso y solitario, ofreciendo unas vistas que invitan a subir a la cima.

             Pero no está en nuestros planes, por ahora. Por hoy ya hemos caminado bastante. Llega la hora de la cena. Bajamos al salón restaurante y…

             –¿De beber? –pregunta la camarera.

             –Un rosado de la tierra –sugiere el Conseguidor.

             Yo le apoyo. Hay vinos rosados deliciosos. El que nos sirven lo es. Pero el Emérito se ríe de nosotros y afirma que “eso no es vino ni es na”.  Él pide un tinto que yo también pruebo y, a mi escaso entender, es mucho mejor el rosado que hemos pedido nosotros. Se entabla una discusión, siempre entre ocurrencias y risas.

Detalle de uno de los dólmenes que jalonan la ruta./ Foto JM
Detalle de uno de los dólmenes que jalonan la ruta./ Foto JM

             De primero casi todos tomamos un buen plato de alubias guisadas, muy ricas. ¡Extraordinarias! Y de segundo, trucha, por ejemplo. El postre, el servicio, el local… Todo está bien; muy bien. Amplio, elegante; silencioso, perfecto.

             El desayuno también está bien; variado y abundante.

             Ah, Alfonso se empeñó en cederme la camota. Yo no quería, prefería echarlo a suertes dada la necesidad que teníamos de dormir tras las “aventuras” vividas la noche pasada. Pero él no lo ha consentido, alegando que siempre le doy yo a elegir. No lo veo así… Pero bueno. Morfeo, para compensarme de la mordedura de serpiente y del tormento sufrido en el hotel Alai, me ha acogido en sus brazos con mimo y permitido pasar la noche de un tirón.

             El desayuno como digo, ha estado muy bien. Pero no nos entrenemos disfrutándolo. Tenemos que iniciar el último tramo de la ruta y hoy toca un tramo muy largo. El último tercio, según Wikiloc, es bastante urbano, es decir, que habrá mucho asfalto y, quizá, algo de circulación. A las 8,45 cogemos un taxi para que nos acerque al puerto de Lizarrusti, donde habíamos concluido la etapa.

En los seis días de travesía, los bosques de hayas han sido la constante./ Foto JM
En los seis días de travesía, los bosques de hayas han sido la constante./ Foto JM

             Iniciamos la marcha por un sendero tendido y bien señalado, picando hacia arriba, por un bosques que nos lleva al embalse de Lareo y de ahí, girando a la derecha, remontamos por el monte Enerio hasta alcanzar la máxima altura del día. A partir de aquí ya todo es descenso; primero surcando praderas de alta montaña y después por una senda o camino de herradura gastado, que, por la erosión que han sufrido las losas que lo visten en algunos tramos, se comprende que ha sido muy transitado desde tiempo inmemorial. Al fondo del valle se vislumbra la villa de Ordizia y el final del viaje.

             Una vez más, también hoy, nos encontramos –nos adelantan o los adelantamos– con los misteriosos Aparecidos. Nos sonríen, sonreímos… Los miro de reojo porque no me fio de su áurea. Nos deseamos lo mejor para el camino (obvio) pero sin entrar en detalles, no sea que… En el último encuentro con ellos –los descubro descansando en lo alto de una roca con unas vistas espectaculares al valle– les anuncio, tirando de ironía, que voy a inmortalizarles en mi crónica. Se ríen. Son buena gente, sin duda, pero vete tú a saber. Quizá, en ese momento están esperando al platillo volante que viene a recogerlos. Sea como fuere, no les hemos vuelto a ver.

             A estas alturas de la etapa del día, la mitad del grupo ya tiene claro que no concluirá el recorrido caminando. El Conseguidor, la Crupier Alegre, la Mariposa Feliz y el Emérito llevan ya un buen rato gestionando, a través de su móvil, la venida de un taxi para recogerles y llevarlos al hotel.

Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Y al final del viaje, el otoño./ Foto JM
Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Y al final del viaje, el otoño./ Foto JM

             El resto decidimos seguir el track que tenemos en el móvil y completar el recorrido. Tras un pequeño tramo de asfalto descendemos hasta el arroyo Aiestarán por un camino que serpentea entre los árboles, muy bonito, llegamos a una pequeña central eléctrica y ya, siguiendo el curso del agua, desembocamos en Ordizia después de una última y trabajosa subida que termina de agotarnos, empujándonos, al final, cuesta abajo hasta el pueblo. Justo antes de entrar en el hotel nos detenemos a celebrar la aventura –¡fin de la ruta!– tomándonos unos pasteles deliciosos y un café; bueno, el Estoico y la Pipi, una infusión, como siempre.

             Pero en ese momento no sabíamos que al viaje le faltaba la guinda. Y esto ocurre en la cena de nuestra última noche en el País Vasco. Conseguir que nos sirvan ha sido más difícil que caminar 120 kilómetros en seis días.

             Ya habíamos observado en etapas anteriores la inaceptable escasez de personal en algunos establecimientos. Parece que el desprecio a las leyes –al Estatuto de los trabajadores– es cada día mayor. Por lo que hemos visto, en general, el abuso de las empresas es real.

             Durante la experiencia vivida en el restaurante del hotel Ordizia recordaba aquellas películas (no importa cuál) de los Hermanos Marx en las que Groucho, con ese andar suyo encogido, tan peculiar, va de un lugar a otro topándose a cada paso con un desaguisado o un lío. Y esto es lo que le ocurre al encantador Rafael, protagonista de este episodio, anexo a esta crónica.

Estampa bucólica, muy común en el País Vasco./ Foto JM
Estampa bucólica, muy común en el País Vasco./ Foto JM

             Cuando bajamos al bar-comedor, que también tiene sala de comidas abajo, en el sótano, junto a la cocina, nos encontramos con que solo hay una persona para atender la barra del bar, la recepción del hotel y los dos comedores. Además, el barman-camarero-recepcionista se desplaza por una escalera cuando sube o baja con un plato o, cuando estando abajo, le suena el teléfono o el timbre de recepción, o cuando un cliente, en la barra del bar, le pide una caña. Es decir, sin esforzarse mucho en los cálculos, uno colige que Rafael está haciendo, como mínimo, el trabajo de tres personas.

             En el momento en el que nosotros llegamos al bar-comedor solo hay dos mesas ocupadas (tres personas en una y dos en otra) y en la sala del sótano una pareja más. En la barra, un par de clientes. Y en la recepción, un viajero, que acaba de llegar, mira sorprendido y nervioso a todas partes, en tanto que da vueltas y vueltas alrededor de la maleta como el ratón a la trampa con queso que acaba de descubrir. Entre tanto, el camarero –¡qué espectáculo observarlo!– trota perdido en su laberinto, como le ocurre a esos perros que enloquecen –ya sea de alegría, ya de desesperación– y salen corriendo sin ton ni son por el parque.

             El circuito de la cocina, el comedor del sótano, la escalera, la recepción, la barra del bar y la sala en la que estamos nosotros conforman un manicomio. Rafael sube, baja, corre, viene, va. Sonríe, pregunta, pide disculpas, se mete detrás de la barra, sirve dos cañas, va a recepción y descuelga el teléfono. Vuelve. Baja corriendo a la cocina, sube. Toma nota a los clientes de la primera mesa… Nos mira, sonríe, vuelve a pedir disculpas. Sale corriendo para la recepción otra vez. Atiende al señor-ratón de la maleta en el suelo. Lo abandona. Corre escaleras abajo. Sube con cuatro, seis platos… Baila, sonríe, hace equilibrios. ¡Y no se le cae el carambillo! Se mete detrás de la barra de nuevo. Dispensa tres cañas más. Sí, así… ¿Cuánto tiempo llevamos esperando? Nos ha hipnotizado. Nos impacientamos. Levantamos la mano para que, al menos, nos sirva la bebida. ¡Bebida, por favor, que estamos deshidratados! Pero él nos sonríe, se da otra vez la vuelta y sale corriendo.

