Todo lo que habíamos bajado desde el intento frustrado de subir al pico Gjeravica volvimos a subirlo al día siguiente para girar en lo más alto a nuestra izquierda y adentrarnos, lomeando, en otro de los parques nacionales de Albania, una reserva natural, más que protegida, en torno al río Gashit, en el que, con un poco de suerte, veríamos algún oso, según dijo el guía. El recorrido resultó increíble. Las vistas espectaculares. A medida que descendíamos las hayas gigantescas nos atrapaban; mirábamos y no dábamos crédito. Me vino a la mente la visita al parque nacional de Yosemite (EE UU), cuando descubrí las secuoyas, unos árboles que cuesta imaginárselos; que no se comprende lo inmensos que son hasta que no estás delante.
Hipnotizados por el espectáculo, avanzamos despacio, en fila india, procurando no hacer ruido. Durante casi dos horas, siempre descendiendo –a veces por pendientes superiores al 70%– buscamos el fondo del valle y el río para pasar al otro lado.
A pesar de la precaución y el silencio con el que nos movemos no vemos ningún oso. Tampoco nos topamos ni oímos a otros animales. Nada. Ni pájaros, ni aves, ni bicho a cuatro patas que se precie. Nada de nada.
Un tanto desencantados, decepcionados más bien, rompemos a hablar y nos hacemos bromas. Alguno se pone a fantasear: “¡Osos, cobardes, ¿dónde os metéis?! ¡Venid aquí!”
Reímos e invocamos a las hadas y elfos del bosque para que muestren su poder. Hasta que uno de los muchos expertos en plantígrados que había en el grupo, exclama: “¡Mirad, mirad, aquí hay una huella…!” “¡Aquí, aquí; venid aquí, esta es una pisada de oso!”, señala convencido, marcando en el suelo la huella con su bastón, invitándonos a que nos fijemos en el barro troquelado.
Bueno, podría ser… –pensamos todos–. Si lo dice el experto… (Nos reímos) Claro, como te pasas todo el día haciendo el oso… ¡Habrá que creerte! –aceptamos con sonoras carcajadas.
Y así fue como dimos por finiquitada la excitante aventura del avistamiento de plantígrados en el parque nacional más secreto y cuidado de Albania.
¡Una huella en el suelo! Eso fue todo.
¡Qué decepción! Y volvimos a caminar en silencio.
Media hora más tarde de la visión de la pisada misteriosa, dejamos atrás el bosque infinito para salir a una explanada donde una familia de pastores cultivaba una huerta. Llegamos hasta ellos y enseguida nos invitaron a sentarnos en un banco corrido, encaramado sobre una tarima y protegido del sol por un techo de ramas secas. Obviamente, el chiringuito era perfecto para recibir a los “turistas”. Turistas como nosotros que los guías hacen que se “pierdan” por allí. Sin duda era el lugar adecuado para hacer un alto en la travesía. Después de tanto bosque deslumbrante y de tanta tensión acumulada ante el peligro de ser devorados por un oso u otras fieras, aquel rincón de paz invitaba a la pausa y al relajo. Unos tomamos té y otros, coca-cola. También nos ofrecieron yogur hecho por ellos y… ¡Oh sorpresa!, unas patatas asadas, humeantes, que sabían y olían a troncos de leña.
Las trajo el pastor recién arrancadas de la lumbre. Quemaban. Tenían la piel reseca y algunas manchas oscuras debido al contacto con las brasas; tomé una entre mis manos, le sacudí la ceniza y la abrí por la mitad. Una nube de esencias y aromas inundó el chiringuito para comunicarnos los secretos que esconde la tierra. La rocié con unos granos de sal. Y, al probarla, no pude evitar acordarme otra vez de mi abuela. La escena se abrió paso, de golpe, desde los manantiales del recuerdo. Sentí entonces un chasquido, como si las imágenes me las hubiese traído un relámpago. De pronto reviví aquellas noches de invierno, cuando mi abuela Delfina, sentada en su silla de enea, preparaba, apartando hacia un lado el centro de la hoguera, un lecho de ceniza, para colocar sobre él media docena de patatas que cubría con más ceniza y un poco de borrajo. Luego atizaba la lumbre y esparcía alguna brasa más por encima.
Entonces cruzaba sus manos arrugadas sobre el halda y se disponía a esperar, sin apartar la vista del fuego, a que se asasen las patatas. Cuando estaban ya en su punto (¡ella siempre sabia cuándo!) tanteaba con unas tenaza en el montón, retiraba la ceniza con cuidado, y como si fueran las pinzas de un cangrejo gigante iba cogiendo una por una, para depositarlas al lado, sobre la loseta de granito. Luego las limpiaba bien con un trapo y las ponía en una fuente de barro. A continuación las abría por la mitad y las espolvoreaba con unos granos de sal y, a veces, con un soplo de pimentón o un hilo de aceite. ¡Ay, qué manjar! ¡Qué delicia! ¡Qué ricas estaban!
