A las cebras les da igual que les hagan fotos o no. Posan de culo y pasan olímpicamente de los turistas –visitantes concienciados, ecologistas e interesados por la vida animal, tendría que decir en lugar de llamarles turistas a secas, verdad–. A las cebras les importa un bledo que les busquemos las vueltas para fotografiarlas de frente mientras les hacemos gestos con la mano y emitimos reclamos verbales para que nos miren. Sospecho, sin embargo, al ver cómo nos observan cuando nos miran, que les atrae, como a los humanos, el clic-clic de las cámaras fotográficas en su sueño animal de hacerse famosas. Es lo que pienso…
Pocas veces me he sentido tan enjaulado como en el Parque Nacional Kruger (PNK) –350 kilómetros de norte a sur y 60 de este a oeste–. Una inmensidad que, paradójicamente, te encierra. No puedes bajarte del coche, ni siquiera para hacer pis. El reglamento sostiene que alguno, entre los leones, hienas, leopardos y otros miles y miles de bichos que viven en el parque, puede tener un mal día y, si te pilla por medio, ir a por ti e incluso matarte. Se han dado casos… Así que vas por el PNK encerrado en el coche como cuando vas a la feria a montar en el tren de la bruja y te acojona pasar por el túnel del miedo.
La salida de Graskop la hacemos con lluvia. Lluvia, lluvia… Así han sido los dos días que hemos estado por aquí. Descendemos hacia el valle por la R535 esquivando las riadas que se forman y amenazan con arrastrarnos al barranco. Nos dirigimos hacia el este al encuentro de una de las entradas a Skukuza, uno de los campamento que hay en el PNK, en el que hemos reservado dos noches. A medida que nos acercamos al parque observamos mucha más vida. Las casas familiares se suceden junto a la carretera; son casitas modestas, cada una con su huerto, un pequeño corral con gallinas, una platanera…
En la entrada al PNK, bajo una ostentosa arcada, nos reciben los guardas uniformados que, después de los controles pertinentes y la confirmación de la reserva, nos indican la carretera a seguir –13 kilómetros– hasta Skukuza, un recinto vallado y protegido como los fuertes que salen en las películas del Oeste. En los folletos se explica que no hay manera de entrar ni de salir de él, si no es por el portón principal. Y tiene un horario. Desde luego está prohibido abandonarlo de noche por tu cuenta si no es con autorización o con guía.
En la recepción de visitantes reina gran actividad. Varios empleados de ambos sexos atienden a los grupos que llegan. Confirmamos la reserva, nos adjudican las cabañas de alojamiento y nos informan sobre las posibles excursiones que podremos hacer. Las hay al anochecer para ver a los animales noctámbulos que gustan de sorprender a sus presas en la oscuridad, y las hay de madrugada, buscando el alba, para despertarse con aquellos “bichos” que salen de caza o a dar un paseo.
Nosotros, por el momento, nos lo tomamos con calma. Tenemos dos días por delante en Skukuza para ver qué hacemos. Nos repartimos por los tres alojamientos que hemos reservado y quedamos para comer en un restaurante junto al río Sabie, que, debido a las lluvias torrenciales que han caído en los últimos días, baja más turbio que una charca de patos.
Las cabañas son coquetas y, en mi opinión, están muy bien diseñadas. Tienen forma redonda y están coronadas por un cucurucho en forma de cono. ¿Los materiales? Siempre a juego con el entorno: piedra, madera, barro y una especie de bardas y paja apelmazada rematando los techos. En su interior caben tres camas, además de un retrete aislado por una puerta, ducha y lavabo. Todo más que suficiente para pasar unos días. Por delante hay un porche en el que se puede cocinar, almorzar y alargar la sobremesa. Aunque hay que andarse con cuidado y no dejar nada al alcance de los rateros. Una banda de monos, perfectamente organizada, vigila permanentemente y, al menor descuido, te expropia; cuando quieres darte cuenta ya se han llevado la camisa, la barra de pan, el móvil o la cámara de fotos.
