Nunca había estado en el Torcal de Antequera. He pisado, prácticamente, las cuatro esquinas del mundo y, sin embargo, uno de los parajes más hermosos que he visto en mi vida lo descubrí el pasado sábado, a 160 kilómetros de mi casa, en Sevilla. Así es la vida. Como dice mi amigo Rafael Artacho, curiosamente nacido en Antequera (¡oh, qué casualidad!), “la vida tiene su ritmo”. Y no hay que saltárselo, añado yo ahora. Por eso, acepto complacido que hayan tenido que pasar tantos años antes de que el juego del azar me llevase el sábado pasado, junto a mis compañeros de montaña, los correkas, a descubrir un paisaje tan bello como insólito, ¡asombroso!, ¡espectacular!
El viaje a ese encuentro, además, se vio enriquecido con todos los ingredientes que requiere una aventura: viento, frío, niebla, precipicios y distancia suficiente como para agotar… o desesperar, si se quiere, al más optimista. Tres horas largas de subida hasta llegar al Camorro de las siete mesas (1.341 m.), donde apenas nos quedamos lo que se tarda en comer un bocata y hacerse la foto de rigor. La niebla iba y venía en oleadas de nubes revueltas y densas, dejándonos a “oscuras” de golpe o, si se presentaba por ráfagas deshilachadas, nos engañaba con un tibio sol y aires gélidos, amenazando con convertirnos en estatuas.
Pero no adelantemos acontecimientos. La aventura comenzó cuando a eso de las once, 24 correkas bajamos de los coches y descubrimos que el día no iba a ser de fiar ni colaboraría con nosotros. El sol nos estaba engañando. Un viento helado, cortante como afilados cuchillos, invitaba al desánimo. Y por lo alto del Torcal, en el perfil de las cornisas, se asomaba una espesa madeja de nubes, amenazando con desplomarse sobre nuestras cabezas. Aún así nadie pensó en desistir del encuentro con el roquedal de 1.171 Ha. y una antigüedad de entre 250 y 150 millones de años. Sin duda merecía la pena gatear por aquel paredón que teníamos delante para descubrir la gran maravilla de la roca caliza tallada en el periodo Jurásico.
Estábamos justo al pie del comienzo del Sendero Mozárabe del Camino de Santiago, según reza en un cartel que había por allí. Un sendero que comunica la costa de Málaga con Antequera.
Mientra oteaba hacia arriba presentí que para subir la zigzagueante escaleruela, que nacía justo delante, tendría que ponerle muchas ganas. Se veía bien trazada, pero la cuesta era tan inclinada que, a veces, en lugar de avanzar se tenía la impresión de volver para atrás. Y como era al comienzo y el cuerpo todavía estaba frío, trepar se hacía aún más difícil. Pero, una vez arriba, el campo se abrió ante nosotros como una amapola mostrando delante una extensa y verde pradera, rodeada de algunos sembrados de trigo y plantaciones de olivos. A la izquierda, hacia el este, el horizonte era un cuadro enmarañado por innumerables torreones; espectaculares farallones de formas caprichosas que, como figuras hieráticas, parecían llamarnos, aunque estaban vigilantes.
Encaminamos los pasos hacia allá. Mas, como es habitual en nosotros, el grupo se desperdigo enseguida, cada uno buscó su camino saltando por las rocas hasta que nos reagruparnos de nuevo en torno las ruinas del cortijo Navacillos, donde la maleza escondía restos de una vivienda y corrales, una huerta y almendros, higueras y cerezos.
Nuria, joven mejicana que caminaba junto a mí en ese momento –era el primer día que venía con nosotros– me preguntó qué sentido tenían aquellos muros derruidos. Quizá estaba pensando en las ruinas de un viejo monasterio o en las secuelas de una guerra; tal vez en un crimen pasional con incendio de por medio… Pero no eran más que los desechos una casa de labranza con sus acomodos a los que había devorado el progreso. En aquel muro en pie se abría una pequeña ventana por la que, si uno miraba hacia dentro poniendo atención y el sentir necesario, podía descubrir dos amantes atrapados en su fuego y arrullos. Pero también, si pegaba la oreja a la reja y tenía un poco de paciencia, podía oír que, al lado del catre familiar, se mecía una cuna de madera, alentando el gorjeos y pucheros de un recién nacido.
Fueron unos segundos de emoción contenida mientras escrutábamos rincones de alcoba con el visor de la cámara o atendíamos a la exhuberancia de los almendros en flor. Era fácil sentir, imaginar, incluso ver en un sueño… cómo entre aquellas paredes de adobes y piedras vencidas había florecido largo tiempo la vida, tanto como florecen hoy al lado de las ruinas, todavía con pasión, los ajados almendros.
