Caminando por las montañas de Albania, Kosovo y Montenegro
5. Una ducha para tres… bajo la nieve

Salimos de Çerem, cruzamos un arroyo y observo que enfrente, en la ladera, hay dos tumbas solitarias, cubiertas, literalmente, por flores de plástico. Ya había visto en otros cementerios la afición que hay por aquí a las flores inodoras.

            Comenzamos a subir por un bosque de robles y en un claro nos topamos con una pareja desperezándose; acababan de salir de la tienda de campaña que habían plantado allí para pasar la noche, quizá sin saber dónde, pero que, ahora, al despertar, la alborada les tenía hipnotizados. Un centenar de metros más arriba descubrimos a otra pareja atizando un infiernillo; preparaba el desayuno. Viajar así, sin prisas; perderse entre montañas y pasar la noche en cualquier rincón, al azar, allá dónde a uno se le ocurre, sin saber qué sorpresas va a traerle la mañana, es magia pura.

            El encuentro con estos jóvenes me retrotrajo a experiencias ya olvidadas, cuando fui un trotamundos por Europa: Francia, Grecia, Italia…

            Llegamos hasta una pista de tierra y caminamos un par de kilómetros por ella. En un momento dado, sin nada reseñable en el entorno, descubrimos una especie de balcón, un mirador. Un artilugio de hierro que David, el guía, calificó de “monumento a la estupidez”. Y la verdad es que, por su ubicación, no parece tener mucho sentido; tan solo unos metros más adelante la vista sobre el valle era infinitamente mejor. “El pretendido balcón-mirador”, argumentó David, “es una de esas muchas cosas que financia la Unión Europea, que nadie entiende, y que sirve a más de uno para aprovecharse”.

            ¡Cuarto día de marcha y capítulo quinto de esta crónica! No sé por qué recuerdo ahora que aquel día pensé que no me cansaría ya nunca más; que a partir de ese momento me costarían menos esfuerzo las subidas. Mas fue puro espejismo, porque, a medida que fuimos ganando altura, la fatiga estuvo de vuelta. Alcanzamos, después de una hora, el primer collado del día y David nos comentó: “Estamos a punto de entrar otra vez en Montenegro”.

            Una vez allí arriba, el sendero discurría entre bosques y resultaba fácil seguirlo; no tenía grandes desniveles. Serpenteamos varias horas faldeando en montes de Montenegro, a una altura cercana a los 2.000 metros. El cielo seguía gris y el día pintaba triste. Sin avisar, comenzaron a caer copos de nieve. Volvemos a agruparnos en un nuevo collado que es frontera; en este caso, entre Albania y Montenegro. Es en ese punto donde alcanzamos la altura máxima que habríamos de salvar en la jornada.

Camino de Doberdoll (Albania)./ Foto JM
Camino de Doberdoll (Albania)./ Foto JM

            A partir de aquí, el camino discurre siempre tendiendo a bajar. Durante varias horas seguimos un sendero que es una serpiente ondulada; un continuo tobogán; un hilo interminable que nos guía hasta el último repecho, literalmente una pared de cien metros de altura. Cuando parecía que la jornada había concluido, hemos de gatear otra media hora para asomamos al valle misterioso, rodeado de montañas, atravesado por un torrente de agua: ¡Doberdoll! ¡La meta!

            El paisaje, como de cuento, lo completan las cabañas desperdigadas por el valle y los rebaños de vacas y ovejas paciendo.

            La tarde está desapacible y el frío nos encoge. Doberdoll, cada verano, es un hervidero de gente, pero el día que nosotros llegamos, a las puertas del otoño y con la borrasca persiguiéndonos, apenas quedaba gente por allí que no fueran los autóctonos.

            ¡Doberdoll, ay Doberdoll! ¡El mito! Un lugar extraño, mágico, que, por esa sonoridad que encierra el nombre, bien podría ser la capital de un imperio, una ciudad legendaria perdida o el refugio de un santón… Incluso la ruina de un mítico reino, como el de la isla de Jauja, en dónde todo era posible. Pero no, Doberdoll fue una trampa, el lugar más inhóspito de cuantos visitamos en toda la travesía.