El tiempo de asueto en el chiringuito de los extrañados pastores duró muy poco, un instante; justo los minutos de espera a que se enfriara el té. Mientras, saboreamos con ganas y dimos buena cuenta de las patatas.
Reemprendimos la marcha.
Descansados, nutridos y poseídos, ya, por la fiebre de alcanzar cuanto antes el refugio, el que sería nuestro penúltimo “hotel” en la emocionante travesía de los Alpes Dináricos, enfilamos hacia el monte que teníamos enfrente y, prácticamente campo a través, comenzamos a subir en vertical, entre una maraña de helechos que nos cubrían hasta la cintura.
Cuando llevábamos una hora gateando, alcanzamos un sendero trasversal que tomamos hacia la izquierda. No tardamos mucho en llegar a Balqin (Balciq, Balçina e Luzhës) donde pasaríamos la peor noche de todas (¡lo que nos faltaba por vivir!) de esta insólita aventura montañera, en la que hemos saltado de país en país varias veces.
¿Las cabañas de Balqin? Como todas, pero peores. Además, estaban sucias. Las mantas hacia siglos que no se ventilaban. Y las rendijas que había entre las tablas eran tan grandes que parecían aberturas propicias para que los osos metiesen el hocico por ellas. El retrete… ¡Uf! Y el lavabo (por darle un nombre) parecía una instalación de esas que exhiben ahora en los museos de arte experimental. Allí, en medio del campo, habían asentado, sobre un viejo tronco, una pileta de latón con un artilugio conectado a una manguera que recogía el agua de un manantial, montaña arriba. Como en la manguera entraba el aire, el chorro salía irregular y a borbotones, salpicando en derredor como una fuente rodeada de fuegos artificiales.
¡Ay, qué frío hacía!
La solución a tanta inclemencia la encontramos encerrándonos en la cocina, donde la esposa del pastor y “administradora” del chamizo se afanaba en prepararnos la cena, atizando una destartalada estufa-horno que había en el centro del minúsculo habitáculo. Concentrada y ausente, sin reparar en nosotros, la mujer ponía sus cinco sentidos y empeño para que la comida le saliera bien.
El cubículo, además de salón comedor y cocina, era también el dormitorio familiar. Allí nos encerramos todos, los once montañeros, el guía Guery y el matrimonio con su hijo grandullón viejuno. Apretados, arracimados, pegándonos unos a otros como lapas, intentábamos combatir el frío mientras la dueña, circunspecta, abría y cerraba la trampilla del aire en la estufa vigilando que el fuego se avivase con el fin de que la sopa, que hervía en un caldero, acabase de hacerse de una vez. La señora no se daba tregua; iba y venía entre aquella maraña de cuerpos que ignoraba tanto como nosotros a ella; daba la impresión de que no le importaba lo más mínimo su invisibilidad. Tenía su tarea, una misión que cumplir, y a ella se entregaba; aceptaba resignada la surrealista situación de verse rodeada de extraños con los que, literalmente, tenía que rozarse a pesar de su condición de mujer musulmana.
De pronto salió fuera y volvió con un paquete de harina que extendió sobe el tablero de una mesa minúscula de la que apartó como pudo, arrinconándolos, un montón de cacharros. Roció la harina con agua, le echó un leve puñado de sal y la amasó con brío y decisión. Una vez cuajada la masa lo extendió en una bandeja de metal y fabricó en un instante una especie de roscón que rellenó de verduras. Luego introdujo la bandeja en el horno.
Mientras tanto, dábamos cuenta del raki que tan generosamente te ofrecen por allí. Algunos ya no contaban las copas para no tener que preocuparse y otros alargaban el trago buscando el equilibrio que da siempre ese “puntito de alcohol” en sangre. Éramos tantos, en tan corto espacio, que acabamos por lograr que los cuerpos se templasen. Hasta que la señora anunció que el pastel estaba hecho (aunque no demasiado, pensé después, al probarlo), invitándonos, con un gesto, a abandonar el cubil. ¡Era el momento de la cena!
En otra cabaña, justo al lado, a diez pasos, la familia había arreglado para la ocasión una mesa con mantel y los accesorios necesarios para un banquete: platos, cubiertos, vasos, servilletas de papel… ¡Una mesa comme il faut!, que diría un francés cultivé. Y esto sucedía en un lugar perdido, en la frontera de Albania y Montenegro, a dos mil metros de altura, con una temperatura de varios grados bajo cero y sin un mísero tronco que calentase la estancia.
