Hay un rincón en algún lugar de la mente, o tal vez en el corazón, donde se guardan las emociones más dulces, no las más trascendentes, no, sino aquellas que al recordarlas nos traen la sensación de placer permanente, un regusto de dulzura anclado en nuestro inconsciente. Esa es la sensación que nos queda tras un duro día de montaña; un bienestar que penetra en el cuerpo hasta adormecerlo como cuando una cascada de agua helada resbala por la piel en una tarde de bochorno.
Y así, entregado, uno programa el despertador para que suene al amanecer en una mañana que es de descanso por ser sábado, vence con dificultad la pereza que da saltar de la cama porque el frío arrecia, hace el ritual de estirarse, asearse, desayunar… mientras la mente trata de explicarse a sí misma o de encontrar los porqués de ese deseo frente al sinsentido aparente de “madrugar para ir a sufrir”, que dicen algunos, los que prefieren quedarse en la cama. Un sinsentido es también lo que suelo decir uno: “subo para luego bajar”. ¡Con todo lo que cuesta hacer el camino en pendiente!, ¡con el frío que hace!, ¡con lo fatigoso que resulta trepar y trepar mientras te falta el aire…!
Mas…, ¡ay!, el duende que gobierna el cerebro rebusca en el rincón donde se guardan esas emociones de las que hablaba al principio y con trucos propios del tahúr o hipnotizador, en ese despertar aturdido, te transporta al final del viaje, a ese momento del atardecer cuando desciendes del monte, cuando el regusto del goce por “el maravilloso día de montaña vivido” es tan enorme como un océano de felicidad.
Así que allá vas, sin plantearte más preguntas ni indagar sobre otras cuestiones; vas como un conjurado, entregado a la compañía de la troupe de tu club y al viaje que te llevará a la montaña y a lo que en ella pudiera ocurrirte porque sabes que al final, cuando el día se muera, tú tendrás la sensación de haber estado en un sanatorio dónde has seguido el tratamiento de salud más intenso y completo que uno pueda imaginarse. Masaje muscular, estiramientos, flexiones, pruebas de capacidad pulmonar, ejercicios de equilibrio y entrenamiento de las articulaciones, ciclos respiración intensiva y de resistencia… Todo ello practicado al aire libre, rodeado de horizontes infinitos, en unos parajes irrepetibles, siempre y bajo la supervisión de quien es la mayor experta en calidad de vida y salud, la que cuida de nosotros por antonomasia: la madre Naturaleza.
Es cierto. Los seres humanos sabemos (o deberíamos saberlo) que cuando no hacemos ejercicio con regularidad comenzamos a estar habitados por seres intrusos invisibles que, poco a poco, van colonizando nuestro cuerpo hasta que un día, de pronto, dan señales de vida, se alteran y organizan un alboroto en un haz de músculos, en una articulación, en la columna vertebral, en el hombro, en un pié… Tan pronto nos arrancan un ¡ay! por el agudo dolor que provocan en no se sabe dónde, como nos empujan a doblarnos con un retortijón de la tripa, nos dejan medio cojos atacando con saña en una rodilla o nos recuerdan que tenemos que cuidar más el estómago por que no está ya para bromas… ¡Y ojo con lo que comes!, empieza a torturarte ese duende del que sabemos muy poco. Y así casi a diario. Los impertinentes sujetos, gobernados por la conciencia del duende, se pasan las horas recordándote lo vulnerable que eres.
Hasta que descubres que existen las montañas y te adentras en ellas. Y entonces todos los males desaparecen en ese santuario al que acudes los sábados. El cuerpo, que es sabio, enseguida se adapta y sigue el ritual. Desde que se pone en movimiento empieza a hacer su trabajo de liberación. Ya no solo las bacterias, los virus, los hongos… se ven asfixiados, salen huyendo o perecen ahogados, también los malos humores y todo lo que es pura niebla y somático, fenece. Todo lo innecesario para un mejor vivir se disuelve a lo largo del día como un azucarillo mientras el cuerpo sube y baja por el monte hasta convertirte en algo distinto, nuevo, purificado. Y cuando vuelves a casa por la noche, al abrir la puerta, exclamas sorprendido: “¡anda, si ya no me duele nada!” De pronto percibes una ligereza que echabas de menos al subir la escalera, ¡estás más ligero! Percibes que la mente está más limpia y menos confusa; ahora caben en ella más sensaciones.
Y así resulta que te haces un adicto y empiezas a soñar con las cumbres mientras oteas el futuro caminando por ellas. Sueñas con esos parajes que rozan el cielo, incluso aunque te veas algún día con ciento veinte años. Que por desear que así sea no quede.
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El sábado pasado, 22 de enero de 2022, dos docenas de correkas remontamos sendero arriba desde el pueblo de Algodonales, provincia de Cádiz, hasta alcanzar las alturas de la sierra de Líjar. Luego faldeamos en un sube y baja precioso y continuo hasta completar una ruta circular de 22,5 kilómetros. Como siempre, el grupo se atomizó al final, pero, como la experiencia había sido larga, todo el mundo tuvo su tiempo para conversar con unos y con otros y hacer risas.
El día se mantuvo claro y soleado aunque algo frío. El viento de levante batía con fuerza ventilando cualquier mal humor. A la solana sobraba la ropa y en las partes solombrías el aire cortaba a cuchillo.
Lo principal e importante es que el día resultó placentero, de armoniosa convivencia. A última hora, 11 correkas decidimos alargar el camino y acercamos al punto más alto de la sierra, el monte Líjar (1.051 m.) donde se halla el Mirador de Levante junto a una pista para el despegue de Ala Delta. Para allí andaban, cuando llegamos, tres hombres-pájaro apurando los últimos rayos de sol para echarse a volar. Y lo consiguieron… Fuimos testigos. Fue el penúltimo acontecimiento extraordinario del día. Porque el último, tras un precioso descenso hasta el pueblo por un sendero magníficamente trazado, es esa cena de hermandad que algunos correkas celebran al concluir la excursión.
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