La disparatada historia del coño de Kidman

En ese discurrir del tiempo entre las flores ya marchitas, los paisajes que al caminar descubrimos, la melancolía del otoño enmarañada en los castaños que se duermen, desnudos, dispuestos a pasar en silencio el invierno; bajar por las cuestas pronunciadas, los resbalones, los senderos intrincados, los riachuelos que de pronto han revivido con las lluvias de noviembre; la pendiente que parece imposible de subirse, pero que siempre, si persistes, haces cumbre… En ese tiempo por el que va uno saltando, tropieza, vuelve a resbalar y se da un costralón

            ¡Ay, las risas!

            En esas horas de caminos y charla improvisada, alguien se para, hace una pausa en el silencio y suelta al aire, así, de golpe, que en Dos Hermanas (Sevilla) hay una fábrica de muñecas hinchables y de coños, en la que se reproducen los de las actrices más famosas. Coños hechos a medida y gusto, según el deseo del cliente.

            –Si tu quieres tener el de la Kidman, un suponer, pues lo encargas y ya está. Te lo fabrican –soltó una aguanieves vivaracha antes de que una carcajada general se expandiese por el valle al tiempo que una bandada de mirlos, espantados por el ruido, saliese huyendo.

            –Oye, pues la idea no está mal… –apuntó, enseguida, un ruiseñor que pasaba por allí–. Y así, quizá, podría evitarse la violencia sexual que nos asola, ¡con tanto macho suelto como hay! Violencia insoportable… ¡Porque estamos hartas! ¡Hartas! ¡Qué ya está bien de asesinar mujeres! –añadió luego, ya muy serio.

            La charla era amigable y distendida; caía y resbalaba por el barro al mismo tiempo que nosotros. Subía y bajaba de tono según lo que soltase cada uno. “A los hombres no le queda otra salida que reeducarse; tienen que comprometerse de una vez contra esta lacra”. “¡Esto no puede seguir así!”

Valdelocar bajo la niebla./ Foto J.M.
Vista general de Valdelarco bajo la niebla./ Foto J.M.

            La digresión de las muñecas y los coños había surgido antes, porque, tras diversas conjeturas, habíamos llegado a la conclusión de que, con los adelantos tecnológicos que hay hoy, aplicados a la híper realidad y al sexo, si al libertino lujurioso se le facilitase la compra de una muñeca a su gusto o la vagina de su actriz favorita hecha de caucho –podría ser una prestación de la Seguridad Social–, el animal que llevan dentro puede que se tranquilizase y dejase de agredir (de palabra o hecho) a las mujeres.

            La propuesta parecía tener su interés. Allí estábamos, ahora, ascendiendo aquel barranco mientras se debatía con pasión y sin censura sobre la posibilidad de incentivar el consumo de abalorios sexuales con el fin de desactivar a los rijosos.

            –Sí. Y no estaría de más hacer, de paso, una promoción: dos coños por uno. Como esas ofertas del super… –sugirió el mirlo blanco que nos seguía.

            –Si consiguiéramos que esos zoquetes, incapaces de controlar sus impulsos, se aliviasen con esos chismes… Oye, aunque hubiera que hacerles un descuento –proclamó una paloma, tras posarse en una encina.

            Íbamos tan contentos fantaseando por el monte que no éramos conscientes de que unos artilugios tan simples podrían, quizá, salvar la humanidad. Hipnotizados por la luz y los colores, el grupo cambió de tema, dejando en standby el asunto de los coños.

Por el camino de Swann (es un decir)./ Foto JM
Por el camino de Swann (es un decir)./ Foto JM

            Hasta que alguien, que seguía dándole vueltas a aquel juego, supongo, esgrimió al cabo de un rato su preocupación por la hermosa Kidman. Esta, sugirió el pensante, tendrá algo que decir sobre todo esto… ¡Digo yo! Sobre todo si en la factoría de Dos Hermanas están reproduciendo su coño sin permiso. ¿Estará ella al corriente? ¿Habrá consentido, sin más, que trajinen con su vagina? ¿Alguien puede imaginarse el despropósito? ¿Cobra regalías? Y si las cobra, ¿tiene registrada la marca? –narró en retahíla de un tirón, el pájaro pensador.