Sí, el problema era el frío; se cortaba con un cuchillo. Mas no quedaba otra que resistir y alimentarse. ¡Y resistimos! ¿La cena? Deliciosa, como siempre. ¿O era el hambre que teníamos? No, en serio, todo estaba exquisito. ¡Y sorprendentemente sabroso! Máxime cuando habíamos asistido a su preparación y visto las condiciones precarias en las que la señora había llevado a cabo su preparación. El padre y el hijo hacían de camareros. Y Guery interactuaba, intercedía, preguntaba, nos explicaba o nos aclaraba todas las dudas que surgían sobre los manjares que ingeríamos u otros temas. Pero, antes o después, volvía a lo suyo; a su particular “imperio albanés”. Masticábamos de prisa, casi engullíamos; había que salir cuanto antes de allí si no queríamos correr el riesgo de acabar congelados, convertidos en estatuas de hielo en la montaña.
La retirada fue en desbandada. Todos salimos huyendo como esas aves que se espantan cuando oyen un disparo o asoma un depredador; cada cual voló a su nido y dijo, corriendo: “Adiós… Buenas noches”. Y desapareció
Si había Internet… ¿Lo había? No lo recuerdo. Pero el ritual era el mismo siempre: Estaban los que se enfoscaban con diez mantas y se ponían a chatear con algún ser querido o a mandar las fotos del día… Imagino que a más de uno… al cabo de media hora conectado con Sevilla, por ejemplo, la realidad se le escapaba entre los bits, las apps y los deseos. Balqin ya no existía a partir de ese momento para ellos. Y viajaban lejos de Albania, mientras se veían paseando, es un decir, por el parque de María Luisa, en la capital hispalense.
Desde luego, estas cosas pasan cuando uno se pierde en Internet. En cambio, los que no teníamos móvil, y sin otra cosa qué hacer que esperar a que nos llegase el sueño, recorríamos los parajes, minuciosamente, por los que habíamos transitado ese día y, una vez que el viaje sensorial concluía, saboreábamos la quietud de la noche, incluso el frío que nos envolvía, mientras nos transmutábamos en ángeles o en alguna entelequia. Seres de otro mundo caídos por azar en aquel insólito lugar del planeta. Y así, desde esa nada, perdidos como una mota de polvo en la infinitud del universo, nos dormíamos.
Mas la realidad siempre regresa. Y la noche que pasamos en Balqin, como la parca, lo hizo a las tres de la mañana. Entonces comenzó el ritual de tener que salir del agujero y de vestirse; la tiritona incontrolable que te ataca; buscar el frontal para alumbrarse al tiempo que tratas de evitar despertar a los compañeros de chamizo; abrir suavemente… o arrancar literalmente a tirones la puerta que se ha quedado encajada y no va para atrás ni para adelante; descender por una escalera vertical en la que cada paso es un reto al equilibrio; mirar al cielo y querer ser una estrella como las que brillan allí arriba porque la soledad y el frío, abajo, te devoran; correr, correr hacia el retrete y tropezar con un pedrusco o resbalar con la puta boñiga que sembró ayer por la tarde la puta vaca en aquel puto lugar; bajar los escalones hacia el váter con cuidado para no caer de narices; seguir tiritando, tener frío, más frío, apretar con toda la fuerza del mundo los esfínteres porque no llegas; tirar de otro portón que no abre ni se cierra. Y descubrir una garita con un agujero oscuro en el centro que se hunde en el barranco hasta el centro de la tierra. Quedarse allí, cerrar los ojos y esperar a que pase el temporal…
(Continuará)
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Nota del autor.- La crónica de este viaje concluirá con el último capítulo, el 8º, que se publicará mañana. Espero haberos mantenido entretenidos. En cuanto a las fotografías, además de las que ilustren cada entrega, publicaré, al final, una “galería fotográfica” con una amplia recopilación de nuestras andanzas por los Alpes Dináricos.
Bonita la descripcion de la huella del oso y como comiste las patatas recordando a tu abuela y
tu disfrute por esos hermosos bosques
«…y tropezar con un pedrusco o resbalar con la puta boñiga que sembró ayer por la tarde la puta vaca en aquel puto lugar … »
Me ha dado un golpe de risa, porque te he imaginado diciéndolo de viva voz.
Doy fe de cada puta ja,ja,ja.
Me encantan tus crónicas, porque me hacen volver a sentir momentos vividos empujándome al deseo de volver a iniciar nuevas aventurillas con las que tanto disfrutamos.
Gracias.
Un abrazo amigo Joaquín.
Joaquin: en esas circunstancias hay proveerse de un recipiente a modo de orinal para ahorrarse angustias a la hora de evacuar la vejiga. He llegado a oler las patatas. He echado de menos un buen aceite de oliva y una pizca de pimienta. Un abrazo.
Realmente fue un espectáculo cómo la señora preparó tanta tanta t tan buena comida, friendo, cociendo y horneando a la vez varios platos; y tanta cantidad que podría haber dado de comer al doble de comensales.
Gracias, Joaquín, por recordarnos aquellos momentos