Por las cumbres de las golondrinas que no volverán

Los más de mil kilómetros que separan Sevilla del refugio de Belagua (Navarra), en la frontera con Francia, son como un hilo infinito tirando de la ilusión. Más de diez horas en coche para llegar hasta allí dan para mucho.

            ¡Llueve en Sevilla! ¡Qué paradoja, ¿no?! Son las seis de la mañana y un sorprendente chirimiri amortigua el bochorno de tantos días de calor acumulado en muros y asfalto. Salgo a la calle con mi paraguas en mano, la mochila a la espalda y un deseo: hacer La ruta de las golondrinas por su recorrido más extremo. ¿Podré conseguirlo? Viajo con montañeros avezados…

            Confío en que sí, porque sé que trepando a las cumbres todos los males se olvidan y el dolor desaparece. La capacidad de superación se agranda…

            Nos esperan los montes Pirineos en la confluencia de Navarra, Aragón y Francia.

            La ruta de las golondrinas es un proyecto circular, con distintas variantes según el grado de dificultad que cada uno quiera añadirle, que homenajea a aquellas mujeres navarras de los valles de Salazar y Roncal y a las aragonesas de Hecho, Ansó, Fago…, que, durante gran parte del siglo XIX y hasta mediados del XX, pasaban a Francia, en otoño, para trabajar en las fábricas de alpargatas de Maulón, regresando en primavera a sus casas con sus emolumentos convertidos en enseres para el hogar. “Así, invierno tras invierno, las más jóvenes, iban completando su ajuar”, me aclaran tres parroquianos octogenarios acodados a la barra de un bar, en el pueblo navarro de Isaba.

Vista general de parte de las cumbres por donde discurre la ruta./ Foto JM
Vista general de parte de las cumbres por las que discurre la ruta./ Foto JM

            De ese recuerdo, y con la ilusión de revitalizar aquellos senderos y trochas por las que iban y venían los pobladores de estos valles fronterizos, nació, hace unos años, un proyecto singular de senderismo que tiene cada día más aceptación entre los aficionados a la montaña.

 

Salimos de Sevilla al amanecer y atravesamos una España sedienta de norte a sur. En ese momento, la capital andaluza despertaba, sorprendida, bajo una fina capa de lluvia. Pero al paso por las inmediaciones de Córdoba casi nos ahogamos; una tromba convertía en ese instante los barbechos en plateadas lagunas. Atravesamos Castilla – La Mancha bajo un sol plomizo y un cielo extraño en el que las nubes negras amenazaban con iracundas catástrofes sobre los campos sedientos, mientras el sol, cuando aparecía, nos achicharraba. Por la llanura y en los lejanos horizontes se veían ir y venir los tractores transportando las uvas al lagar.

            Rodeamos Madrid por la M 50 en medio de otra catarata de agua, consecuencia de la tempestad que ese día barría toda España. Por las tierras altas de Soria nos acompañó un sol anémico mostrando la despoblada tristeza de unos pueblos minúsculos, con semblante moribundo o, tal vez, abandonados. Así entramos en Navarra después de dejar La Rioja más fértil. En el horizonte, enganchadas a las cumbres que se distinguían a lo lejos, nos esperaba la tormenta de verdad. Al dejar la autovía pirenaica, en Lumbier, tuvimos que detener el coche pues el agua era tanta y tan fuerte la ventisca que empezamos a percibir el peligro de ser arrastrados. Otro tanto nos ocurrió en Burgi, a la entrada al valle del Roncal. Los rayos y truenos, acompañados de granizo, volvieron a obligarnos a orillarnos en una de sus calles. Pero, como siempre que llueve escampa, poco después pudimos continuar el viaje y cuando llegamos al refugio de Belagua la tarde se abrió como un gigantesco paraguas mostrándonos la sublime belleza del paisaje.

            Lo curioso es que no volvimos a ver ni gota de lluvia hasta cuatro días después, cuando ya habíamos completado la ruta. Cosas de la naturaleza.

Vista general desde el refugio de Belagua./ Foto JM
Vista general desde el refugio de Belagua./ Foto JM

 

Éramos doce. En el refugio –una construcción de diseño atrevido, funcional y confortable– dejamos en la taquilla nuestras cosas, nos pusimos cómodos de ropa y calzado, tomamos posesión de la litera que cada uno eligió al azar y bajamos a cenar. La cena, abundante y sabrosa, nos reconfortó con un primer plato –exquisito– de lentejas, un guiso de carne y… de postre, ¡flan!

