Caminando por las montañas de Albania, Kosovo y Montenegro
1. Cuando la voluntad vence al miedo

La furgoneta arrancó y Tirana se hundió en la penumbra. Sus cristales ahumados filtraban, según avanzábamos, una ciudad irreal, lenta, como cuando se va a un funeral. Parecía faltar aire en la calle; los transeúntes se movían como autómatas, igual que hacendosas hormigas acarreando su pan hacia el hormiguero.

            Sin duda el cuadro era fruto de la imaginación; las lunas ahumadas del furgón dibujaban un mundo apagado. La realidad, desde dentro, mostraba una sombra descompuesta, sin vida. Pero, afuera, seguro que todo era distinto.

             A esa hora, las nueve de la mañana, Tirana se asemejaba más a un tiovivo girando en la feria del capitalismo que a cualquier otra cosa. La que fuera el paradigma del marxismo más radical y resistente de Europa, bullía, ya, como un gigantesco e hirviente caldero desplegando su fuerza de acción y rugidos. Cláxones por todas partes y estallidos de ruido como si estuviésemos en medio de una tormenta. Aceras atestadas de gente caminando deprisa; atascos interminables y lío en los semáforos; grúas sembradas como árboles muertos rompiendo el techo del cielo; cientos de edificios en construcción; rascacielos recién estrenados…

            Era evidente que los señores del dinero habían conquistado a la indómita Albania.

            Cuando apenas llevábamos un cuarto de hora de camino, descubrí sorprendido que había olvidado el móvil en la sala de recepción del hotel Capital. Al comentarlo con David, el guía, este me propuso volver a buscarlo, pero yo le dije que prefería prolongar lo que había practicado con acierto en verano: la restricción de su uso.

            Estaría diez días sin él, desconectado del mundo y de las redes sociales. Así sería, imaginé, más interesante el viaje; una travesía por el corazón de los Alpes Dináricos cruzando fronteras, subiendo y bajando por el entramado de montañas que unen o separan, según se mire, Albania, Kosovo y Montenegro. Sí, viviría la experiencia alejado de ese hilo tecnológico que de continuo nos “llama” e incita a que lo usemos.

            Como ocurre a veces en las misiones arriesgadas del cine de acción, cuando a algún protagonista le entra el pánico, a mí, en esos momentos, la melancolía me atacaba. En mi mente revoloteaban deseos de renuncia, quería huír. Entre otras cosas, porque el tiempo, que nos habían “prometido” estable y caluroso, comenzaba a torcerse.

            La camioneta avanzaba despacio. Mientras unos dormitaban en su asiento, otros observábamos, inquietos, cómo la lluvia nos envolvía. Cada vez llovía más. Ni siquiera la música autóctona que sonaba en la radio del furgón lograba sacarme del bucle melancólico en el que me estaba sumergiendo. El conductor no paraba de hablar por teléfono; su gestualidad y la cháchara en albanés (supongo) me tenían abducido; le miraba… Observándole, oyéndole, siguiéndole en sus gestos, comencé a imaginarme que estaba en el cine viendo una película albanesa en versión original.

Primera visión de las que serían nuestro hogar durante ocho días, tan bellas, atractivas, tenebrosas.../ Foto JM
Primera visión de las montañas que serían nuestro hogar durante ocho días: tan bellas, tan atractivas; ay, tan tenebrosas…/ Foto JM

            Entre tanto, desde el fondo, el vozarrón de El Meteorito Que Viene, es decir, la voz de Manolo que departía con Alfonso, El Explorador del Far West, se mezclaba con el folklore de la radio y el parloteo del conductor albanés. Manolo y Alfonso venían manteniendo, ininterrumpidamente, desde hace cuatro días, una charla encendida que no tenía visos de acabar nunca. El primero defendía atrevidas teorías para corregir las desigualdades del mundo y el segundo lo rebatía, rotundo y a la vez conciliador, esgrimiendo argumentos de “pura realidad” con los que intentaba demostrarle “lo contradictorias y acomodaticias que son las personas”.

            El debate-charla-conferencia entre ellos había comenzado cuatro días antes en la estación de Santa Justa, en Sevilla. Desde entonces no habían parado ni un minuto de hablar… ni siquiera durmiendo. Lo sé porque compartí  habitación con ellos varios días.

            El furgón seguía avanzando; las montañas comenzaron a pintarse a lo lejos rasgando el horizonte. Estaba preocupado. Me asaltaba el temor a “no dar la talla”. ¿Y si me fallaban las fuerzas? ¿Y si me lesionaba en una rodilla o me atacaban los calambres? ¿Tendría que renunciar a la travesía? ¿Cómo saldría del laberinto de montañas cuando me quedase retrasado? Además, acababa de pasar la Covid… Y a ver cómo se comportaban mis pulmones. Todo eran incógnitas, dudas…

             Un hormigueo intenso, de inseguridad, me corría por el cuerpo mientras me asaltaban mil temores… ¿No me habría equivocado al embarcarme en una aventura excesiva para mí? Porque hacer cada día 16, 18 kilómetros por alta montaña, con una subida acumulada de más de 1.000 metros diarios, no sería cosa fácil.

