Nuestra estancia en el Parque Nacional Tayrona concluye una mañana de sábado. Para el traslado a Cartagena de Indias hemos alquilado una furgoneta confortable (33 € por persona) pues son cinco horas, mínimo, para hacer los 250 kilómetros que nos separan de la gran ciudad colonial. Nos desplazamos por la carretera de la costa, la Nacional 90. Bordeamos Santa Marta y cruzamos Ciénaga (105.00 habitantes) que, como indica su nombre, está en un pantanal. Avanzamos por un hilo de tierra entre dos mares, lagunas y manglares. A veces el hilo es tan estrecho que para hacer la carretera han tenido que elevar el terreno. El tráfico es intenso y abunda el transporte pesado, lo que provoca continuas retenciones y adelantamientos kamikazes. Desde la ventanilla, como en una película que pasa deprisa, descubro miseria y basura por todas partes: bien al borde del agua remansada, bien en los barrizales contiguos donde, además, se amontonan casas endebles y chabolas. Los 70 kilómetros que aún faltan para llegar a Barranquilla nos muestran una Colombia desconocida hasta ahora, más marginal y paupérrima.
El paso por Curramba la Bella (más de dos millones de habitantes en su área de influencia) lo hacemos bordeando recintos militares y polígonos, por circunvalaciones y autopistas. Estamos en la desembocadura del río Magdalena, uno de los más caudalosos de América, y se nota su influencia en el delta por la infinita planicie que cruzamos, conformada entre tierra de aluvión, canales, lagunas y pantanos. En un momento dado, en un paseo ajardinado al lado del río –el Gran Malecón de Barranquilla, de cinco kilómetros de largo–, nos sorprende una dorada escultura, de seis metros de alto, con la efigie de la cantante Shakira. Nos pica la curiosidad y le pedimos al conductor que se detenga un instante para hacerle unas fotos. Shakira es natural de esta ciudad y la consideran, aquí, una diosa.
Tras superar complejos industriales y fábricas, rotondas y cruces de caminos, y con los rascacielos del núcleo financiero siempre a la vista, nos alejamos de la cuarta ciudad de Colombia para afrontar el último tramo de nuestra aventura caribeña, ahora ya sí, por una carreta más despejada que discurre no lejos de la costa; una región árida y poco poblada.
Poco antes de llegar a Cartagena volvemos a contactar con el mar. Enseguida nos topamos con las murallas que hicieron de esta afamada ciudad una inexpugnable fortaleza. Pero, tanto como las murallas, llama tanto o más la atención ese enjambre de rascacielos que aparece en la lengua de tierra que se adentra en la bahía, como si los edificios nacieran de las entrañas del mar. Hacia allí nos dirigimos. Se me ocurre que estamos confrontando la representación de dos mundos, como si observásemos dos fotografías: el mundo de ayer, aquel de la épica y la conquista, que conserva aún las esencias de la gran epopeya y de una de las mayores aventuras vividas por los hombres sobre la tierra, la conquista de América. Y el mundo de hoy, este mundo en el que el motor que lo impulsa es el dinero, capaz de transformar los mayores eriales, ¡y hasta los desiertos!, en ríos de abundancia y nidos de felicidad para goce y disfrute de los humanos.
A la llegada al hotel, en el corazón de la zona moderna en la que pernocta la inmensa mayoría del enjambre de turistas que visita estos pagos, una realidad nueva nos sacude. Lógico, acabamos de dejar la montaña y venimos con el «pelaje» selvático. Podría decirse que hemos llegado a Benidorm, a Alicante o a cualquiera otra ciudad de las muchas que jalonan la costa mediterránea española.
Para celebrar la que ya es nuestra última etapa en Colombia almorzamos en un restaurante “original”, en el que reza a la puerta que sirven “la mejor carne del mundo a la brasa”. Carne excelente, por supuesto, que regamos con la cerveza helada que nos ayuda a mitigar el calor.