Almorzamos en la terraza del restaurante, con vistas al río. Carne guisada de búfalo, de impala o vete tú a saber de qué. El tiempo hoy acompaña. Mientras aguardamos a que nos sirvan, alguien señala a lo lejos, hacia un remanso del río…
En medio de un espeso matorral, medio sumergidos, asoman dos bultitos por encima de la corriente.
–¿Ves? ¡Mira, mira allí! ¡Allí! Un hipopótamo con la cría –le grita un veraneante afrikáner, con pantalón carmesí y camisa floreada, a su hijo.
Pero “allí” yo no veo nada… Que puede que sea corto de vista, de acuerdo, pero me vuelvo hacia mis compañeros y por sus gestos y cómo entornan los ojos, tengo la impresión que más que verlos, verlos, se los imaginan.
En fin, es la magia del mundo salvaje, verdad.
En el poblado hay de todo: supermercado, bares, parques de recreo para niños, tienda de recuerdos, estafeta de correos, centro médico, spa, zonas de acampada, hotel… Tras la comida decidimos salir a dar un paseo con el coche (lógicamente) por los alrededores. Tomamos al azar una de las carreteras asfaltas y… ¡A ver qué surge! Enseguida nos topamos con un grupo de impalas que parecen estar esperándonos; son esos pequeños antílopes, gráciles y elegantes, de pelo cobrizo-dorado, que te miran sorprendidos e indagando, como si estuvieran invitándote a hacerles carantoñas.
Al principio nos sorprenden y atraen nuestra atención, pero terminamos aburridos de tantos como vemos. Abundan más que la hierba, que está exageradamente alta y que va impedirnos ver, seguramente, a más de un animal oculto entre ella. De esto veníamos avisados. Es lo que toca por la época del año que es.
Avanzamos muy despacio. Cada dos por tres nos paramos… “¡Mira, mira… Allí, allí!”, grita el primero que ve una mancha sospechosa mientras el resto se pone en guardia. “Pero, ¿dónde, dónde?” El conseguidor pega un frenazo –es el conductor de uno de los coches, el otro lo lleva El impasible– y Pepe, El azogue, enfoca el teleobjetivo de su cámara retratando a cada pájaro que ve, ora de pico rojo carmesí, ora amarillo, ora con tonalidades arco iris en las alas.
Los animalitos parecen estar esperando que se vaya el sol de una vez para irse a dormir; se les ve muy tranquilos. Hay pájaros posados en los árboles secos, saboreando la brisa; a otros, en cambio, los descubrimos rumiando, escondidos entre la maleza. Sí, se ven demasiados esqueletos de árboles; restos de varios incendios, supongo. Es la sabana. Abundan, sobre todo, los arbustos; un paraíso para los leones y leopardos, pienso, pues, si se animaran a atacarnos, no los veríamos aunque los tuviésemos a tres pasos. Así que, si tienes ganas de mear, abstente de bajarte del coche. Haz como los ciclistas en las carreras, bájate la cremallera con mucho cuidado y estira lo que puedas la pierna.
Esta primera “entrega” de animales salvajes no me está entusiasmando, la verdad. Pienso en los documentales. Allí sí que se ve “todo” y se aprecian bien los detalles. Aquí no hay tiempo de enterarse. Cuando te quieres dar cuenta y fijas la mirada en ellos ya se han ido.
–Ya, pero ‘aquí’ están en Sudáfrica, cerca de la frontera con Mozambique, en uno de los PN más grandes del continente africano, algo singular –me habla mi otro yo, para animarme.
–Sí, sí, de acuerdo. Pero como en los documentales…
Mientras tanto, El azogue sigue retratando cuanto ve; descubre bichos por todas partes. Es como un águila avizora. Ve tantos seres selváticos que a veces los confunde con una sombra o con el muñón seco de un árbol. Pero no importa, porque gracias a su entrega y pericia, disponemos de una de la colección de fotos más magníficas que uno puede traerse de recuerdo.
Es increíble cómo “pilla” al indolente animalito oculto entre el ramaje. Él, o Pipi Calzaslargas son los que más bichos descubren.