Avanzábamos en grupo retratando paisajes, asombrándonos con los caprichos que la naturaleza es capaz de esculpir, saltando como cabras por y entre las rocas… Hasta que al cabo de unas tres horas surgieron los primeros disidentes; gente que se quería volver. Y esto casi siempre provoca un reagrupamiento y una pausa. ¿Quiénes son los que van a darse la vuelta? ¿Sabrán regresar? Y nosotros, ¿por dónde tiramos? ¿Quién viene por aquí…, quién por allí? Luego están los que nunca se enteran y siguen andando sin hacer caso a nadie… A los que no volveremos ver en todo el día, seguramente, hasta el momento de reencontrarse en los coches.
Hemos llegado el último collado antes de atacar por el Paso del negro que conduce a la cumbre el Camorro de las siete mesas. Remontamos campo a través por la ladera tendida; el grupo va algo disperso, cada uno por su lado. De pronto, desciende la niebla y una nube densa nos sumerge en la nada. ¡Eh, eh, hay que reagruparse! ¡A ver si vamos a perdernos! Por doquier surgen voces… No se ve nada. No hay referencias.
Mas, como en los juegos de magia, la niebla, igual que viene se va. Olemos la meta; la cumbre está cerca. Buscamos el paso para acercarnos al Camorro. La belleza en las formas de la roca caliza y las plataformas talladas a lo largo de millones de años de erosión nos subyugan. Nos asomamos al gran farallón. Al fondo, en el abismo, Antequera, apiñada y vestida de blanco, emerge en la verde campiña. El Paso del negro impone aún más con la niebla; a algunos le da vértigo. Otros siguen adelante. Los más exploramos buscando una alternativa a ese sendero. Durante media hora vagamos por un laberinto de moles prehistóricas buscando un camino que siempre se acaba. Pero la contemplación de aquel museo eterno de esculturas nos anima y nos libra de cualquier debilidad o idea de abandono. Por aquí, por allí… Quizá más allá… Seguimos adelante, buscando. ¡Al fin aparece la huella de un posible camino! Un hilo, casi invisible, serpentea entre las piedras o salta sobre ellas hasta conducirnos por crestas y cárcavas, en un sube y baja constante, hasta que vislumbramos la cumbre. ¡Allí están los que optaron por seguir por el Paso del negro! Han llegado antes… Sus siluetas nos hablan.
Intuyo la figura de Alfonso que, como si fuera el dibujo incorpóreo colgado del cielo, se asemeja a la representación de un fantasma. Llegamos y celebramos con ellos el reencuentro. Pero no hemos encontrado aún acomodo al abrigo de las rocas para protegernos del viento y ya están anunciándonos que ellos se marchan.
Comemos. Hacemos la foto de rigor. Sale el sol.
El descenso es muy fácil y muy placentero porque la tarde se ha despejado. Media hora después nos encontramos, sesteando en una vaguada, al grupo que nos había “abandonado” en la cumbre. La vuelta la hacemos todos juntos.
Antes de reemprender la marcha, quizá porque nos había sabido “a poco” lo caminado hasta ese momento alguien propone buscar una variante de vuelta y explorar otra zona del Torcal para completar la aventura del día. Pero, lo que creímos que iba a ser una alterntativa de riesgo y estímulo, resultó ser un regreso muy fácil y plácido por un sendero descendente y bien trazado, en diagonal, sin ninguna complicación y mucho más corto.
Llegamos a la Senda Mozárabe con sol en lo alto todavía; bajamos la escaleruela con calma. De ahí a los coches fue todo coser y cantar. Todavía quedaba un poco de luz antes de apagarse la tarde. Miré hacia arriba y la nube seguía enganchada a las chimeneas y picachos del Torcal. ¡Allí habíamos estado!
El tiempo no se había portado tan mal… Y la linterna, que más de uno había pensado que en esta excursión iba a usarla, seguía en la mochila a la espera de nuevas aventuras. Otro sueños, otros gozos, otro días.
GALERÍA FOTOGRÁFICA
Qué bonita excursión.
Las fotos también son preciosas y el relato, como siempre, precioso.
Magnífico Joaquín. Yo sí he deambulado por allí tres o cuatro veces y no me cansaba de admirar esas antiquísimas rocas pulidas y torneadas por los elementos, incluido el tiempo. Gracias Joaquín. Un fuerte abrazo junto a mi admiración por el texto y las fotos.
¡¡Genial, Joaquín!! Un placer leer tu visión del estupendo día que pasamos.
Me ha encantado estas cumbres y formas duras… qué envidia y añoranza!!!! Precioso , gracias por compartir
Hoy no sé si el texto poético y descriptivo es más hermoso que la preciosa y elaborada galería fotográfica
Quizá la Consejería de Turismo de la Junta debería tener en cuenta tus descripciones de la naturaleza andaluza para dar a conocer esos maravillosos paisajes
¡Espectacular Joaquín! y las fotos preciosas.
Lo bueno es que yo tampoco he ido nunca y ya tengo ese ilusionante objetivo en la mente.
Muchas gracias. Un abrazo.
Que bien narrado Joaquín. Muy bonito todo el paisaje .Espectacular y mágico.