Tras la siesta –hoy sí tenemos tiempo para un arribalbo– nos desplazamos en taxi al centro de la ciudad. Hablando de taxis… “Mejor que tomen ustedes uno en el que el conductor sea una persona mayor”, nos aconseja una pareja de decoradores, entregados estos días, nos cuentan, a renovar la decoración y la imagen del hotel. “Porque hay conductores jóvenes que no son de fiar y van a intentar estafarles”, insisten. Dicho esto, nuestra experiencia con los taxistas colombianos ha sido magnífica; nunca hemos tenido problemas. Incluso hemos hablado de fútbol con ellos, de toros o de política. Como en cualquier profesión en la vida, las opiniones en este gremio se entiende que son también variadas, sin duda las hay para todos los gustos. Al que acabamos de coger le gustan las corridas de toros; lo que no soporta, dice, es que los maten. Sobre el actual Gobierno del país, a este no parece hacerle mucha gracia, pero hemos tomado otros taxis que los conductores estaban encantados con Petri.
La vieja Cartagena es un hervidero de gente a la puesta del sol. En la plaza del Reloj, lugar concurrido que da paso al casco antiguo, no cabe un alfiler a estas horas. Grupos del folklore local amenizan y distraen a la riada de turistas que, ya de vuelta de los tours por las islas, agotan las últimas horas del día en la ciudad antes de partir hacia otros destinos. Hay vendedores ambulantes de artesanía, de recuerdos y de baratijas, que “asaltan” a los mirones, distraídos y ausentes para convencerles de que lo que le ofrecen es una ganga. Y entre todo este maremágnum, además, pululan los artistas callejeros, las damas ataviadas con el traje regional o vestidas de antiguas mucamas, o las elegantes doncellas. Señoras de la nobleza… Todo sirve con tal de obtener unos pesos que alivien la noche y ayuden a llegar a mañana.
Las tiendas rebosan de luz y productos; tienen tantos que los escaparates se alargan por las aceras o en las rejas de las ventanas, mientras los viejos caserones y palacios, que ahora son establecimientos comerciales, alojamientos turísticos, restaurantes y hoteles, exhiben una nueva piel, cuidada y lustrosa, debido a la restauración, bajo la que late la antigua memoria de las piedras.
Y cuando la luz natural se apaga del todo, aun parece más parque temático Cartagena; un trocito de tierra que hace que aflore el recuerdo de la gran epopeya que fue la Conquista de América. Luces, luciérnagas, publicidad… Todo se derrama a raudales en esos momentos por el casco antiguo de la Heroíca. Sus calles y plazas son ahora escenarios de carnaval. Imposible dar un paso.
Regresamos al “barrio” donde está hoy nuestra casa; esa lengua de tierra llamada Bocagrande, incrustada en la bahía, sembrada de grandes hoteles y establecimientos turísticos que, a la hora del crepúsculo, sin embargo, muestra un aspecto tranquilo y, sorprendentemente, apagado. Será porque están todos sus ocupantes en la ciudad vieja o porque se entretienen acicalándose para luego, cuando la noche doble la esquina, salir a divertirse.
El grupo tiene previsto desplazarse mañana a las islas del Rosario en un tour, ya contratado, y disfrutar de la mar caribeña, bucear, comer langosta y tonificarse con cervezas heladas y cócteles elaborados a base de brebajes exóticos. Yo he decidido quedarme. También el Estoico. Él dice que mañana se lo tomará con calma. Mi idea es levantarme temprano e irme a descubrir la vieja Cartagena en silencio, desnuda de ropajes comerciales y sin apenas turistas, aunque alguno, supongo, habrá pensado lo mismo que yo.
La idea es ir andando, aunque tarde una hora en llegar desde el hotel a la plaza del Reloj. Cuando uno camina mide mejor la realidad que le envuelve. Y no digamos sentir, oler o escuchar el silencio y los ruidos del entorno.
Y allá vamos. Es domingo y hay poco tráfico, nadie en la playa. Pasan algunos deportistas corriendo; viajeros que esperan un taxi, con una montaña de maletas al lado, al pie de la escalinata de un hotel; noctámbulos perdidos aún en la noche del sábado…
Efectivamente, la plaza del Reloj, cuando llego, está desierta. Las únicas personas que andan por allí son del servicio de limpieza y algún que otro “raro” que ha pensado, también, en mirar y sentir de otro modo la Cartagena de Indias real, no la que anoche se mostraba envuelta en luminarias y ropajes de voces, performances y vestidos exóticos, música y ruido.