             Bajábamos ahora con cuidado por una inclinada pendiente hacia el hoyo más profundo, por donde discurre el río de Valdelarco. A las preguntas que acababa de hacer el perspicaz pensante, siempre hay alguien que responde con asombro y aspavientos o santiguándose; otros, con sesudos argumentos. Que de todo hay en la viña del Señor. Los más, simplemente ríen o sueltan frases gruesas y procaces, dispuestos a alargar la juerga.

            La verdad es que el tema de los coños a medida invitaba al divertimento. Un jilguero ingenuo pregunto si existía de verdad la factoría. Y un cohibido aguilucho, si se podía pedir cualquier vagina, fuese de tú actriz favorita o no (sic). Otra ave rapaz quiso saber si alguien había estado ya en la fábrica. Y más de uno se interesó por los descuentos… Provocando un debate intenso y divertido en el que se pudo hablar de todo, de royalties, de beneficios para la actriz de nuestros sueños o de sus derechos de imagen.

En fin…

            El despiporre iba en aumento y las palabras, cada vez más calientes, subían de tono. Aquello se agrió tanto que acabó en los tribunales.

El bosque en su esplendor contempla la belleza./ Foto JM
El bosque en su esplendor contempla la belleza./ Foto JM

           La magistrada Margaret Ross, de la jurisdicción de Nueva York, cito con urgencia a las partes. La jueza, algo nerviosa por la singularidad del caso que le había tocado en suerte, tras girar el picaporte suavemente y empujar  la puerta, asomó su gran nariz a la sala de audiencias. Se sentía como un  sabueso que no las tiene todas consigo. Avanzó firme unos pasos; trazó un círculo con la vista y se sentó en la presidencia. Luego tomó el mazo, dio dos golpes secos y exigió silencio y orden.

            –¡Orden en la sala! –repicó el ujier.

            Mrs Ross se caló entonces las gafas, las ancló en la napia y mariposeo discretamente sobre la montaña de papeles que acababa de extraer del portafolios. Luego apartó un par de muñecas hinchadas, de tamaño natural, que tenía a su izquierda y, mirando al otro lado, clavó sus ojos dulces en un puñado de coños de colores que alguien había puesto al final de la mesa. Sonrió. Incluso rió con fuerza…

            Luego se puso muy seria y, apunando a los testigos, llamó a declarar a la empresa.

*          *          *

Habíamos salido esa mañana 16 correcaminos del pueblo onubense de Cortelazor, en el Parque Natural de la Sierra de Aracena. Después pasaríamos por La Perrera, Valdelarco, la zona de recreo El Talenque y Navahermosa, para acabar cerrando el círculo y volver al punto de partida por el Barranco Dundún y El Alcornocal. Unas 5 horas reales de marchar y poco más de 15 kilómetros. Un recorrido fantástico, fácil de superar, en un día plomizo, con el sol agazapado bajo retazos de niebla.

            Como suele suceder habitualmente, el grupo practicó en cuanto pudo la mitosis y se escindió en dos poco antes de llegar a Valdelarco. En el pueblo, surgió un tercero. Pero como el espíritu correka prevalece sobre cualquier otra circunstancia, da lo mismo por dónde ande cada uno. Lo que importa es que sea feliz, allá donde transite. Y así sucedió el sábado, que resultó ser perfecto para disfrutar de la naturaleza.

*          *          *

La jueza, mientras tanto, continuaba indagando. El caso de las muñecas hinchables y los coños parecía no tener fin. ¡Qué obsesión! Declararon todas las partes, como es lógico; no solo la industria pionera de Dos Hermanas (Sevilla), sino también algún cliente que pasaba por allí y, por supuesto, el abogado de la Kidman.