            En la “expedición” éramos once; nueve hombres y dos mujeres. La mayoría sobrepasaba (algunos con creces) los sesenta años de edad. Que el grupo tuviese tanta “experiencia acumulada” me provocaba cierta euforia a la vez que un moderado optimismo. La compañía era, sin duda, un motivo más  para animarme y desear enfrentarme al reto. Saber que solo a un grupo así, poseídos de un entusiasmo montañero exacerbado, se le podía ocurrir un viaje de estas características, activaba mi reservorio de endorfinas. ¡Allá íbamos!

            Las previsiones del tiempo habían sido buenas…. Ya, ya. “Si acaso algún día, cuando pernoctemos a 2.000 metros de altura, puede que haga algo de frío. Pero habrá mantas, edredones… Ni siquiera considero necesario traeros un saco de dormir”, nos había dicho el guía, cuando le planeamos nuestras dudas al organizar el viaje.

Por esta carretera, la E762, nos adentramos en busca del comienzo de la travesía y la aventura./ Foto JM
Por esta carretera, la E762, nos adentramos en busca del comienzo de la travesía y la aventura./ Foto JM

            Pero no habíamos dejado atrás los últimos arrabales de Tirana, como he dicho, cuando el horizonte comenzó a encapotarse. Poco a poco se cubrió de nubes turbias dando paso a los peores augurios. La furgoneta ahora avanzaba con más ritmo; la carretera, señalizada y sin baches, absorbía sin problemas un tráfico denso. Observando el paisaje, me llamó la atención la cantidad de casas y automóviles que había por todas partes. ¿Albania no era un país pobre? Hasta donde alcanzaba la vista, aquí y allá, aparecían viviendas a medio hacer, unifamiliares o en grupo. Imaginé que la situación respondía al fenómeno migratorio que desde hace tres décadas está viviendo este país. A los 2.838.000 habitantes que tiene Albania, hay que añadirle más de un millón y medio en la emigración. Como ocurriera en España, Italia o en Marruecos, el emigrante-hormiga ahorra dinero para hacerse una casa en su terruño. Y esta se va levantando poco a poco, lentamente. Es la explicación que se me ocurre para tanta obra inacabada.

            Cuando, a eso de las dos, nos detuvimos a almorzar en Shkoder, caían chuzos de punta. Por primera vez sentí el frío que, luego, nos torturaría cada noche. El comedor era un salón vacío. Desangelado. Inmenso. Eso sí, nos dieron muy bien de comer y gozamos de una pitanza abundante a base de ensalada con productos de la tierra; una especie de buñuelos, algo harinosos, es verdad; fuente doble de patatas fritas; y dos “filetes rusos” ppor persona de una carne sabrosa y humeante que, aunque frita y bien frita, aquella misma tarde revivió en el estómago de más de uno, manteniendo la protesta durante un par de días más. Cosas que pasan.

            ¡Seguía diluviando! Y para pasar mejor la comida y ponerle buena cara al mal tiempo, algunos alegraron su yantar y enfriaron la gola con un par de cervezas de medio litro cada una (a dos euros la pieza, que diría un cazador) mientras otros, más prosaicos, bebieron agua del grifo.

            Reemprendimos la marcha –siempre acompañados por la lluvia–, dejamos el inmenso lago Skadar a la izquierda y nos adentramos hacia el norte, buscando los confines del mundo por la nacional E762, salvando desniveles increíbles y barrancos. Durante varias horas ahondamos valles por una sinuosa carretera, trepamos y serpenteamos como reptiles que huyen, mientras pasábamos al lado de torrentes y ríos que bajaban turbios. Estábamos adentrándonos en el corazón del temporal. Y la idea era iniciar la travesía al día siguiente… ¿Podríamos hacerlo?

            Como si alguien hubiese intercedido ante el dios Zeus, la lluvia cesó al llegar al destino. Se abrieron las nubes y la montaña se nos mostró opulenta y grandiosa; ¡la naturaleza en todo su esplendor! Bosques de hayas gigantes y crestas que clavaban sus agujas en el mismo corazón de la borrasca.

            Habíamos llegado a Lepushë, un valle de cuento, con casas de madera desperdigadas aquí y allá y algún que otro hotelito (?), como el Alpine, en el que nos alojábamos. También se divisaban otros acomodos por allí en los que encuentran siempre refugio aquellos montañeros que se aventuran a llegar hasta aquí.