Solo. Camino por la calle 33, la plaza de Simón Bolívar, la calle de la Inquisición… En cada muro una historia, en cada puerta una aldaba y un encuentro imaginario, en cada ventana un cortejo a la criada para que avise a su dueña; en cada rincón un misterio. Los muros rezuman hazañas y la imaginación vuela. Llego a la muralla… ¡Imponente! Subo y paseo lentamente por ella frente al mar abierto. Y otra vez la imaginación se desata para ver a los barcos ingleses asediando al poder del imperio español. Por aquí, subiendo y bajando por las rampas de esta fortaleza se retuerce de dolor y maltrecho el marino Blas de Lezo, al que llamaban “medio hombre” porque le faltaban un brazo, un ojo y una pierna, como consecuencia de las muchas batallas que libró y asedios pretéritos. Aun así, de esta guisa, consiguió derrotar a la pérfida Albión.
En los documentos que dan fe del “milagro” de aquel día, un 20 de abril de 1741, se acredita que los ingleses estaban tan convencidos de su victoria que habían acuñado monedas de conmemoración previamente. ¡Existen las monedas! Con ello, ni más ni menos, pretendían certificar la definitiva derrota del imperio español. Pero no fue así y gracias a este marino guipuzcoano, Cartagena de Indias siguió siendo española hasta el día de su independencia, el 11 de noviembre de 1811.
Pero la de Cartagena de Indias, Blas de Lezo y los ingleses es otra historia, la mía es que esta mañana dominical disfruto, en soledad y en silencio, de una experiencia que quiero que sea inolvidable. Paseo, hago fotos, recorro el casco antiguo… Me asomo a alguna cancelas, traspaso las puertas de palacios e iglesias, me deleito con viejas fachadas e intento mezclar en mi mente la grandeza del ayer y la actual realidad, aunque resulta difícil.
Catedral de Santa Catalina de Alejandría, Museo de la Esmeralda, Museo del Oro Zenú, Museo Naval, Casa del virrey Eslava… Todo retrae y advierte de que aquí hubo un pasado próspero y poderoso. Y luego esa casa de Gabriel García Márquez que bien pudiera pensarse que es la síntesis de todo lo que el genial premio Nobel de Literatura imaginó, inventó, sintió y vivió en esta tierra suya, su Colombia mágica de sus sueños. Porque es mucho lo que los muros cartageneros encierran. Detrás de cada fachada hay patios suntuosos, verdaderos vergeles y jardines, galerías porticadas. Todo un mundo que hoy se ha puesto al servicio del turismo de masas, en mayor o menor grado, según el poder adquisitivo de cada uno.
Como el calor aprieta y hasta las doce del mediodía no voy a encontrarme con el Estoico para compartir un refresco en una terraza, me refugio en la iglesia del Santuario de san Pedro Claver. En este momento se celebra la misa dominical y los fieles llenan el recinto. Yo hace siglos que no asisto a estos ritos. Pero me pica la curiosidad y me quedo prácticamente hasta el final de la misa. También porque el frescor que se siente me revive y me conforta. Las cosas que dice el cura me recuerdan mi infancia… Con la diferencia de que ahora comprendo el significado y contexto de tanta palabrería hueca y sin sustancia. Pero miro a la gente y seguro que las palabras del mosén les reconfortan y dan esperanza; si no, no se comprendería que estuviesen aquí. ¡Creen en él y en lo que dice! Tres mujeres leen textos de las antiguas escrituras, esa narrativa de extraordinarias aventuras. Imagino que lo que les leen se lo creen también, si no, no hubieran venido. Luego cantan, comulgan. Se forma una larga cola: personas mayares, familias al completo, mujeres y hombres de mediana edad, jóvenes. Sí, en Colombia Dios, todavía, tiene su grey, aunque, de un tiempo a esta parte su poder está más repartido entre distintas sectas o religiones.
Vuelvo a la realidad y miro el reloj: ¡las doce! Salgo corriendo… Abandono los recuerdos de infancia. ¡Qué mundo aquel en el que me crie y que hoy me es tan extraño!