            Tras sobremesa y tertulia, cuando el cielo nos mostró las estrellas, nos retiramos a dormir; el viaje había sido largo y tocaba descansar. Al amanecer teníamos la primera cita con los ancestrales senderos.

            El desayuno, estupendo, lo tomamos temprano. Y después de otear el horizonte y ubicarnos en el entorno en el que se halla el refugio, descendimos al valle para iniciar la primera etapa, que, al principio, bordea el Llano de Belagua en dirección hacia el pueblo de Isaba. El sendero discurre, en sus primeros kilómetros, entre hayedos, en un sube y baja constante, aparentemente absurdo, pero agradable de hacer, hasta que, en un momento determinado, gira a la izquierda noventa grados para perfilarse monte arriba por Zalardoki y, ya sin descanso, hacia la cumbre de Punta Maz (pico Txamantxoia) de 1.945 metros.

            En un momento dado, dos compañeras, María Dolores y Maruja, deciden que no suben más y se desvían a la derecha siguiendo la senda que faldea por la cara sur del pico hasta llegar al refugio de Linza, en la provincia de Huesca, punto final del primer día de recorrido.

Una mirada sobre las cumbres pirenaicas./ Foto JM
Una mirada sobre las cumbres pirenaicas./ Foto JM

            El resto seguimos subiendo por praderas desnudas, ya a campo abierto, sin árboles, zarandeados por la ventisca que se había levantado y que, por momentos, nos ataca tan fuerte que nos obliga, casi, a volar. Pero, igual que la tarde anterior la lluvia amainó, desapareció el viento y, poco después, cuando hollamos la cumbre el día era un cuadro de ensueño, mostrándonos la versión más espléndida que la montaña podía ofrecernos: horizontes despejados, crestas pirenaicas y un cielo azul.

            Tras las fotos de rigor y el tentempié pertinente, iniciamos el descenso, casi en vertical, con el consiguiente sufrimiento en rodillas y pies, al no estar todavía habituados a tamaño esfuerzo, dado que era el primer día y a algunos nos faltaba entrenamiento.

            Cuando llegamos al refugio de Liza, nuestras dos compañeras ya se habían instalado y estaban esperándonos. Enseguida nos mostraron la habitación que esa noche compartiríamos los doce.

En la cumbre de Punta Maz (pico Txamantxoia)/ Foto A. Barros

            También aquí fue agradable la estancia y abundantes las viandas de la cena y desayuno. Practicamos la tertulia, bebimos cervezas y algunos jugaron a las cartas. Pero lo de dormir bien (o no) es cantar muy distinto, pues en estos “hospedajes” de uso colectivo, con habitaciones angostas y camas corridas, siempre hay alguien que imita a las ranas a lo largo del sueño; alguien que entona sin más con gorjeos interruptus… Luego está el que relata sus hazañas más tristes rescatadas de su inconsciente. Hay, también, personas a las que, a veces, las visitan sus fantasmas… En fin, en este mundo del sueño hay de todo. Y en este tipo de aventuras se comprueba. Aunque siempre se duerme, la verdad; incluso si alguien aparece diciendo por la mañana que “no ha pegado ojo”, ese también ha dormido. No obstante, y para tales situaciones, lo mejor es colocarse unos buenos tapones en los oídos, hacer ejercicios de respiración e imaginarse vivaqueando en la cumbre más hermosa que uno jamás haya estado, mientras fantasea con un lecho de hierba en un clima de frescor veraniego mirando a las estrellas.

            Amanecimos temprano y, sin entretenernos más de lo justo, emprendemos la segunda etapa que nos llevaría al refugio de L´Abérouat, en Francia. Teníamos por delante el recorrido más largo (24 kilómetros) y la opción de hacerlo aún más difícil, si es que decidíamos tomar la variante más dura; variante que nos llevaría a la Mesa de los Tres Reyes (2.448 metros de altitud), punto geodésico en el que confluyen los reinos de Navarra, Aragón y Francia.

            La mayoría, sin embargo, algo dolientes por el esfuerzo del día anterior, renunciamos a esa cumbre y optamos por seguir el sendero principal. Sólo Esperanza y Mara se animaron a conquistar la Mesa; la primera como entrenamiento para la experiencia boliviana que iba a emprender una semana más tarde, donde conquistaría cumbres de más de seis mil metros, y la segunda, Mara, porque, si se trata de trotar por el monte, es una gacela a la que no se le resisten peñasco, perfil o quebrada. El resto ascendemos a buen paso por la ruta marcada en el mapa hasta llegar al collado de Petrachema (2.084 metros), frontera entre Francia y España.