            Bajamos las mochilas. Cada uno llevaba su par; una, bastante grande, con todo el equipaje, y otra, más pequeña, para la intendencia diaria en la que no podría faltar nunca el agua y la comida, los guantes, el impermeable y el gorro, el plumas o el paraguas.

            Nos repartimos sin ruidos ni protestas por un par de desvanes sin que nadie mostrase preferencias. ¡Era lo que tocaba! Solo la pareja de novios que venía en el grupo consiguió un tálamo para ellos solos por deferencia de “la dirección del hotel”. En el desván de la izquierda, sobre la cocina (lo que les proporcionaba un calor extra) se ubicaron unos cuantos, y en el de la derecha, encima del comedor, lo hicimos el resto. En medio estaban los váteres, por llamarlos algo. Dos destartalados habitáculos en los que la manguera de la ducha no tenía alcachofa. Tampoco había agua caliente. Y la pileta, sobre la que se supone que debe caer el “calido” elemento al ducharte, saltaba al poner el pie en su borde como si hubieras espantado a una rana. El baño, resumiendo, era de los de “todo en uno”; es decir: juntos convivían lavabo, retrete, bidet, ducha, sumidero…

            La luz se iba y venía cuando le daba la gana y el cristal de la ventana estaba hecho añicos. Pensando en el asunto y las circunstancias… Empecé a comprender que me hallaba en tierra “extraña” o “pagana”, que diría un misionero, porque la forma que tenían de construir (los escusados, por ejemplo) me recordaba a aquellos hoteles que en su día frecuenté en Marruecos, cuando viví allí casi dos décadas.

            Lo que no acababa de entender era si esta forma de organizar los váteres respondía a una cuestión cultural o si, simplemente, era la consecuencia de una supina inutilidad de quienes los construyen. Y en el paquete van los fontaneros, alicatadores, albañiles y a todos aquellos indivíduos que opinan o intervienen directamente al hacer un aseo. La pregunta es por qué la ducha la colocan a boleo, de forma que el chorro riegue la taza del váter, por ejemplo, o por qué ponen una balda sobre el lavabo, debajo del espejo, invitándote a escalabrarte la frente, con el consiguiente chichón, cada vez que te inclinas sobre el grifo para lavarte la cara. Y… por qué habilitan un único sumidero en el centro del aseo (para ahorrar material, supongo) que ha de servir para todo (sumidero que con frecuencia no sume) sobre el que has de pasar de puntillas o saltar hasta llegar a la taza del váter… Claro que una vez superado el reto, te relajas, te sientas en la taza y te entretienes contemplando, ¡con asombro, eso sí! el espectáculo que tienes delante: ¡La intensa actividad y vida que hay en la charca que rodea al desagüe!

             Sí, este fue el primer gran reto del viaje: mantener con decoro los niveles de higiene; un reto que se repetiría in crescendo en etapas posteriores, hasta el extremo de que se dieron situaciones surrealistas, que… si no hubiese sido por el espíritu de superación que el grupo mantuvo en todo momento y el buen rollo que reinó siempre, alguno hubiera enloquecido o terminado congelado en alguna de las barracas que tuvimos que frecuentar en su calidad de váteres-ducha.

            Pero no adelantemos acontecimientos todavía.

La lluvia arreciaba. Pero estábamos tranquilos porque la experiencia nos enseña que todo lo que ocurre forma del viaje./ Foto JM
La lluvia arreciaba. Pero estábamos tranquilos porque la experiencia nos ha enseñado que, ocurra lo que ocurra, todo forma del viaje./ Foto JM

           Si me parece necesario, sin embargo, adelantarle al lector, antes de que la crónica y las divagaciones me lleven por fantasías y senderos inimaginables, cómo resultó la convivencia entre nosotros en casi dos semanas de aventura. Es decir, creo que es conveniente explicar algunas cosas antes de que con su curiosidad el lector empiece a especular sobre el grupo y su comportamiento. Porque será fácil pensar que, en una convivencia tan estrecha, tuvo que haber discusiones, enfados y desencuentros puntuales o acusaciones apuntando con el dedo en momentos de acaloramiento. Pues no. No sucedió nada de eso. En cambio, he de decir, para decepción de liantes y buscabullas, que el grupo funcionó a la perfección, ¡como un reloj! El entendimiento fue absoluto. ¿Lo mejor del viaje? ¡El grupo! Nunca se produjo una queja ni nadie pronunció una frase subida de tono. Al contrario, la colaboración y el buen humor fueron siempre nuestro guía. Nadie corrió para ser el primero en la ducha cuando solo había agua caliente para dos personas; ni nadie se peleó por un edredón o conspiró para pillar la colchoneta más firme o el mejor rincón para protegerse de los embates del viento o el frío durante el sueño. Sin duda, la convivencia fue nuestra fuerza. En ningún momento hubo necesidad de “echar suertes” para nada ni de señalar comportamientos estentóreos. Nos hemos reído mucho; incluso en los momentos difíciles. Cuanto más frío pasábamos más alto poníamos el listón del buen rollo; cuanto más se complicaba todo, más colaboración; cuanto más precario parecía el viaje, más fuertes éramos y más se percibía el cariño y afecto mutuos.