Mi cita con Antonio Berenguer concluye dedicándole un tiempo más a pasear por las calles más populares, aquellas a las que, también, ha llegado la fiebre de los apartamentos turísticos. Como el calor aprieta decidimos regresar al “barrio”, almorzar algo en un restaurante autóctono y retirarnos a descansar.
Cuando regresan los excursionistas que han ido a las islas del Rosario, nos hacen partícipes de su felicidad. Efectivamente, comentan que lo han pasado muy bien. Como estaba previsto, comieron langosta, bebieron cerveza helada y tomaron daiquiris sorbiendo con una pajita rosada, como se ve en los anuncios, mientras balanceaban sus cuerpos serranos en las cristalinas y templadas aguas caribeñas. Probaron también, dicen, algún cóctel mágico que les transportó a otra dimensión; nadaron hasta hartarse, hicieron buceo, se torraron al sol llevaran o no o no crema protectora y regresaron a casa (al hotel) acuciados por un oleaje que amenazaba amargarles el día. En definitiva, como en el viejo anuncio de Heno de Pravia, sintieron, como todos los que van a esos lugares increíbles, “el frescor salvaje de los limones del Caribe”.
Y regresaron. Regresaron tan contentos que jamás podrán olvidar la experiencia ni el recuerdo. ¡Qué pena que la fiesta haya sido por una despedida! Porque, sí, mañana volvemos a España.
El último día de un largo viaje no suele dar para mucho. Aparte de organizar, revisar y cerrar la maleta, está el traslado al aeropuerto que, en esta ocasión debemos hacerlo sobre las cinco de la tarde. Esto sin contar que la mente anda inquieta, y que el desasosiego por tener que coger un avión influye los suyo en el estado de ánimo. En resumen, que uno está ya más allá que acá, es decir, se desconecta del presente. Por eso lo mejor es comportarse como si el viaje fuera para siempre.
Algunos del grupo tomamos un taxi y nos vamos a la vieja Cartagena otra vez. Desde la plaza del Reloj nos encaminamos hacia Getsemaní, hoy barrio de culto, esotérico y sembrado de artistas; pero antaño, en la segunda mitad del siglo XVI, epicentro del tráfico de esclavos. De aquellas huellas le viene ahora su fama, hasta el punto de que hoy es lugar de referencia para muchos viajeros que se acercan hasta Cartagena.
Aunque lo recorremos casi sin tiempo, no nos defrauda. Es lunes y el barrio muestra su ebullición cotidiana. Hay mucha gente comprando; tiendas y negocios abiertos. Flota en el aire la energía, se percibe la vida. Recorremos durante un par de horas sus calles acotadas por casas modestas, de una planta o de dos a lo sumo. Transitamos sin prisa, con calma. El Conseguidor compra un cucurucho de mango en su punto, delicioso.
Ha llegado la hora de regresa al hotel para hacer el check-out, pero, como no nos iremos hasta las cinco de la tarde, negociamos con la dirección que nos dejen ocupar un par de habitaciones hasta el momento de irnos. Aparte del ahorro, nos permite mantener la última “fiesta” en la que le ponemos la guinda al epílogo de este viaje, recordando momentos estelares de nuestras andanzas.
Porque una vez en el aeropuerto, o en el avión ya volando, cada uno rumia lo suyo (aunque de vez en cuando hablemos) para irse enganchando a la nueva realidad que se acerca. En el aire, en ese momento, puede decirse que estaremos ya a años luz de Colombia. Pero, como siempre, puesto ya el pie en Madrid, la mente maquina ya otra aventura… ¡Y que así sea!
FIN
Gracias, Joaquín, por habernos hecho partícipes de esta bella aventura. Leyendo tus crónicas, ha sido fácil sentir este viaje como algo propio, sentido y cercano. Colombia sigue siendo una asignatura pendiente en mi vida. Antepasados con mi apellido estuvieron allí hace muchos siglos y seguiré investigando para comprender por qué y para qué viajaron hasta aquella tierra. Hoy, me quedo con tu narración mágica, excelente, tan cerca de Gabo. Gracias.