La magia del musgo y las setas./ Foto JM
La magia del musgo y las setas./ Foto JM

             En la noche que pasamos en el congelado Doberdoll, los deseos de indagar en el valle y sus misterios se truncaron. El frío y las malas condiciones del alojamiento nos vistieron con una tiritona que nos impidió indagar en su historia.  Aún así, reímos; nos reímos mucho.

            Estábamos llegando. Avanzábamos deprisa entre las vacas mientras soñábamos con una ducha caliente y la posibilidad de descansar. El día había sido duro… Pero, ¿qué misterios, qué trucos, nos esperaban? Para empezar, nos adjudicaron una única cabaña. Estaba construida con tablas de madera, de corte irregular. Enseguida descubrimos grietas y rendijas… ¡tan abiertas! que por ellas podía pasar un gato. Una escalera empinada, situada en el centro, conducía hasta un altillo en el que podrían dormir, nos dijeron, cuatro personas. El resto, en el suelo sobre unos colchones corridos. ¿Pero quién sería el valiente que se atreviese a subir al palomar? Y me viene a la memoria un pensamiento y el recuerdo de una pareja amiga que, correteando por el mundo, vivieron una experiencia inolvidable en una situación similar: perdidos en la India, en una aldea del Himalaya, sin albergue ni cobijo para el sueño y el amor, un viejo campesino les ofreció una cuadra en la que había levantado un pajar sobre las cabezas del ganado, a modo de dúplex, ocupando la mitad de la parte más alta del engendro. Y allá subieron ambos, los dos enamorados, dispuestos a dormir… ¡Y tan contentos de haber encontrado posada! Pero, cuando a eso de las tres, las cuatro de la mañana, mi amigo sintió el cosquilleo característico que imprime la vejiga para avisarte de que has de ir a orinar… Él se incorporó ¡aún medio dormido! y echó a andar para salir a la calle… ¡Zas! Lo que se oyó fue un golpe seco. ¡Zas, zas…!, estos más suaves, amortiguados por el revuelo que se armó entre las cabras.

El hombre que lo sabía todo de las cumbres y pudo reinar./ Foto JM
El hombre que lo sabía todo de las cumbres y pudo reinar./ Foto JM

            Mi amigo había volado como un fardo hacia el suelo, con una parada previa en los cuernos de las cabras, cayendo al fin maltrecho. ¡El golpe fue sonado! El último paso hacia el vacío… como le pilló, al pobre, de sorpresa, le condujo como a un ángel, o como a un pelele tal vez, a la cornamenta cabril, incrustándose al instante en una telaraña de cuernos, de lo que resultó una pierna rota, vamos, hecha añicos, además de una amplia colección de moratones. ¡Ocho días tardó la pareja en llegar a un hospital con garantías, donde le curaron y le escayolaron la pierna!

Como en días precedentes, siempre, al concluir la etapa, lo primero que hacemos es elegir dónde dormir; cada uno busca su sitio. Al altillo subieron los más jóvenes y Alfonso, El Explorador del Far West, que reivindica una nueva etapa juvenil. Los demás dormiríamos en los colchones distribuido por el suelo y enterrándonos en matas para combatir el frío. ¡Y la puerta no cierra! La corriente era tan intensa que se nos movían las orejas. Sí, dormiríamos “bajo techo”, ¡cierto!, pero iba a ser como dormir a la intemperie

            En esto que pasa un nublado por el cielo y nos distrae soltando copos de nieve; luego, enseguida, se asoma el último rayo de sol. Pero es una engañifa, porque el frío es tan intenso que ni buscando la solana y poniéndote al abrigo de la barraca-dormitorio se entra en calor. Se nubla el cielo otra vez y cae más aguanieve.

            Para entretener mejor la espera hasta la hora de la cena, algunos se enfoscaron en la cama y otros fueron a refugiase a una cabaña que hay frente al “dormitorio” y que hace el oficio de sala de estar-comedor. En el lugar había una estufa que solo echaba humo para dentro. Cuando esto sucedía, los congregados huían como ratas de allí, embutidos en sus plumas y tosiendo, soltando maldiciones. Pero, para animarles a que volviesen, estaba la gentil Natalia, la hija de los dueños.

            Natalia parecía una mariposa; no paraba de volar ni de moverse. Animaba a todo el mundo en inglés, mientras reía y sonreía, burlándose del frío y de nuestros gestos ateridos. Qué simpática… ¡Qué agradable, Natalia! A ella no parecía afectarle la borrasca. Iba de un sitio a otro, resuelta y diligente, como si estuviese en un resort de vacaciones, en algún punto del trópico. No paraba. Desenvuelta y servicial, siempre esta al tanto para que no pasásemos frío y atender nuestras peticiones.