            ¡A las ocho la cena!, nos anunció David. Y no eran ni las cinco… Así que unos cuantos tomamos el paraguas y abandonamos el Alpine dispuestos a explorar los alrededores; por poco tiempo, porque enseguida comenzó a llover otra vez. El grueso del grupo prefirió quedarse en el porche mirando a las nubes o soñando. Un rebaño de ovejas lanudas, que merodeaba por allí, ajenas al mal tiempo, nos miraba como si fuesen marcianos.

            La cena, como el almuerzo de unas horas antes, resulto rica y abundante. La sopa nos sacó el frío del cuerpo y levantó los ánimos. Charlábamos y empezamos a dudar sobre el inicio de la marcha… Si el temporal no amainaba, sería muy complicado iniciar la travesía por la mañana. Queríamos caminar, pero no convertirnos en esponjas innecesariamente ni despeñarnos.

            A la cama nos fuimos con dudas. Seguro que la noche iba a ser larga. No sé a qué hora pero los truenos y el viento me despertaron; luego lo harían varias veces. Sobre la chapa del tejado, las nubes volcaban torrentes de agua; fuera los árboles se doblaban hasta tocar el suelo. Cada vez que abría un ojo, provocado por el restallido de un relámpago y el trueno consiguiente, veía frente a mí a mi queridísimo Pepe El Azogue, de pie, sentado o en cuclillas. ¿Qué haces…? ¿Qué estás trajinando…? ¿Pepe, ¡por Dios!, no duermes? “Sí, pero es que…”  Y le oía mascullar, entre dientes, cómo narraba para sí la búsqueda de las gafas o de un calcetín; la pérdida de un tornillo o de un guante… O se afanaba en rebuscar en una bolsa para encontrar un calmante que le aliviase alguna de la interminable lista de dolencias que siempre le aquejan, pero que, afortunadamente, siempre supera en cuanto comienza a trepar por el monte.

 Llovía a mares en Lepushe y la ovjea albanesa nos miraba como si hubiésemos llegado desde Marte./ Foto JM
Llovía a mares en Lepushe y la ovjea albanesa nos miraba como si hubiésemos llegado desde Marte./ Foto JM

            El valle amaneció igual de triste que la tarde anterior. Bajamos a desayunar. Café, té, mantequilla casera, queso del lugar, mermeladas varias, miel, un pan riquísimo… Y en estas estábamos cuando aparece nuestro guía proponiendo que “dadas las circunstancias, lo que él recomienda es trasladarnos en una furgoneta al siguiente punto de partida”. “Demasiado riesgo”, nos dice, “para sortear algunos pasos, muy difíciles, con la que está cayendo”. Nos miramos; algunos nos sentimos aliviados y otros, cómo no, muestran tristeza y decepción. Aunque el sentido común aconsejase suspender la primera travesía.

            Pienso que David no conocía aún al grupo y eso nos “libró” de tirar monte arriba. Nos vería tan “mayores”… Que pensó mejor prudentes que arriesgarse. Todavía no había descubierto con quién se la jugando; no sabía aún que somos “correkas” y la montaña es nuestro hábitat.

            Así que subimos al furgón con cara de póker. Por la misma E762, la carretera por la que habíamos llegado el día anterior, cruzamos a Montenegro por una frontera en la que no vimos a nadie, solo a los dos funcionarios que con aires perezosos nos reclamaron y sellaron los pasaportes.

            Nos dirigíamos a Grebaje Valley, justo al otro lado del macizo que cierra por el este el valle que acabamos de dejar. Por el camino nos habíamos encontrado numerosos derrumbes y estrepitosas torrenteras, con arrastre de piedras y barro. En algún momento la camioneta tuvo sus problemas para pasar. Quizá tenía razón David…

                                                                                                           (Continuará)

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Nota del autor.- La crónica de este viaje consta de ocho capítulos que se publicarán, a partir de esta primera entrega, cada dos o tres días. En cuanto a las fotos, además de las que ilustren cada capítulo, publicaré, al final, una “galería fotográfica” con una amplia recopilación de nuestras andanzas y aventuras por los Alpes Dináricos.

11 comentarios Añade el tuyo
  1. Esperando ya con ansiedad la siguiente entrega. Escribes tan bien que me haces participe de tu recorrido por las montañas albanesas. Un lujo leerte

    1. Tengo tanto lío que voy muy atrasada y he empezado a leerte hoy. Qué bien escribes y cómo me contagias tu pasión por el viaje! Eso me consuela de mi sedentarismo actual. Continuaré

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