             La situación es kafkiana. Es como si estuviésemos en medio del remolino de un huracán; todos los inconvenientes se juntan, confluyen en una tempestad, hasta el punto de que estamos pensando que vamos a quedarnos sin cenar esta noche o tener que irnos a otra parte.

             Finalmente llega nuestro turno. Amaina la borrasca y Rafael se acerca sonriente.

             –¿De dónde sois? –nos pregunta tras disculparse por enésima vez, explicarse después, y sin perder la sonrisa, recitarnos lo que hay de menú de memoria.

             –De Sevilla. Bueno, somos de Granada, de Córdoba… Hasta un salmantino hay aquí. –le explica alguien

             –¡De Sevilla! ¡Todos del Betis, no! ¿No habrá aquí alguien del Sevilla?

             La Mariposa Feliz, tímidamente, levanta la mano.

             –Yo…

             –¡Pues tú no cenas! –exclama–. Y sin pensárselo dos veces se pone a cantar, zalamero, mirando a las chicas con ojos amorosos, unas coplas…

             –En los campos… En los campos de mi Andalucía / los campanilleros en la madrugá…

             Y luego otra, y otra y…

             –Eh, Rafael, que tenemos que cenar. Tráenos al menos de beber.

             Rafael tiene una voz líquida y dulce como almíbar de miel. Y entona como un jilguero. El resto de clientes (que ya están en los postres) se vuelven asombrados y sonríen. Los dos de la barra, ni se inmutan; imagino que estos ya le conocen. Más de una vez habrán disfrutado del don que le adorna y su gracia.

             –Yo es que soy de Lucena. Me trajeron aquí con cinco años –nos aclara sonriendo otra vez, feliz de poder atender a gente de su tierra.

             Ahora, se pone serio y se disculpa una vez más mientras nos aclara que le es imposible atender a todo el mundo a la vez. Nos cuenta que tiene otros trabajos… Entrena a equipos infantiles de fútbol. Y viendo que nos ha agradado su cante, vuelve a entonar otra copla. Una más, por favor.

             La cena no es muy allá, la verdad, pero la guinda festiva y feliz que supone este encuentro con Rafael, de Lucena, en Euskadi, nos compensa por la espera. El Emérito, para llevarnos la contraria, ha pedido esta noche una copa de vino rosado… que pruebo y sabe a rayos; nada que ver con el que tomamos ayer, en Navarra, en el restaurante Izar Ondo.

             Al final nos hacemos una foto con Rafael, el camarero encantado y cantaor, y nos vamos a dormir. El día ha sido largo y el viaje de regreso aún lo será más.

             Desayunamos temprano y arrancamos de vuelta a Sevilla. El chirimiri está aquí de nuevo. Durante los primeros kilómetros nos acompaña una neblina persistente y rachas de nubes, hasta que, poco a poco, dejamos atrás el verdor y volvemos a los páramos tristes y amarillos de la vieja Castilla. El cielo, en cambio, se torna de un azul nítido y el sol resucita.

             La ruta del queso Idiazabal la hemos disfrutado a más no poder. En 6 días hemos recorrido 120 kilómetros sin contratiempos reseñables. Y ¿de salud? ¡Perfectos! Que es lo que verdaderamente pienso que importa.

             Hasta la próxima.

                                                                                                                                              FIN

El cuarto, por la derecha, Rafael, el camarero que hace tres trabajos a la vez./ Foto hecha con el móvil de AB
El cuarto, por la derecha, Rafael, el camarero que hace tres trabajos a la vez./ Foto hecha con el móvil de AB
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