            Pero la estufa seguía negándose a funcionar… Tampoco había leña suficiente, preparada para atizarla.

            Llego, entreabro la puerta y asomo la cabeza. Allí estaba, en penumbra, reunido el cónclave de congelados, rodeando la estufa. Como si entre ellos se hubiese colado un profesor de anatomía y fuera a impartir una clase… Todos tocan al chisme, todos opinan sobre su extraño funcionamiento, todos creen saber como se ha de hacer para que funcione y no escupa humo.

            La estufa es trasto viejo, desvencijado, en el que no hay manera de hacer arder la leña y menos que la combustión coja fuerza. Unos no paran de atizarla y otros abren más o menos, sin estarse quietos, el tiro. A la mayoría les basta con opinar. Al fin y al cabo es una forma de pasar el tiempo como otra cualquiera mientras llega la cena; porque, al menos hablando, se olvida uno del frío.

La magnitud del paisaje./ Foto JM
La magnitud del paisaje./ Foto JM

            Y entonces llega la noticia de que hay agua caliente.

            Sí, la hay, pero la ducha está apartada, casi en territorio extramuros, y tiene su intríngulis. Alguien explica entonces que para que todo el mundo pueda ducharse es mantener y absolutamente necesario que el grifo quede abierto de forma permanente pues cerrarlo es arriesgarse a que el calentador… o lo que sea, deje de funcionar. Si, por lo que fuere, alguien olvida la consigna, que se prepare… Porque es muy posible que los damnificados, obligados a no ducha, caigan sobre él como una manada de hienas Así, pues, se echa el bando y se avisa para que al menos tres del grupo se vayan preparando…

            Se publicita entonces una lista en voz alta con el fin de que los candidatos a ducharse estén bien avisados y la cadena no se rompa. Mientras uno se enjabona y aclara a toda prisa, otro espera al lado –tampoco hay garantías de que vaya durar el invento, por eso hay que apurarse– y un tercero, fuera, va desnudándose para que, en cuanto salga el primero,  él pase rápidamente para dentro.

            Visto desde lejos, en medio de aquel páramo que era el valle de Doberdoll, entre altas montañas y con un día de perros de por medio, el insólito espectáculo parece formar parte de un teatro. Resulta divertido. El que está debajo el agua caliente se enjabona cuanto quiere, todo lo deprisa que puede, disfruta y canta a voz en grito. Pero el que espera tiritando a su lado, no hace más que meterle prisa mientras no para de dar saltitos y de empujar a su amigo para “robarle” algo de agua y combatir el frío. Las gotas que le salpican, alimentan su deseo de meterse de una vez debajo del chorro caliente.

            Como si no pasara nada, insiste en empujar “sin querer”, al que está enjabonándose con los ojos cerrados, para “robarle” él chorro. El que canta refunfuña tras sufrir los maliciosos empujones, y le ruega que espere a que termine, mientras le amenaza con quedarse allí de por vida. O le devuelve el empellón y estalla un rosario de protestas y de risas. Hasta que un “bueno, ya está, me marcho, todo el agua para ti”, rompe el encantamiento de la escena. El primero sale huyendo, se cubre como puede y regresa a la cabaña-dormitorio. El  segundo disfruta en solitario unos instantes del agua caliente y el tercero se apresura a dejar caer la última prenda de ropa antes de entrar al cubil-ducha resoplando y aterido de frío. Fuera, caen copos de nieve.

            La organización para ducharse resultó todo un éxito: así pudimos disfrutar de la sensación de estar limpios y calentitos, aunque, esto último nos duró apenas unos minutos, pues, según moría la tarde, aumentaban los grados bajo cero.

            En la cabaña-comedor continuaban con la disección de la estufa, que cada vez echaba más humo y menos llama. Habían conseguido prenderla al fin, pero ahora les falta leña. Entonces me acerqué a la leñera, descubrí un hacha por allí, y valiéndome de mi experiencia de “niño campesino” y sacando el arsenal de viejas mañas y el recuerdo de algún truco, conseguí partir los troncos para acabar preparando varias brazadas de astillas que según Rafael, El Feliz Alternativo “nos salvaron la vida” esa noche. Rafa se había constituido en intendente y maquinista del ingenio; toda la tarde-noche estuvo al pie del cañón, ocupándose de que el cacharro se mantuviese sin apagarse.

