Con un trozo de alambre, alicates y algo de pericia forjaba cada uno la letra inicial del nombre de ella. La ninfa a la que amábamos ardía en el hueco de la mano reducida a un jeroglífico. Luego, sin romper el hilo de metal, uníamos a esta letra nuestra inicial para esconderlas, juntas, en el bolsillo interior de la chaqueta de pana, al lado del corazón. Porque aquel amor –¡lo teníamos muy claro!– era un amor para siempre. Allí permanecerían los grafemas largos días, meses quizá, acurrucados en el hueco secreto, al calor de nuestro pecho. Hasta que surgía la ocasión de poder rubricar con un rito iniciático el pacto que había hecho cada uno consigo mismo.
Tenía lugar este ritual cuando nos acercábamos al tren y colocábamos sobre uno de los raíles los dos signos unidos por una perra gorda, símbolo del deseo que teníamos de alcanzar cuanto antes la riqueza. Un anhelo, el de la prosperidad, que, unido al amor imaginado que gozábamos en sueños, nos haría inmortales. De este modo, en el abrazo del raíl con las ruedas del tren y el aplastamiento consiguiente de las letras, quedaría rubricado nuestro firme compromiso de lograr la felicidad. Una rúbrica para la que, creíamos entonces, no habría vuelta atrás; incluso si el mundo se volvía del revés o si a Perniculás lo invadían las tinieblas.
La ocasión de concluir esta obra de arte –el aplastamiento por el tren del jeroglífico de iniciales dibujadas con alambre– se presentaba, normalmente, el Jueves Merendero o el Día del Hornazo, un par de efemérides que solíamos celebrar todos los años en la dehesa de La Conquista, en las inmediaciones del puente de hierro por el que el ferrocarril salvaba el río Yeltes antes de adentrarse en las tierras ignotas de Villavieja, camino de Portugal.
También en el mes de septiembre –momento en el que me sitúa el recuerdo de este cuento– surgía la ocasión para rubricar la filigrana de aquel amor eterno, loco e incondicional, un amor ilusorio y cimentado sobre dos letras de alambre.
En esas fechas, abocado ya el verano a precipitarse en el otoño, practicábamos el ritual de recoger la chamusquina, aquel bálago seco, amontonado en las vaguadas del rastrojo por el viento y las tormentas, que serviría para chamuscar, en diciembre, el cebón de la matanza y, si sobraba, para hacer la luminaria que era la guinda de aquella fiesta ancestral.
* * *
Nos reunimos la pandilla en la plaza tras la siesta y partimos animosos a La Piñeta. Allí nos aguardaba, abundante, la chamusquina. La besana tenía fama de fértil y aquel año había dado una buena cosecha de trigo; esto suponía un rastrojo denso, con mucho y muy buen bálago, por lo que no sería difícil reunir en poco tiempo la cantidad suficiente para los haces.
Nos llevamos con nosotros, ¡cómo no!, los garabatos de las letras del amor hecho de alambre y la correspondiente perra gorda. ¡Imposible olvidarlos! Cada uno transportaba en el bolsillo de atrás del pantalón, después de envolverlo con cuidado en su moquero, el amuleto que era aliento de su secreta pasión.
Aunque el campo, a estas alturas del verano, tenía aspecto de muerto (mustio y polvo por todas partes), el calor nos daba vida. La sensación de libertad y la alegría en el momento de partir nos dominaban. Cualquier cosa u ocurrencia eran signo de contento. Nos sentíamos bien. El misterio de las letras y el tren que pasaría sobre ellas, el amor que rezumábamos por cada uno de los poros, la efervescencia emocional, la libido gritando sola, la agitación de las neuronas… Todo, todo aquella tarde nos traía felicidad. ¡Qué felices éramos!
Pasamos por la casa del montaraz y descendimos hasta la fuente del Sapo para beber de su agua sosa como si se tratase de un elixir con poderes. Aunque tenía aspecto lechoso, nos dio igual. Aquel brebaje turbio, que podría se un veneno, fue para nosotros un chorro de energía. Bebimos con tanta ansia, y tantos tragos, que a lo mejor era verdad que aquel agua tenía una chispa milagrosa, porque, casi de inmediato, todo nos hacía reír.