De esta primera visita al mundo salvaje conservo en la retina la imagen de dos búfalos y la de un facóquero, una especie de marrano estrafalario con largos colmillos. ¿O a estos los vimos al día siguiente? Ni me acuerdo… ¡Tanto bicho hemos visto!
Como está oscureciendo, decidimos dar la vuelta y regresar a Skukuza. Algunos cenamos en una pizzería –en esto tampoco hay consenso– y otros buscan otro restaurante con comida más noble. Pero todos nos juntamos después para discutir qué hacer mañana. Mas mañana aún queda lejos; demasiado. Por en medio está la noche y es mucho tiempo.
Hay quien desea hacer todas las excursiones guiadas que el Kruger oferta. Pero los hay que no se apuntarán a ninguna. “Ya hemos visto fauna salvaje suficiente en el Serengueti y en Namibia. Preferimos quedarnos tranquilos, y tomar unas cervezas”, explican. Los que no renunciamos a seguir viendo a otros hijos de Dios y de la naturaleza, acordamos que la más interesante de las que se ofertan es, quizá, la excursión que empieza a las cinco de la mañana, a la salida del sol. A esa hora despiertan los bosques y en ellos la vida. Una gran mayoría de sus habitantes sale a cazar, a comer lo que otros cazan, a pacer o a guarecer, simplemente.
A las 4,30 en punto ya estamos dispuestos los cinco que hemos aceptado el reto de madrugar. Con la ayuda de una linterna nos acercamos al lugar de la cita. ¡Llegamos los primeros! Pretendemos coger un buen sitio, en lo más alto del camión, en primera fila. Desde la oscuridad van llegando otras voces: alemanes, ingleses, rusos… Como somos bastantes los que nos hemos apuntado, los conductores nos dividen en dos grupos: nosotros cinco (El impasible y La riñona, El explorador, El azogue y un servidor, El coloraíto, alias acuñado para mí por El conseguidor para que nadie se queje de que este cronista se ha quedado sin apodo) y un grupo de alemanes o afrikáners, que no lo tengo claro, completamos el vehículo.
Salimos con los faros encendidos y dos potentes focos de apoyo que nosotros mismos giramos hacia la maleza como si buscásemos presos huidos. Aquí y allá brillan dos puntos rojos, pero poco más que eso se ve del supuesto bicho. El conductor, orondo y parlanchín, nos explica en su inglés local, el comportamiento de las fieras. Apenas hemos recorrido unos cientos de metros por el asfalto, cuando nos cruzamos con una hiena, despreocupada, caminando por el arcén. ¡Ni se inmuta al acercarnos! O está acostumbrada a este trajín mañanero o es idiota. ¡Es que ni nos mira! Ella sigue su camino y nosotros rodamos a su lado algunos metros mientras la fotografiamos.
Poco a poco se hace la luz. Amanece. Comienza a llover y los que no se han traído ropa de abrigo lo pasan mal. El agua nos hostiga pues viene raseando de frente. Yo, que ya he aprendido que este grupo improvisa siempre y nunca se sabe por dónde va a salir, me he venido preparado por si las moscas: forro, chubasquero…
Durante el lento rular buscando los bichos –siempre por caminos asfalados– vemos varias cebras, jirafas, un elefante pastando y otro más paseando; toda clase de pájaros, algún ñu e impalas a mansalva; pero no leones. Ay, los leones, ¿dónde estarán?
Ya de vuelta hacia Skukuza, y pensando en el desayuno más que en cualquier otra cosa, una comunicación interna entre conductores informa que hay leones “esperándonos” no muy lejos. Damos media vuelta, nos adentramos por una pista de tierra un kilómetro, y allí están… ¡Como en el portal de Belén!