            Por lo demás, la velada hasta la hora de cenar resultó muy divertida. Mismo la cena fue una fiesta. Los varios platos de sopa que cada uno se tomó nos protegieron de acabar congelados. Luego vino el raki… y la infusión. Hasta que, a eso de las nueve, nos fuimos a dormir. Antes nos contamos varios cuentos, entre risas y entusiasmo envuelto en vaho, en un intento de espantar la media docena de grados bajo cero que nos estaban acorralando.

            También nos reímos mucho antes de dormirnos, cuando cada uno estaba ya embuchado en su hurera. El Feliz Alternativo y Antonio, El Monje, su hermano que habían sido los valientes al subirse al altillo –eran los más jóvenes–  se pasaron un buen rato contando desvaríos y provocando la risa de todos; imagino que para no tener que pensar en las horas de congelación que tenían por delante. En algún momento sugirieron que alguien fuese –se pidieron voluntarios– al corral de las ovejas y se trajese un par de ellas por cabeza, a fin de que cada uno intentara seducirlas, meterlas bajo las mantas después, y acurrucándose junto a ellas sobrevivir.

            Mas caímos en los brazos de Morfeo enseguida… Bueno, algunos; pues otros –lo supe al día siguiente– ni siquiera embutidos en diez mantas habían pegar ojo. A mí me había ocurrido algo igual en Bolivia, en el Salar de Uyuni. Desde entonces tengo aquella noche incrustada en el cerebro. Allí me pasé hora tras hora tiritando a dieciocho grados bajo cero. Estábamos a más de cuatro mil metros de altura y en unas condiciones semejantes a las del misterioso Doberdoll. Recuerdo que me eché  tantas mantas encima que aunque intentaba cambia de postura era imposible… ¡Y el frío seguía allí! Aquí la situación no era tan extrema, pero el miedo a no entrar en calor era casi peor.

            Las excursiones de esa noche hasta el “cuarto de baño” (eufemístico nombramiento, por mi parte) merecen también una mención, aunque sea breve, pues atender a esos quejidos del cuerpo que piden una liberación urgente, salir del nicho que te has construido y calentado con tanto esfuerzo, y desplazarte bajo el ímpetu de la borrasca hasta el retrete por un paisaje congelado… Con una puerta que no cierra, sin luz, y ni una cisterna con agua para puedas tirar de la cadena… no es una aventura recomendable.

            Por la mañana, el sol salió a su hora pero duró solo un instante. Porque enseguida volvieron las nubes y la borrasca se apoderó otra vez del valle. Desayunamos como siempre, abundante y rico, mientras combatíamos el frío pegando saltos y frotándonos las manos.

            Nuestro Gran Conseguidor, que llevaba ya unos días anunciando que estaba resfriado, decidió que él, en esta etapa, se iría con las mochilas en el 4×4 hasta el próximo destino. Conociéndole, y sabiendo cómo goza él de las montañas, la renuncia debió ser dolorosa. Pero la razón, en este caso, se impuso acertadamente a la emoción.

            Partimos…

                                                                                                           (Continuará)

 

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Nota del autor.- La crónica de este viaje consta de ocho entregas que se publicarán dejando uno o dos días por medio, a partir de la primera entrega. En cuanto a las fotografías, además de las que ilustren cada capítulo, publicaré, al final, una “galería fotográfica” con una amplia recopilación de nuestras andanzas por los Alpes Dináricos.

4 comentarios Añade el tuyo
  1. Ja,ja,ja. He vuelto a revivir los momentos de frio, risas, humo de chimenea y el intento de aguantar las ganas de orinar para no tener que salir fuera.
    Un abrazo amigo Joaquín. Ha sido divertido el recordarlo.

  2. Me asombra la memoria que tienes para recordar todo tan nítidamente. Entre los recuerdos y la tabulación te esta quedando una narración magica

  3. Me he divertido mucho recordándolo, Joaquín. Creo que tanta risa se debía al nerviosismo ante la incertidumbre de una noche tan fría. Realmente castigadora.
    Un abrazo

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