Nos adentramos en el bosque de retamas y avanzamos, nerviosos, hasta el ferrocarril que se mostraba hacia lo alto del teso, en el perfil del horizonte. Subimos el terraplén casi gateando y, ya en la vía, nos tendimos y ajustamos el oído, pegando la oreja a los raíles, para escuchar si venía el tren. Pero no había señales de El Buche, que aún estaba lejos, seguramente en Portugal todavía. Lógico. Eran las cuatro de la tarde y no pasaría por aquí antes de las siete y media.
Lo de “El Buche” fue ocurrencia de mi padre. Lo había bautizado así, porque, decía, “cuando silba para avisar que está llegando a la estación, su silbido es igualito al rebuzno de un burro chico.” “Un buche hambriento…, se entiende, ¿no?, como si no tuviera fuerzas». «O como si estuviera triste”, añadía después. Quizá tuviese razón. Porque el tren correo transportaba, normalmente, a los países ricos de Europa, gente pobre y taciturna de aquellas tierras tristes, fronterizas del oeste de Salamanca o del propio Portugal, y, además, apuntaba mi padre siempre: “En cuanto la vía se empina un poco, recula… Muchos días recula tanto que vuelve hasta el puente para intentar coger carrerilla”, concluía, riéndose.
Como teníamos tiempo de sobra hasta que pasase el tren, nos entretuvimos colocando en los raíles, con cuidado, las letras del amor y las monedas. Cada uno buscó un sitio y marcó con un hito de piedras el lugar en el que hacía entrega al convoy del secreto de sus sueños para que el tren los aplastase.
Cuando cada uno hubo resuelto su dilema y estuvo seguro de que podría encontrar después el lugar que había elegido, descendimos de la vía y nos dispusimos a recoger la chamusquina. Se trataba de hacer gavillas, primero, y después, con un cordel, confeccionar los haces que a hombros transportaríamos hasta el pueblo. Como abundaba mucho el bálago, tardamos poco.
Concluida la tarea, buscamos un refugio soleado en el bosque de retamas en el que sestear como lagartos, jugar a meterle mano a la novia imaginaria y contarnos chistes verdes.
Empezó entonces el alboroto, nos hicimos muchas bromas y estalló la risa.
* * *
Hablábamos todos a la vez. Nos quitábamos la palabra de la boca, nos tocábamos, nos pisábamos los chistes. Daba igual. Reíamos. La novia imaginada que tenía cada uno en su cabeza bailaba para él, desde las nubes, la danza de los siete velos aunque la veía medio desnuda. Estábamos tirados al azar como reptiles gozando de la luz amarilla de los últimos días de sol de aquel verano. Llegaban por el aire los nombres de las sílfides (Rufi, Sira, Mágina, Zoe, Alibez…) que nadie pronunciaba. Éramos cinco jugando, y las cinco mariposas revoloteaban sobre nuestras cabezas, cada vez más cerca, cada vez más dulces. Nos excitábamos más y más. Ardíamos en la hoguera del deseo y el charloteo subía de tono. Chisporreteaba el guirigay a cinco voces en medio del laberinto de retamas, perdidos en aquel confín del mundo. Empezamos a decir frases procaces e inconvenientes. Hubo quien se ofendió al presentir que algún otro perseguía el amor de su novia.
Cada uno, a su manera, confundido con el sueño que creía tener en sus brazos, palmoteaba batiendo el aire, intentado acariciarle las tetas a la amada inexistente. Todos recorríamos los muslos níveos de las hadas, ceñíamos su cintura con nuestras manitas de niños desvalidos. Estábamos ahogándonos, enredados en la mata de su pelo. Temblábamos. ¡Moríamos de amor!
Viajábamos sin rumbo por los caminos ocultos de sus cuerpos intentando llegar a los rincones más profundos. Ya, como sabuesos, bregábamos dispuestos a descubrir hasta el último secreto. Cada cual, como podía, se entregaba a aquel amor sin nada a qué agarrarse. Confundidos, sumidos en la desesperación, atrapados por la obsesión y el deseo de que ellas estuvieran presentes, nos revolcábamos dolientes por el suelo, como si estuviésemos heridos física y mentalmente. ¡Mas ellas no existían…! O quizá sí… Ellas, causantes de nuestro desamor, ¡ay!, ignoraban que aquella pandilla de impúberes estuviera esa tarde jugando a descubrir los placeres del sexo.
Cada uno se abrazaba de sí mismo apretándose muy fuerte. Se tocaba por todas partes. Descendía por los costados, la cintura, y resbalaba por los muslos hasta el hábitat de su sexo. Todos intentábamos darnos besos girando a izquierda y derecha el rostro. Cerrábamos los ojos para que nos supiesen más dulces. Balbucíamos tonterías y palabras inconexas con mucho, mucho amor.
–Así, así, princesa… ¡Rufi mía! Así. Deja… ¡Um! Mi amada, deja que te toque las tetitas. Así. ¡Mua, mua, mua…! –se retorcía y encogía en su delirio, como si fuera un cuatro roto, Mancio, el Manso, mientras se excitaba más y más para acabar prodigándole caricias a su pito.
Nos atacaba la risa. Volaba la imaginación.
–¡Pues yo a tu Mágina, Prisco, le haría un trabajo fino con la lengua si ella me dejase; si no te importa, claro. Cada día me gusta más tu novia –soltaba, provocador, Lauro, el Muleta, aspirante a torero y un cenizo de cuidado, que acompañaba siempre el final de cada frase con una carcajada.
Estábamos ardiendo. Se había parado el tiempo.
Llevábamos ya un rato tirados al azar como lagartos; el sol nos abrasaba. Aquel rincón perdido era una charca viscosa, poblada de ranas croando, donde indagábamos acerca de nuestra sexualidad.
La mente echaba humo. Reír era un alivio, nos ayudaba a liberar la tensión. Alguno, por su cuenta, se había desentendido ya del juego y empezado a concentrarse en el manoseo de sus partes más sensibles.
–¿Por qué no nos hacemos una paja? ¿A ver a quién le viene antes? –Sugirió, de pronto Prisco, el Zarpas, el mayor de los cinco, y el que tenía más experiencia en este asunto, probablemente.
Aquello nos hizo reír más todavía; redoblamos las bromas. Nos encanamos como tontos soltando una sarta de sandeces. Hasta que, de repente, se hizo un profundo silencio, como si una nube tóxica nos hubiese adormecido. “¡Como cuando pasa un ángel!”, diría unos días más tarde el gilipollas de Lino, el Curita, cuando empezó a chivar el cuento a los mozos a la puerta de la tasca de Pulpino, con el consiguiente regodeo por su parte, que se hartaron de reír. En beneficio de Linito, cabría decir, que era un apasionado del oficio de monaguillo y que, además de meapilas, tenía tendencia a ver milagros o ángeles por todas partes.
Lo cierto es que sólo se oían ya los jadeos. O el frufrú de varias manos rozando con otras tantas braguetas. Se escuchó como brotaban las onomatopeyas más raciales. Aquellas gargantas infantiles estaban provocando, casi seguro, el asombro de los amigos celestiales del Curita.
Arreciaron los ahogos ansiosos, los esfuerzos de concentración. El melodrama alcanzó su momento más álgido. La pandilla era una piña entregada al onanístico.
–¡Zoe, cielo, amor… Te amo, te amo, te amo! –balaba como un recental perdido, Lino, que, por un momento, parecía haberse olvidado de su fe y experiencias sobrenaturales.
–¡Ay, ay, ay, tus globitos, pero que dulces los tienes… Sira, tu culito…! ¡Te comería como un vampiro, bebería tu sangre…! –se desgañitaba el Muleta, como si hubiese perdido el sentido y estuviese cara a cara con un toro.
En fin, la vida.
El juego se alargaba sin acabar de dar sus frutos; estábamos aún verdes. El esfuerzo nos tenía un tanto trastornados y el ansia de culminar el deseo, nos agotaba. Competíamos con nosotros mismos, obstinados, intentando comprobar “a quién le viene antes”, que era la frase clave que había soltado Prisco, muy al principio, seguro de que sería él el ganador.
Pero la fruta parecía no estar aún madura. Andábamos ya sin fuerzas, a punto de claudicar, cuando el Zarpas anunció su gran victoria.
–¡Aaaggg, me corro, me corro…! –exclamó dando estertores.
Y allá nos fuimos todos a ver la maravilla y lo que le ocurría a Prisco. Sólo el Muleta no se movió del sitio y siguió lidiando a su toro.
–¡Hostia, tú, te has corrido! A ver, a ver, déjanos ver… –dijimos todos a un tiempo.
Pero Prisco estaba raro, daba sensación de agotamiento; no parecía haberle ido bien en la fiesta. Como si la aventura no le hubiese satisfecho en demasía.
–¡Bah… Menuda mierda, Prisco. Cuatro gotas… ¡Tú te la cascas demasiado, Zarpas! –sentenció el Manso, que se sentió al punto liberado de tener que correrse él también y demostrar, como su amigo, su hombría.
–¡Dejadme en paz, me oís! –exclamó, enfadado, el Zarpas–. ¡Gallinas, mierdas, que sois todos unos mierdas! –añadió luego, sin que llegásemos a entender a qué venía el cabreo.
Nos mandó a freír espárragos, sí. Pero antes pudimos verle el pito enano que se le había quedado mustio, flácido, yo qué sé. De prisa, y como pudo, lo hizo desaparecer en menos de un suspiro. Nosotros le mirábamos embobados.
El Muleta, por su parte, logró como un machote culminar su polución. No lo anuncio a los cuatro vientos como Prisco, nos lo hizo saber despacio con ayes muy gatunos, como de un merengue dulce; se estaba relamiendo.
Al oírle, nos volvimos a mirarle y él nos saludó con un gesto de glotón satisfecho. Allá acudimos todos a ver el milagro del torero. Parecía desmadejado, sí, pero se le notaba contento. Como si se sintiera libre ya y le diese todo igual. Allí estaba tumbado tan largo como era, despatarrado sobre el musgo, con los ojos entornados y una cara radiante, repartiendo felicidad. Un Lauro valiente y confiado, distendido, nos mostraba sin importarle su manantial y al lado el charco que había formado su semen.
Estábamos absortos, contemplando el gran hallazgo de Lauro, cuando El Buche rasgó el aire con su característico silbido.
–¡Que viene el tren, que viene! –gritó Lino, entusiasmado, pensando que esta circunstancia nos libraba de seguir con aquel juego del pecado que le obligaría a confesarse (a nosotros también), si no queríamos ir todos de cabeza al infierno.
Por cómo percibimos el silbido dedujimos que el tren aún estaba lejos. Tardaría, probablemente, varios minutos en pasar el puente, y aún tendría que recorrer un par de kilómetros más hasta llegar a nuestra altura, donde habíamos colocado las letras del amor, nuestros tesoros.
Eso sí, el silbido rompió el encantamiento y ya solo tuvimos ojos para el tren y pensamiento para nuestro par de letras. ¡Se acabó el juego iniciático! Nos abotonamos deprisa los pantalones y corrimos a la vía, llegamos al terraplén y nos escondimos tras las bardas y el zarzal para no ser vistos. Teníamos miedo de que si el tren descarrilaba fuera por nuestra culpa y pudieran descubrirnos.
Sonó un nuevo silbido. Ahora estará cruzando el puente, pensamos. ¡Qué nervios! Se oyó la máquina… ¡Ya viene, ya viene! El olor a carbonilla y el humo denso que llega por el aire anuncian el momento del milagro de las letras. Una sombra oscura que se acerca. Ahí está el imponente artefacto negro, con algunas rayas rojas, tirando de los vagones. Un chorro de humo resbala de la vía por el terraplén y rueda hasta nosotros, dejándonos a oscuras, casi sin aire, en medio de una nube densa. Uno, dos, tres segundos más y ya sólo se ve cómo se pierde la cola del último vagón.
Retorna otra vez el silencio. Salimos del escondite y gateamos talud arriba, resbalándonos; esto nos hace avanzar con más ansia todavía. Arriba nos aguardan, entre rollos y traviesas, las joyas del amor, el tesoro más preciado que uno pueda imaginarse; el amuleto hecho de alambre y pegado a una perra gorda que nos permitirá seguir soñando.
Que suerte tienen Villares de Yeltes de tener a un gran escritor que les está rememorando el pasado de una manera tan natural y poética. Deberían nombrarte Hijo Predilecto del Pueblo