Bajando de la cumbre de Punta Maz (pico Txamantxoia)./ Foto JM
Bajando de la cumbre de Punta Maz (pico Txamantxoia)./ Foto JM

            Si la llegada hasta el paso había sido bastante tendida –aunque larga, muy cómoda– el descenso es inclinado y larguísimo hasta hartarte. Se hace por una pedrera de varios cientos de metros, que quien escribe esta crónica –ya recuperado del día anterior– disfrutó de lo lindo mientras recordaba aquellos tiempos de juventud, cuando se uno se lanzaba a tumba abierta por una canal, ligero como una pluma y sin miedo, sobre la roca molida.

            Ya en Francia caminamos varias horas –siempre en descenso– hacia el fondo del valle, en dirección a Lescun, por una pista interminable; giramos a la izquierda por una carreterita local asfaltada de unos tres kilómetros –muy desagradable de andar, por la monotonía, sobre todo– para luego girar hacia el norte por una camino forestal hasta el llano de Sanchese, una bonita planicie rodeada de bosques y farallones. Desde aquí el sendero remonta zigzagueando entre pinos y hayas hasta dejarnos, finalmente, en el refugio francés de L´Abérouat.

            El refugio, privado, se ubica sobre una plataforma-balcón asomado al sureste, con vistas increíbles de la cordillera pirenaica.

            Que L´Abérouat sea privado se nota –para bien– en las habitaciones (para cuatro personas), en los aseos, duchas y en los váteres, nuevos y limpios. Pero en la comida su “notoriedad” merece un reproche. La verdad es que tanto la cena como el desayuno dejaron mucho que desear. “¡Con lo bien que se come (cuando se come bien) en Francia!”, pensamos. Ni siquiera recuerdo qué nos dieron de cenar… Algo de salami, una pasta incomible y un “gâteau” hecho por el cocinero… ¡Un ser bien triste!, el cocinero, la verdad.

Momento de cenar, holganza y descanso./ Foto JM
Momento de cenar, holganza y descanso./ Foto JM

            Ni juegos de mesa ni barajas había; ni espacio, apenas, para animar la tertulia. Maruja nos deleitó con un breve nocturno, improvisando, de Chopin a las cuerdas de una vieja guitarra que había por allí… ¡Y a dormir!

            Tras el desayuno –¡tan lúgubre como la cena!– nos pusimos en marcha, remontando por el maravilloso bosque de Lagrave hasta las cabañas del Cap de la Baitch, lugar en el que desaparece toda vegetación dando paso a laderas sembradas de verde en las que en este principio de otoño todavía pacían rebaños de ovejas. Una corona de caliza encierra todo el valle, creando un cuadro una pintura que se antoja espectacular.

            En este lugar el sendero se bifurca. La opción más sencilla gira a la derecha hasta el paso de Azuns y de allí a la roca de Osque para, ora por un pedregal cárstico ora entre pistas de esquí, concluir la jornada en el refugio de Jeandel (1.620 metro) y poner así fin a la tercera etapa.

            Pero si giramos a la izquierda para subir al pico de Anie (2.507 metros) –que es la opción que elegimos seis de los doce que componíamos el grupo– hemos de remontar un desnivel inicial de casi quinientos metros de pared desde las cabañas citadas y luego, en un sube y baja constante, avanzar sobre una atormentada zona kárstica hasta llegar a la base del pico, tan “pico” y picudo como un cucurucho de helado invertido.

            Un sendero muy bien trazado nos conduce a la cumbre después de más de cuatro horas de esfuerzos. Allí arriba gozamos, como en días precedentes, de las vistas más increíbles, además de tener el placer de saludar a otras personas montañeras, de ambos sexos, que con la misma edad y entusiasmo que nosotros, habían alcanzado la cima también, aunque llegando por caminos distintos.

Camino del pico de Aine (2.507 metros)./ Foto JM
Camino del pico de Anie (2.507 metros)./ Foto JM

            Es en esos momentos, cuando repuesto ya del esfuerzo te sientas en la base que sostiene el punto geodésico, cuando te invade una extraña sensación de felicidad mientras recuerdas la media docena de veces al menos que has estado a punto de abandonar la subida… Porque tus pulmones parecían estallar y las fuerzas te fallaban o porque la voluntad férrea también, a veces, se agota. Pero, en mi caso, siempre me digo, “venga, un paso más”. “Sólo uno más. Dos más, tres más…” Y así hasta conquistar esas cimas que, ya os he contado, curan de todos los males; al menos a mí.