Un león con muy mal aspecto, tal vez enfermo, melenudo, cansado, similar al que abre la boca con desgana en las películas de la Metro-Goldwyn-Mayer, arrebaña las últimas briznas de carne en las costillas peladas de lo que se supone que ha sido una cebra. Le acompañan su pareja, la leona, más jacarandosa y lozana, y dos cachorros juguetones. Frente a ellos, siete u ocho vehículos como el nuestro, repletos de individuos que disparan clic-clic-clic, retratando la escena más curiosa y familiar que jamás se haya visto o uno pudiera imaginarse en el Kruger. ¡He aquí una familia de fieras feliz! Clic-clic-clic. Ya ves… Los humanos estresados y las fieras tan contentas, como si no fuese con ellos la fiesta.
Da la impresión de que aquel es su hogar. Juguetean frente a nosotros, se relamen, se sacan la lengua, se muerden (¡guuaaaauuu!) se revuelcan; se lamotean otra vez, se acarician con las garras, se hacen arrumacos, ¡ay, qué cariñosos!… Y, como si no fuera con ellos, quizá porque están ahítos, a los excitados visitantes ni nos miran. podrían, al menos, amenazarnos abriendo la boca, digo yo.
Estoy impresionado. Es como si estuviéramos ante una representación teatral. A lo mejor son marionetas movidas por hilos invisibles… Clic-clic-clic.
Decepcionados porque “no ejercen de leones” –ni siquiera nos han puesto mala cara– nos marchamos. De vuelta al campamento nos cruzamos con otro par de hienas displicentes deambulando por el arcén. Van como sonámbulas, como almas en pena. Una de ellas nos mira de soslayo al pasar. Ambas parecen cansadas. Caminan encogidas, dando saltitos. Eso sí, su mirar de reojo da escalofríos… ¡Claro, son hienas!
Uno de los principios de este grupo aventurero es que cada uno puede hacer lo que quiera. Como teoría no está mal, pero, en la práctica, resulta agotador porque a la postre todo se discute y con ello el viaje se atasca. Además de generarse debates interminables, nos paralizamos ante la toma de decisiones. Pues al final resulta que, a la hora de la verdad, nadie se larga para “hacer lo que desea”; más bien al contrario: nos enredamos en un bucle, en el “qué” o en el “cómo hacer”; y de ahí no salimos. La impresión que tengo a veces es que viajamos atrapados en una telaraña. Y atrapados en sus hilos, pataleamos, proponemos, opinamos, repetimos la propuesta… sin acabar de concretar nunca o casi nunca. Se nos pasa el tiempo y, agotados, concluimos con un “bueno, ya iremos viendo sobe la marcha”.
El resultado, ¡menos mal!, es que los efectos del debate son balsámicos; cuando al fin nos ponemos en marcha siempre lo hacemos en paz, sin alterarnos.
El problema, ya lo he dicho, es el tiempo que perdemos; tiempo que bien podríamos aprovechar para hacer “algo-más-útil”. Por ejemplo, otra excursión por nuestra cuenta. ¡Y la hacemos! Salimos del poblado eligiendo al azar la dirección, para descubrir que, vayas donde vayas, da lo mismo. Es decir, si solo vas a tener unas horas para ver bichos, pocos o ninguno verás. Lo ideal sería perderse sin prisas durante días o semanas por el Kruger. Por eso no recuerdo nada reseñable de este último recorrido… Salvo que… Ante la necesidad perentoria de tener que evacuar la vejiga, dejamos a un lado el asfalto y, aun a riesgo de ser atacados por algún animal disidente, pusimos pie a tierra y liberamos nuestros cuerpos. No nos ocurrió nada, pero, eso sí, mantuvimos todo el tiempo los ojos bien abiertos.
Llega el momento de partir. Tenemos una noche más en el PNK, en otro campamento. Pero las noticias que nos dan en el Centro de Recepción de Visitantes no son halagüeñas. Hay inundaciones por todas partes, incluido el campamento al que vamos a ir. Así que nos adjudican alojamiento en Berg-En-Dal, en la frontera sur del parque, a un centenar de kilómetros en línea recta.
Y partimos. Poco después de dejar Skukuza, la carretera se sumerge bajo las aguas torrenciales y hemos de darnos la vuelta. La opción es un rodeo de 200 kilómetros. ¿La mejor alternativa? Salir por dónde habíamos “visitado” el día anterior los leones. Ahora, los que no los habían visto sí quieren verlos; lógico. Quizá estén allí todavía.
En el cruce de caminos recordado nos desviamos a su encuentro. Efectivamente, allí está la familia dormitando, ¡La familia feliz del rey de la selva! Frente a ella, otra decena de coches con los correspondientes “visitantes” practicando el ritual conocido. Clic-clic-clic. Y los leones tan felices… No damos crédito. Será que desconocemos las costumbres de estas fieras que son, por lo que se ve, más sociables, incluso, que los humanos.
Nos vamos un tanto ofuscados. Abandonamos el PNK por la Nunbei Gate para tomar la carretera R538 y después la N4 (que une Sudáfrica con Maputo, capital de Mozambique), y luego dirigimos a Berg-En-Dal siguiendo el curso del Cocrodile river.
Debido a las lluvias torrenciales, el asfalto aparece cubierto de barro y maleza en algunas vaguadas. Al pasar por un pueblo, un grupos de jóvenes negros, voluntarios, se afana en limpiar los restos de la riada. Al reducir la marcha, se acercan a nosotros y nos piden “la voluntad”.
Atravesamos campos verdes, plantaciones de frutales. Hay agua por todas partes: lagos, ríos… Las tierras son fértiles por aquí. Junto al Crocodrile river, en las inmediaciones de la ciudad de Malalane, las plantaciones de caña de azúcar configuran un paisaje uniforme y monótono. Antes nos hemos detenido a almorzar, en White River, en un restaurante que elegimos al azar, el GumTreez Pub & Grill. Nos sorprende que las camareras sean chicas blancas. ¡Es la primera vez! Y la última… ¡No volveremos a ver en el viaje a personas de piel blanca trabajando! Aunque sí al frente de los negocios.
En el restaurante hay buen ambiente; prácticamente está lleno. Busco con la mirada a personas negras comiendo; sólo una familia; es todo lo que veo. La comida es abundante y sabrosa. Tomamos merluza a la plancha con patatas, cerveza y una excelente tarta de manzana casera. Café. ¿Total? ¡15 €! Reemprendemos la marcha. Seguimos inmersos en una región rica y muy fértil.
En las laderas de las colinas, junto al río Crocodrile, las casas unifamiliares se aprietan dibujando un paisaje blanco y verde. Los techos de hojalata refulgen al sol.
En la puerta de control al PNK presentamos la credencial que nos habían dado el primer día, al llegar; ningún problema. Por el camino –unos 20 km hasta el nuevo alojamiento– nos hemos encontrado, al lado de la carretera, con un elefante al que contemplamos a placer todo el tiempo que queremos; él está más que entretenido devorando las horas de un árbol. Unos kilómetros más adelante el encuentro es con una jirafa que, igualmente, nos hace guiños, y nos pide, creo entender, que nos bajásemos del coche para celebrar el acontecimiento. No le hacemos caso, pero ella reparte sonrisas y muecas para deleite de los que hacemos fotos.
Berg-En-Dal está en un lugar privilegiado en medio del bosque, junto a un río. También está vallado. Las instalaciones parecen más viejas que las de Skukuza; los senderos y caminos aparecen muy cuidados y los apartamentos son amplios, aunque envejecidos por el uso. Tienen muros de ladrillo visto y la cocina es muy precaria. El bar del complejo, en cambio, es de lo más moderno y elegante; tomamos una cerveza. En el restaurante de al lado solo se oye hablar en afrikáners, alemán, holandés…
Nos despierta en medio de la noche una tormenta con gran aparato eléctrico y una catarata de truenos. Antes de partir, por la mañana, nos enteramos que Skukuza ha quedado parcialmente cubierto por las aguas. ¡Ay!, nos hemos librado por los pelos.
(Continuará)
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Nota.- Al final del último capítulo se publicará una amplia selección fotográfica.
Un viaje pasado por agua😊Entretenido!
Muy bien contada la dinámica de funcionamiento de esos grupos, donde nadie ejerce de guía y todo discurre al albur de sensaciones o apetencias. Cuanto más numerosos, mayor batiburrillo.