Amparado en el anonimato, un tipo vulgar e imbécil, vamos, un energúmeno, vocea “¡mono!, ¡mono!, ¡mono!” y dos, tres…, una docena, una multitud le sigue y corea su grito; afortunadamente, no todos los presentes en el campo de fútbol, por supuesto.
El futbolista Vinicius, negro, pero que podía ser sólo oscuro, cobrizo o de cualquier otro color, lógicamente se enfada y, tirando del estatus que le da su calidad, alimentado por la ira y el hartazgo de ser cosido a patadas cada vez que juega –es uno de los mejores futbolistas que hay actualmente y eso los contrarios-forofos no lo asimilan fácilmente– decide protagonizar una protesta en el mismo escenario del suceso.
Hasta aquí los hechos. Nada nuevo, porque cada día que hay un partido de fútbol –y esto ocurre ¡todos los días!– los energúmenos se desahogan con estos estúpidos estribillos y cánticos. Es la condición humana; esa animalidad y primitivismo del que no acabamos de desprendernos.
La cosa es que la puesta en escena de Vinicius en el estadio de Mestalla (Valencia) se expande como la pólvora. Y como una mancha de aceite llega hasta las más altas instancias del Estado, incluso vuela sobre los océanos su eco y alcanza a los países más pobres, llega a la reunión del G7, a la del G30, la sede de las Naciones Unidas… ¡Hasta en la Biblia en verso se hacen eco del desprecio sufrido por Vinicius!
Y, ¡cómo no!, también esos medios de comunicación, que no pierden ripio, y están a la que salta, enredados como andan en captar adeptos al precio que sea. Todos ellos convierten el grito de un energúmeno en una noticia de hora punta que repiten en tertulias y magacines hasta provocarnos la náusea. Algunos de los periódicos escritos, o los que se difunden por Internet, hacen lo mismo sacando la rebeldía de Vinicius en sus portadas. Nunca un exabrupto tan tonto, pronunciado y coreado por unos descerebrados, tuvo tanto recorrido en esta sociedad de exhibicionismos y moralidad difusa. Esto, sospecho, no es más que el culto al aburrimiento de una sociedad hedonista, que nada en la abundancia en gran parte, y que, obviando los asuntos por los qué de verdad preocuparse, monta una algarabía para distraernos de lo importante.
Sí, cada día que pasa todo es más confuso; el vaso empieza a rebosar por todas partes. Porque da qué pensar que se emplee tanto tiempo en charlatanerías, sin resolver nada, para luego tirarse a la bartola y mirarse el ombligo mientras la desigualdad nos desangra como especie o nos destruye el medio ambiente.
Y a las pruebas me remito: en el Parlamento los diputados se insultan, mienten, dicen burradas y se lametean después, soltando eso de “con la venia” o se tratan de “señorías” mientras afilan los cuchillos que se clavarán por la espalda. ¡Y no pasa nada! Los diputados se saltan todas las normas del decoro en el templo de la Democracia y nos parece bien.
Vox, un partido racista, totalitario, xenófobo, populista… tiene carta blanca en los medios de comunicación. Por ejemplo, Ortega Smith, en sede parlamentaria, pronuncia: “Vox ha sido el partido que ha puesto encima del debate político la necesidad de terminar con todas las leyes ideológicas, especialmente las leyes de ideología de género y las leyes de memoria histórica”. O sea, quieren borrar las de los demás para imponer las suyas. Y su jefe, Abascal, suelta ante la masa que le corea: “Vosotros… que no admitís que se criminalice a la mitad de los españoles por su sexo con las leyes totalitarias de la ideología de género”. Y ni siquiera el tercer poder del Estado, la Justicia, se inmuta. También a los periodistas que entrevistan a estos seres atrabiliarios perversos todo les parece normal. Sí, aceptamos las mayores burradas y exabruptos con sombrosa normalidad.
Estamos haciendo estos días un juicio sumarísimo, de alcance global, a los tontos que gritan en un campo de fútbol “¡mono, mono, mono!”, pero nos da igual y aceptamos, con absoluta indiferencia, que decenas de inmigrantes se ahoguen a las puertas de casa, en el mar; aceptamos que se firmen contratos de cuatro horas y se le exija al contratado trabajar el doble; aceptamos que medio país se escaquea de pagar sus impuestos o que llevemos más de una década desmontando la Sanidad Pública para ponerla en manos de perversos especuladores que tratan a las personas de clientes y no de pacientes. Aceptamos que el Estado financie la enseñanza privada para convertir la Educación Pública en un gueto para desheredados e inmigrantes.
En fin, aceptamos que los políticos que anhelan gobernarnos abran la caja de los truenos diciendo que ETA está aquí todavía (cuando hace diez años que desapareció) para envenenar nuestras vidas con falacias.
Pues… resulta que… con todo lo que en este país tenemos pendiente de arreglar o mejorar, la estupidez de unos imbéciles (quizá un poco borrachos, quizá porque quisieron hacerse los graciosos, quizá porque su cerebro no dé para más) que se ponen a gritar en un campo de fútbol “¡eres un mono!” termina organizando la de San Quintín.
Sin querer uno intuye que la máquina de la manipulación y la propaganda se ha puesto a aventar el suceso y, como bobos, nos enganchamos a él que, con grandilocuente verborrea y opiniones sin sustancia, nos devora el cerebro. Porque, pienso, hoy, una gran mayoría de lo que conocemos como los medios de comunicación de masas (mcm), con la sociedad de consumo de su mano, nos tienen más atrapados e idiotizados que a Jack Nicholson (McMurphy) en Alguien voló sobre el nido del cuco cuando le dejaron hecho un pingajo sometiéndole a electrochoques.
Gracias, Joaquín, por poner “las palabras”, que os quedan, en su sitio. El mundo al revés es una realidad diaria a la que se suma la mediocracia y los silencios cómplices. Fuera de los estadios se insulta a la inteligencia todos días, pero el mercado lo controla todo y no pasa nada. Lo de Vinicius sí. Lo dicho, el mundo al revés.