            Pero algo mosqueaba a la perspicaz Margaret. Erudita y rigurosa como era, más desconfiada que un babuino, no acababa de tener claro el asunto, ni tampoco la sentencia. Se sentía insatisfecha; le faltaba “algo”, un dato definitivo que justificase su decisión. Necesitaba contrastar la realidad, averiguar si aquel revuelo transmitido por las redes sociales, a raíz de la última excursión correka en la que se había hecho proselitismo sobre las muchas beneficios que deparan los fetiches y artilugios sexuales, contenía alguna verdad… O era simplemente puro invento y una montaña de paja.

            Sin saber muy bien qué hacía, se aporreó en la sien dos veces, tres… cuatro golpes con el mazo de llamar al orden y, cómo si de pronto se le hubiese iluminado el lóbulo frontal –de hecho en la sala se produjo un escalofrío a la vez que un extraño resplandor–  Ross se sintió poderosa, exclamando con fuerza:

            –¡Llamo a declarar a la señora Kidman!

            Lógicamente, la defensa protestó; que para eso, dijo por lo bajo, su clienta era famosa y tenía mucho dinero, lo cual la capacitaba para evitaba pasar por tragos como estos. Pero la magistrada se mantuvo impertérrita.

            Kidman refunfuñó. Mas ante el gesto acusador de la jueza, no le quedó más remedio que acercarse hasta el estrado, donde una vez vencido el susto, se pavoneó firme y libélula, desinhibida. Y, tras prestar el juramento de rigor, se declaró dispuesta.

             –Señora Kidman –inquirió la autoridad, poniendo toda la energía y seriedad que requerían los hechos.– ¿quiere usted ser tan amable de mostrarle a este tribunal su coño?

            ¡Oh, milagro! Algo ocurrió entonces en la sala que inmortalizaría después a la Kidman. Porque, no se sabe cómo, pero el espíritu hecho carne de la inolvidable Lola Gaos llenó el aire mientras la jueza transmutaba en Jesucristo, y unos doce apóstoles-mendigos, espíritus del bien –supuestamente, los miembros del jurado– la rodearon para configurar La última cena de Leonardo. El cuadro quedó congelado, quieto, mientras la exultante Kidman, poseída ya por Gaos, se puso en pie, miró al frente y, alzándose la falda hasta cubrirse con ella la cara, mostró sus partes íntimas a quién quiso mirarlas, al tiempo que, ufana, proclamaba:

             –¡Esta es la prueba que usted busca, no es así Mrs Ross?

            Estalló en carcajadas la sala. Se abrió la puerta principal y el ujier, ceremonioso, dio paso a Luis Buñuel que, algo nervioso, traía tirando de un brazo a Viridiana, que apenas le seguía a regañadientes. El despiporre fue total. Antes, la jueza había huído tras el espectáculo del coño. Nadie se aclaraba. Un griterío ensordecedor sobrevoló los tribunales…

           Volaban los sombreros y bastones de los hombres elegantes y algunos exaltados se habían subido a los bancos para lanzar proclamas. Pedían precios especiales para el consumo de esos chismes y fetiches y una ley para dar cuerpo legal el catálogo de coños. Otros se habían apoderado de las muñecas hinchables y bailaban con ellas… Hasta que se fue la luz. Me  desperté.

            Pero, entonces, ¿lo hablado en la excursión no era real?

 

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7 comentarios Añade el tuyo
  1. Hola , Joaquín que soltura de comentarios .
    Me ha gustado el deshinibido del que goza tu naturaleza de escritor. Faltan más valientes que hablen de sexo con sorprendente elegante descaro. Y si no ha sido algo real . Prefiero la fantasía.

  2. Esta bastante bien, hace tiempo que no leía un microrelato tan bueno, y sin faltas de ortografía , es de agradecer, del jombre aparte de reeducar, también….reinventarse y desaprender, sigue publicando, es grato y muy elocuente.

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