Impresiones de un virus que habla

¡Hola!

Permítanme que me presente. Soy un virus de esos que no tienen nombre.  De los que dan la lata en invierno y poco más.

Seguro que esta situación les suena:

–¿Qué te pasa Avelino…? Te noto raro…

–Habré cogido un virus, mujer… No me siento muy bien hoy… Pero se me pasará pronto –le responde un mustio marido a su dueña, la hermosa Justina, sin darle importancia.

Como saben, un servidor y otros virus como yo hemos sido, durante mucho tiempo, dueños y señores de incontables hogares donde pasábamos tan ricamente el invierno, saltando de cama en cama. Hasta que llegó el Covid ese… Ese… Ese que nos ha arrinconado.

Nadie habla ahora de nosotros. Aunque, han de saber, que, igual que existen las brujas, nosotros también existimos. Seguimos vivos y coleando. Y a todas esas personas que a veces repiten “hoy no me siento muy católica” –frase con la que mi tía Felisa pretendía explicar lo que le parecía inexplicable–, les digo que somos nosotros, ¡y solo nosotros!, los virus de toda la vida, los que les estamos haciendo sentir las molestias (malestar general, desgana, apatía…) que achacan al Covid sin embargo, aunque lleven ya encerradas meses  y sin relacionarse con nadie. O sea, que calma, que nosotros no matamos como mi colega desalmado.

Visto desde el retiro que elegí para pasar invierno y primavera, y quién sabe si también el verano, da la impresión de que el mundo está en una guerra. Sí, guerra, guerra. Reflexionen y verán que es así. Mientras tanto, nosotros, los virus sin nombre, campamos a nuestro aire, tranquilos.

Así que, hasta que llegue el momento de volver a la tarea que se nos atribuye cada año (ya saben, dar la lata con toses y estornudos, mocos e hilillos de aguilla) he buscado refugio en casa de unos viejos amigos que se resfrían con frecuencia. La verdad es que estos anfitriones empalman un invierno con otro con el moco colgando. Amables, me permiten que les tapone a ratos las narices, les irrite la garganta por las noches, les cree malestar general algún día que otro… y, a cambio, yo, en agradecimiento por dejarme compartir la vida con ellos, les espanto al Covid ese que, creyéndose el rey de los virus, nos está dejando al resto sin trabajo.

Mientras escampa y la humanidad se ocupa de él, y en tanto un servidor pueda volver a la vida de antes, con los vulgares resfriados, sudores y otros asuntos menores de su salud, como no tengo mucho que hacer, he decidido contarles a ustedes mis impresiones sobre estos días de encierro.

Foto./ J.M.
Foto./ J.M.

¡Cómo son los humanos! He observado, al subir a la azotea –mis anfitriones Avelino y Justina tienen un magnífico mirador en lo alto de su casa– que la gente está descubriendo que las escaleras no sólo sirven para salir corriendo a la calle, sino, también, para llegar al desván, buhardillas, trasteros, tejados… Incluso, le he oído decir a Justina que algunos vecinos están renunciando estos días a coger el ascensor, mientras disfrutan como niños saltando arriba y abajo escalones. ¡Quién lo iba a decir! ¡Con lo que despotricaban no hace tanto tiempo cada vez que se estropeaba ese chisme!

A la caída de la tarde, cuando salgo posado en la nariz de Justina o Avelino, según cuadre, y se ponen a estirarse como dos juncos mustios, mientras, si hay a sol, miran expectantes por encima de las torres para ver como se escurre el astro rey y confirmar que están sumando un día más de existencia, observo también, con asombro, cómo aparecen aquí y allá cabezas humanas – da la impresión que asustadas-, mirando por claraboyas y gateras mientras abren puertas antiguas que jamás se habían abierto.

Foto./ J.M.
Foto./ J.M.

La gente asoma la cabeza con miedo… Esa es la impresión. Imagino que piensan que el Covid 19 podría venir volando y darles un susto. ¡Y ya está, infectados de por vida! Pero no, una vez que inspeccionan el terreno, y viendo que no hay huella de bicho alguno, estiran el cuello, sacan medio cuerpo fuera, salen por fin… y admiran, sonrientes, el mundo que se ofrece ante ellos. Ese abigarrado arabesco de siluetas y perfiles, de extraños volúmenes, torres, chimeneas… que, mires donde mires, se extiende infinito por los cuatro puntos cardinales. Es la otra ciudad que hay en el aire y que bien podría hacer las delicias de Cosimo, el protagonista de El barón rampante.

Antenas herrumbrosas, rotas como esqueletos colgando; madejas de cables podridos; sofás a los que se les escapan los huesos astillados entre jirones de tela; chatarra acumulada al abrigo de muros ocultos y aleros… El mundo de los tejados, ese paraíso ignoto para muchos que encierra riquezas inimaginables, en el  que seguidores de Diógenes han ido  acumulando cachivaches y recuerdos, mientras se pasan los días soñando.

Lo cierto es que la silueta aérea de Sevilla revive en este tiempo de tormentas y de miedos; su sorprendente corolario de  belleza entre ruinas y misterios tiene a muchos hoy absortos y encantados.

Luego están los vecinos… Esas personas que hasta hace poco solo eran sombras que pasaban fugaces a tu lado, pero que hoy cobran vida, alargan la mano, saludan con un gesto amable, sonríen e hilvanan pensamientos en voz alta para que tú les reconozcas y compartas con ellos la conversación. El enclaustramiento, en opinión de este humilde virus, va dejar  la semilla plantada en mucha gente para una abundante cosecha de cercanía.

Sí, sí. Los vecinos ahora son seres reales; ya se les siente cerca. Te hacen partícipe de sus cuitas y tú les ilustras también con alguna de tus aventuras. Al final se comparten manjares y experiencias; lo cotidiano y lo esporádico, lo complejo y lo simple, lo extraño y hasta lo más raro que nos ha sucedido, nos lo contamos… A la caída de la tarde, en las azoteas, se montan tertulias y encuentros musicales o un cine forum a raíz de una película que has visto en la televisión después de treinta años. En un escenario tan mágico como este no hay que extrañarse de que ocurran estas cosas; cualquier pensamiento puede echarse a volar sin molestar a nadie. Y si no llegamos a abrazarnos todavía es porque el Covid 19 nos vigila; pero si pudiéramos lo haríamos, más que nada para confirmar que no somos fantasmas ni una aparición.

En fin, puede que lleguen nuevos tiempos con nuevas ceremonias y costumbres. Por mi parte, lo único que puedo prometer es que trataré de contar lo que veo… Es decir, lo que ve Avelino.

 

2 comentarios Añade el tuyo
  1. Me ha encantado y me apropiarè de esa semilla que darà una abundante cosecha de cercanía. !Què frase màs redonda! Y espero que esa recuperación de azoteas, balcones y escaleras se mantenga cuando todo esto pase.

  2. Qué bien has captado el momento emocional de este confinamiento; amén de tú sabiduría y experiencia rural que, una vez más,la plasmas cuan Delibes salmantino

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