            El descenso hasta el refugio de Jeandel nos resultó infinitamente largo y trabajoso. Nunca habíamos tenido –comentamos en el grupo– que atravesar una extensión kárstica tan inmensa, con profundas grietas, pozos sin fondo, rocas puntiagudas… Hubo un momento en el que, lo que se conoce como el Karst de Larra, parecía que iba a engullirnos… Como si nunca fuéramos a salir de allí.

            Pero salimos; y al fin llegamos a Jeandel, un viejo refugio al lado de la estación de esquí Pierre-Saint-Martin, en el municipio de Arette. Tras el consabido proceso para  instalarnos, bajamos a cenar.

            A título muy personal comento que, esa noche, me tocó dormir en lo alto, en una litera, con el consiguiente temor de que apareciese mi otro yo, el sonámbulo, y me obligase a saltar al vacío. Pero no ocurrió así y, la verdad, dormí como un tronco, la mar de bien… Lógico, si tenemos en cuenta que “el tute” que le había dado al cuerpo ese día había sido de órdago.

            Cenamos muy bien, una sopa riquísima y pasta con carne. El desayuno, agradable y suficiente, lo disfrutamos al despuntar el día. Y entonces, de pronto, comenzó a ulular la ventisca otra vez. Se anunciaban lluvias abundantes para el mediodía. De modo que emprendimos a escape la cuarta y última etapa que nos devolvería al refugio de Belagua, lugar del que habíamos partido cuatro días antes.

            Esta cuarta etapa es la más corta y, aunque ofrece variantes, como la de subir al pico de Arlas (2.043 metros), todo los componentes del grupo, esta vez, estuvimos de acuerdo en que era preferible no mojarnos y llegar al refugio “sanos y salvos”, antes que correr el riesgo de empaparnos como patos, sólo por hollar una cumbre más. Así que cogimos el sendero más fácil, el que discurre en las inmediaciones de la carretera NA1370, y por el Portillo de Eraize cruzamos la frontera hacia España de nuevo, para ya, en continuo descenso, alcanzar el refugio, donde habíamos dejado los coches. Llegamos, justo, una hora antes de que comenzase a llover. ¡Misión cumplida!

En la cumbre del pico Anie (2.507 m.)
En la cumbre del pico Anie (2.507 m.)

            ¡Ah!, una nota de color: los refugios que participan en la organización de esta ruta, “premian” a los que la completan con distintos regalos: un mapa detallado de todo el recorrido, unas alpargatas, una camiseta… y descuentos y ofertas para las queserías de la zona, donde elaboran, entre otros, el muy apreciado queso del valle del Roncal.

 

Subimos a los coches y bajamos a Isaba donde habíamos reservado habitación en un hostal con la intención de alargar un día más nuestra estancia pirenaica, si las condiciones climáticas nos lo permitían. Pero la lluvia se desató tal y como estaba anunciado y no nos quedó más opción que volver a Sevilla al día siguiente, renunciando a cualquier posibilidad de nuevas aventuras.

            Antes, ese mediodía, celebramos el éxito de la experiencia montañera vivida con un opíparo almuerzo en el restaurante Lola, en Isaba. ¡Qué bien comimos…! No todos, porque hubo tres disidentes que optaron por otros manjares. Pero en el club Correcaminos la disidencia, todos lo sabemos, la tenemos a gala como una de nuestras señas de identidad.

           El viaje concluyó cuando, a la puesta del sol, llegamos a Sevilla sin otros contratiempos reseñables. Bueno, sí, varios miembros del grupo volvían resfriados…  Sin duda un borrón en mi fe ciega en la montaña como fuente de salud. Aunque seguiré defendiendo que la montaña es el mejor sanatorio que uno puede encontrarse en la vida. Sí, sigo pensando que caminar por le monte es puro elixir.

Casi al final de la ruta, en el refugio de Jaendel, tomamos el sol.
Casi al final de la ruta, en el refugio de Jaendel, tomamos el sol.

Bueno, hasta la próxima.

 

GALERÍA FOTOGRÁFICA

 

7 comentarios Añade el tuyo
  1. Ya dudo si eres mejor escrito o fotografo. Otra gran Crónica, como siempre. Eres un maestro como cronista del viaje aventura.

  2. Gracias por tus crónicas montañeras y las imágenes que testimonian tus hazañas montañeras en compañía de los más “aguerridos” miembros de correcas !!! Un abrazo!!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *