Cuando las mariposas del amor se van de travesía

Con frecuencia la belleza nace del caos; y a veces alcanza su cénit en la destrucción. En Apocalipsis Now, la chulería de un teniente coronel descamisado (Robert Duvall) proponiéndole a un soldado que haga surf bajo el fuego enemigo mientras restalla en el aire La cabalgata de las Walkirias de Wagner y los helicópteros de Charli siembran la muerte, bombardean con napalm la selva y ametrallan una aldea vietnamita, puede que, si se atiende a la estética, esta sea una de las secuencias más bellas de la historia del cine.

Al inicio de la III Payoya cada uno llevaba a cuestas su correspondiente misterio./ Foto JM
Al inicio de la III Payoya cada uno llevaba consigo su correspondiente misterio./ Foto JM

Pero esa belleza, a nosotros, nos da igual. Solo se trata de caminar. Adentrarse en la naturaleza y, envueltos por ella, sentir el placer que propicia el silencio o el arrullo que tejen los pájaros mientras, paso a paso, avanzamos. Se trata, pues, de averiguar si es posible sobrevivir cuatro días en armonía unos con otros, al tiempo que cuerpo y sentidos se nutren de aire puro, luz y colores. Adentrarse en el calidoscopio gigante que es el paisaje de la sierra de Grazalema y no “emborracharse” de fatiga o de sueños… es el reto; hacer caminando una circular de cuatro días, el objetivo.

Nos reunimos en el aparcamiento para coches que hay a las afueras de Villaluenga del Rosario, en el camino que, por el puerto del Correo, conduce a Montejaque, final programado de la primera etapa. Éramos 12. Doce sin nombre para los que, quizá, haya que inventar algún epíteto más adelante, a fin de dotar de misterio a una narración que, como se comprenderá, no puede restringirse a contar los kilómetros que, sumados, supusieron para estos correkas unos 70 en total. De hecho, prácticamente durante todo el viaje, el sutil enredo amoroso estuvo presente, endulzando el ambiente con el juego del cortejo.

Juego de colores./ Foto JM
Juego de colores./ Foto JM

Como suele ocurrir cuando un grupo de personas se reúne para el divertimento, siempre hay mariposas que vuelan en torno a los ojos. También en esta ocasión, quién más, quién menos, le dio rienda suelta a sus particulares lepidópteros que se presentaron ufanos y henchidos de amor… Y casos hubo en los que estas alevillas tontearon (discúlpeseme la expresión) con gran alharaca y batir de alas, casi hasta el final del viaje; hasta que un inesperado incidente espantó a los encantadores insectos y nos los quitó de en medio, con gran disgusto por nuestra parte. Mas no adelantemos acontecimientos.

Cuando bajamos del coche aquel 9 de mayo, jueves, a las 11 de la mañana, nos recibió esa neblina de agua que a veces escurren las nubes de algodón. Hacía fresco. Y eso nos sorprendió porque veníamos preparados, más bien, para soportar el calor, no el frío. Mas enseguida supimos que la nube era una boina minúscula que acababa donde empiezan los Llanos del Republicano, un par de kilómetros más al sur. A partir de ahí todo fue sol.

Como en los viejos tiempos del mundo arriero tomamos un antiguo sendero –nosotros, sin mulas– que salva el puerto del Correo hasta depositar al caminante en los Llanos de Líbar. Marchábamos a buen paso y contentos; felices de haber huido de las hordas turísticas que en estos días de desasosiego y locura consumista invaden algunas ciudades. Hacíamos fotos a las aliagas vestidas de gala con su característico color amarillo, a los lirios silvestres, al cantueso y al tomillo, a las peonías que, como si se hubiesen puesto de acuerdo para celebrar nuestro paso, se abrían solitarias o en grupos en todo su esplendor entre las rocas calizas, acá y allá, con ese característico color rosado-rojizo.

La tentación de abrazar a los espinos en flor./ Foto JM
La tentación de abrazar a los espinos en flor./ Foto JM

Pasada la Fuente de Líbar nos detuvimos a almorzar junto al cortijo del mismo nombre. Después sesteamos como esos pastores que saben que el tiempo les sobra mientras se dicen que la “jornada está hecha” o, lo que es lo mismo: que el camino, acostumbrados, en nuestro caso, a trepar campo a través por los riscos, se nos estaba quedando pequeño, corto si se quiere, y tampoco nos seducía aparecer en Montejaque a media tarde, cuando a lo que habíamos venido era a zambullirnos en la naturaleza.

Fue aquí donde las ya citadas mariposas, juguetonas y amorosas, perdieron la vergüenza y se mostraron tal cual, desinhibidas del todo en forma y colores. Y aunque llevaban toda la jornada revoloteando sobre nuestras cabezas, sin que nadie les hiciese el menor caso, el juego verbal, el abalorio y su nervioso palmoteo se hizo evidente y todos celebramos que se asentase la magia del requiebro y el cortejo entre los miembros del grupo como cuando algunas abejas, despistadas del enjambre, zumba que te zumba, no te dejan en paz.

Es sabido que hay mariposas que dan vueltas azarosas, emocionadas por la fragancia o belleza que observan. Mariposas que luego se alejan sin dejar la menor huella… mientras las seguimos con la vista embobados hasta que desaparecen en el bosque, ocultándose detrás de un arbusto o en la profunda maleza. Pues así sucedió en este primer día de alegrías y camino. Sucedió que las mariposas se fueron a dormir, ahítas de juegos, sin haber provocado el menor terremoto amoroso ni la menor inquietud o el consabido desasosiego en el grupo. Por ahora todo era una fiesta.

La tentación de la aventura camino a Benaoján./ Foto JM.
A la aventura camino de Benaoján./ Foto JM.

Abrasados en el fondo del valle, en esos Llanos de Líbar rodeados de crestas calizas, reemprendimos la marcha. Adormecidos todavía, caminábamos por la lengua de tierra que es el camino, de siete kilómetros, a la que unos llaman carril, otros pista y no pocos carretera de tierra; vía que conduce hasta el pueblo de Montejaque desde los Llanos.

Algunos, pensando en la calcetinada que teníamos por delante, decidimos (cinco, en concreto) romper la disciplina del grupo –muy propio de este club– y adentrarnos monte arriba, por el puerto de Cufrú y Cortijo Baldío hasta asomarnos a la cara este de la sierra de Benaoján y, como si desde un balcón se tratase, descolgarnos después hasta el pueblo.  Fue una pequeña aventura añadida y una gratificante peripecia que, aunque nos supuso varios kilómetros más de recorrido, mereció la pena. Al montañero le estimula descubrir sendas nuevas. Esto a pesar de que, ese día, hubo un instante en el que nos quedamos atrapados, prácticamente sin salida, unos 300 metros por encima de lo que abajo veíamos como un mar de tejados. En esos momentos, con el sol ya escurriéndose, percibimos el sutil hormigueo que provoca el desasosiego. El Explorador del grupo, siempre empeñado en ir un poco más lejos, terminó por abandonarnos, dejándonos huérfanos; los atrevidos expedicionarios que le acompañábamos debimos volver solos.

Sin arredrarnos, salvando cortados, bancales y, finalmente, campos de olivos colgados del cielo, conseguimos bajar a la carretera MA 8403, para remontar hasta Montejaque los tres kilómetros de asfalto que aún debíamos hacer para concluir esta primera etapa. Al final nuestro grupo había recorrido unos 20 kilómetros entre Villaluenga y Montejaque que son algunos más de los que los antiguos arrieros, mensajeros reales, buhoneros y otros anunciadores de las buenas nuevas recorrían cuando se desplazaban de pueblo a pueblo por estas serranías.

Peonías./ Foto JM
Peonías./ Foto JM

El rencuentro de los 12 de de la III Payoya fue celebrado con vítores, contando cada uno las cuitas que le convenía o había vivido. Más tarde supimos que la etapa la habíamos concluido repartidos en “cinco expediciones” distintas. Vamos, como suele ocurrir casi siempre que este club sale al monte.

Tras aposentarnos en una casa rural y dos hotelitos, celebramos el yantar vespertino (separados y la vez juntos; que no se entienda no importa) mientras discutíamos sobre la cosa pública (como siempre) en tanto cenábamos opíparamente, y a buen precio, en el restaurante El Patio.

De sueños, ronquidos, discusiones políticas y otras celebraciones no hay nada reseñable o que merezca la pena contarse si es que se quiere respetar la privacidad. Tampoco las mariposas dieron señales de vida en la cena ni durante el resto de la noche; se habían retirado, supongo, a descansar al abrigo y resguardo de los campos de almendros y olivos.

Día 2

Tiempo de asueto, cada cual a su juego./ Fot JM
Tiempo de asueto, cada cual a su juego./ Fot JM

El amanecer fue feliz pues nos sentíamos descansados, sin fatiga muscular ni agujetas. El desayuno, en cambio, resultó un tanto tormentoso porque el dueño del bar al que habíamos acudido estuvo bastante desagradable, quizá porque no supo entender la urgencia que tenía esta docena de clientes, que debía recorrer a pie, antes de que el calor apretase, el antiguo sendero que conduce de Montejaque a Grazalema.

¡Y ya eran las nueve! Una hora nada intempestiva, pensamos, para ponerse en marcha. Tras el consabido café, el zumo de naranja y la tostada con el chorrito de aceite y tomate, iniciamos la marcha. Segunda etapa.

Enseguida volvieron las chanzas y también las mariposas, que hicieron acto de presencia en cuanto los 12 caminantes se echaron al hombro la mochila, armaron los bastones y comenzaron a andar. El camino discurría por la margen derecha del río Campobuche al que seguiríamos remontando, prácticamente, hasta el puerto de Los Alamillos, en el cruce con la carretera A 372.

La vaca que se alimentaba de flores./ Foto JM
La vaca feliz que se alimentaba de flores./ Foto JM

Y volvieron la umbría, las flores de mil tonalidades y especies, el caminar dulce y pausado… y el placer que produce iniciar una marcha sabiendo que se tiene todo el día por delante. La ruta, suave y muy asequible, resultó por momentos, bucólica.  Seguíamos el curso del agua que ora remansaba en un pequeño caozo, ora formaba una sutil catarata que nos alegraba la vista y el oído. Y entre tanto, el bosque de alcornoques nos regalaba la sombra; las jaras y espinos en flor, el aroma. Apenas percibíamos que íbamos subiendo pues la senda discurre tendida.

A eso de las doce, el grupo se detuvo; unos plantearon acercarse al restaurante Los Álamos (la tentación de degustar una cerveza helada pudo con ellos) mientras otros decidimos, sin pensárnoslo mucho, desplegar cada uno su manta y almorzar al lado del río, al abrigo de la sombra de unos robles. Teníamos tiempo, algo poco habitual en las excursiones de fin de semana, que siempre vamos con prisa. Así que sesteamos lo nuestro, nos contamos historias y ya recompuestos, aunque todavía somnolientos, reemprendimos la ruta para reunirnos con el resto de viajeros que se habían adelantado. Antes pasamos, en una visita fugaz, por el hotelito el Tambor del Llano, un lugar singular y apartado, ideal para practicar el retiro y la meditación, en el que, entre otras actividades, al cliente se le ofertan paseos a caballo.

El puente encatado sobre el río ./ Fot JM
El puente encatado sobre el río Campobuche./ Fot JM

Llegamos por fin a Los Álamos, donde encontramos felices, degustando los postres, a los cinco correkas que nos habían abandonado. A partir de aquí, los últimos kilómetros los hicimos a pie, ¡faltaría más! (aunque alguno tuviera la tentación de coger un taxi), por la carretera A 372 a fin de evitar las pendientes que el viejo camino tiene en esta parte del trazado. Llegamos a Grazalema a media tarde, bajo un rachisol de justicia que prometía ocuparse de nosotros y de nuestra desintegración si no buscábamos pronto una sombra y una cerveza.

Nos aposentamos según lo previsto por Fran, mentor y organizador de este evento payoyo. Y, una vez recuperados de las fatigas del camino, acudimos a celebrar una cena de hermandad en una de las terrazas más concurridas del pueblo. A esta reunión se incorporaron nuevos correkas, llegados desde Sevilla esa misma tarde, que habían decidido hacer con nosotros las dos últimas etapas. También las mariposas del amor asistieron a la complaciente velada; ahí seguían en su empeño, erre que erre, desplegando su arte y sus alas sobre todos nosotros con sutileza calculada y discreción. Parecía que estuvieran tejiendo con hilos de oro la más exclusiva y delicada orfebrería…

El encuentro y el ágape resultaron tan gratos que, a última hora, el mago de los sueños nos empuntó a unos cuantos  –la mayoría corrió a refugiare en sus aposentos–, a la casa de un amigo, guía emocional de estos predios, para tomar una infusión o una copa, según cuadrase. Cuando el cuco cantaba las doce, apuramos el último pacharán ofrecido por nuestro generoso anfitrión, hecho por él, y nos retiramos a compartir con Morfeo los sueños.

Una calle de Grazalema./ Foto JM
Una calle de Grazalema./ Foto JM

La mañana amaneció limpia y clara. Abandoné el lecho cual pájaro inquieto que bate las alas a ritmo de sonata, y sin hacer el menor ruido dejé los privados aposentos en los que el amigo me había instado a instalarme y salí a recorrer las calles del pueblo más lluvioso de España, según estadísticas. Grazalema se mostró ante mis ojos encalado y reluciente, bruñido por un baño de sol; recorrí sus calles empinadas buscando la tahona que tuviese el pan recién hecho… Ese pan que cuando te acercas a él huele a leña y humea todavía. La encontré. Como encontré a la gentil panadera afanada, haciendo los churros, mientras me indicaba que volviese media hora más tarde pues aún estaba liada con las manos en la masa.

Salí del local y me puse a hacer fotos. A la  plaza de España, a la Iglesia de la Aurora, a algunos balcones que amenazaban con caerse de lo abigarrados que estaban con tantas flores… Y regresé a por el pan para luego volver a la casa de mi anfitrión con la hogaza, los churros y algunos dulces de capricho para celebrar un desayuno que, sin duda prometía y que nos daría fuerzas para la tercera jornada; etapa que nos llevaría hasta Ubrique.

Día 3

El placer de perderse en el bosque./ Foto JM
El placer de perderse en el bosque./ Foto JM

Sobre las diez nos reunimos delante de la casa de nuestro anfitrión en la velada nocturna e iniciamos –casi una veintena de correkas ya– la tercera etapa de la III Payoya. Todo fue subir y subir con el sol echado a la espalda; primero hasta el aparcamiento del camping y luego, tras salvar la sierra del Endrinal, hasta el llano del mismo nombre. Aquí sesteamos un buen rato aguardando a otro grupo de correkas que llegaba esa misma mañana desde la capital andaluza y querían acompañarnos un trecho, hasta que… nos desviásemos, unos, a la derecha, buscando el sendero que nos condujese a Ubrique y, otros, a la izquierda, para trazar una circular en torno al pico del Simancón. Desde aquí, y después de la intensa subida, todo sería ya, prácticamente, bajada, por lo que, curtidos por la marcha de los dos días anteriores, esta etapa se nos antojó que sería una jornada de coser y cantar, como suele decirse. Aunque, para “no aburrirnos” buscamos y hallamos algunos atajos que, en nuestro afán de acumular experiencias, nos entretuvieron lo suyo, obligándonos a reptar o retorcernos entre marañas de zarzas y espinos, provocándonos ese plus de “alegría” que siempre aparece cuando tenemos que superar alguna dificultad.

Los que quedan de La Nueve./ Foto JM
Los que quedan de La Nueve./ Foto JM

Tras la pausa en el Endrinal, dejamos el puerto de Las Presillas a la derecha, pasamos junto al Pozo de las Nieves y avanzamos por Navazuelos Fríos hasta llegar al Cortijo de Dornajo, lugar que siempre que visito se me antoja cargado de misterios, no sé por qué. Quizá, porque imagino el trajín que hubo en tiempos en torno a estos muros, hoy derruidos. Imagino aquellas reatas de mulas y arrieros, gentes extrañas, calladas, apurando la tarde para llegar hasta él. Imagino a familias de pastores, vaqueros y gañanes y de otros tantos oficios acudiendo al reclamo del afamado cortijo. Hasta puede que aparecieran por aquí bandoleros pasando precipitadamente de un valle a otro, deteniéndose a pernoctar, aporreando el portón con la aldaba a las horas más intempestivas.

Imagino, asimismo, la gran chimenea de fuego crepitante en torno a la cual se agolpaban narradores de cuentos, fabuladores e inventores de leyendas; también los lenguaraces autores de las historias más atrevidas, los más audaces; los mentirosos que sabían que, con labia y maestría, podían recrear los crímenes más horrendos o los lances de amor y de burla más hilarantes…  Todo esto y mucho más, imagino yo que se cocía bajo el techo de lo que hoy es un amasijo de piedras, una especie de cementerio en el que desaparecieron hace tiempo las tumbas. ¡Ay, de cuánto no nos enteraríamos si algún nigromante avezado en conjuros, pudiese rescatar del silencio al cortijo Dornajo!

A mí, este lugar, insisto, me invita a soñar con tiempos pretéritos, tiempos de esplendor y gran ajetreo, cuando esta sierra poblada por seres intrigantes (huidos de la justicia, tal vez) tenía un estatus propio y una vida activa, rica en acontecimientos.

Apuntes para una obra de arte (de Maruja)./ Foto JM
Apuntes para una obra de arte (de Maruja)./ Foto JM

Ya digo que el cortijo de Dornajo invita a viajar al pasado en el momento en el que uno se detiene ante las tenadas e instancias arrumbadas, cuando uno observa la que fuera una huerta fértil, hoy cubierta de maleza, o cuando se fija en esos tres chopos, testigos de una antigua alameda; también cuando se refresca en la fuente cristalina…

Precisamente, la fuente del cortijo, con su pilón de granito, nos sirvió de disculpa para detenernos a reponer fuerzas. Y desde aquí nos despedimos de tres de los doce que habíamos iniciado, dos días antes, la III Payoya. Ellos retornaban a Villaluenga otra vez y el resto reemprendimos la marcha en dirección a Ubrique.

Las mariposas seguían con nosotros, obviamente; ahora en plena efervescencia. Y, como el lector podrá colegir –imaginarse más bien–, aunque este cronista no hable demasiado de ellas (se entiende que por respeto y discreción a su quehacer), de todos es sabido que a estos volátiles e inestables lepidópteros, una vez dominados por la emoción que les genera el ver que su juego de cortejo aguanta requiebros y dichos, les resulta ya muy difícil abandonar la pelea. Así, pues, hasta que n estalló la tormenta, al final de esta tercera jornada, las mariposas siguieron acompañando a los caminantes, haciéndonos gozar de su belleza, de su labia y de la mucha habilidad que tienen las hermosas para provocarnos la risa, mientras nos regalaban los oídos con sus ocurrencias y ensoñaciones.

Retrato de lagartija./ Foto JM
Retrato de lagartija./ Foto JM

Atravesamos Santos Lugares hasta llegar a El Pinarejo donde hicimos otra pausa gastronómica y dormimos una buena siesta. También en este paraje hay unos corralones abandonados que, de alguna forma, dan fe de la vida rica que floreciera en estos pagos, hoy totalmente despoblados. Seguimos el curso de un hilo de agua, atravesamos un humedal y giramos a la izquierda hasta cruzar el arroyo del Pajaruco que, una vez lo pasamos, un sendero bien delimitado nos encaminó a Benaocaz.

En Benaocaz, en la posada El Parral, tomamos uno refresco y, sin dilación, enfilamos el camino hacia el pueblo más famoso, si se habla del curtido de la piel. Atravesamos el pueblo primero, en dirección sur, hasta alcanzar la carretera A 2302 por la que seguimos unos tres kilómetros hacia el este al encuentro del viejo camino que comunicaba a ambos pueblos mucho antes de que se hiciese la actual carretera.

Lo encontramos a la altura de Casa de Aguanueva y Fuente Santa; fuente que vierte un generoso caudal, fresco y sabroso. Antes pasamos al lado de lo que debió ser el sueño megalómano de algún prohombre del Régimen, que imaginó un gran hospital para tuberculosos en este privilegiado paraje. Su sueño acabó pronto, parece ser, pues lo que queda del pretencioso proyecto es un maltrecho esqueleto de hormigón abandonado, de media docena de plantas, que amenaza con caerse cualquier día.

Bajo el árbol del ahorcado./ Foto JM
Bajo el árbol del ahorcado…  Y al fondo, La Silla./ Foto JM

Ya situados en el viejo camino que comunica a Benaocaz con Ubrique  (y habiendo evitado la calzada romana por su incomodidad para marchar sobre ella) descubrimos que un arroyo cercano se había apoderado del sendero, descarnándolo por completo, arrastrando los rollos, rompiendo el refuerzo y su empedrado, hasta dejarlo, como se suele decir, en carne viva, con tal sarta de socavones y agujeros que hacían impracticable caminar por él sin correr el riesgo de caerse. Un camino precioso, sin embargo, por el que si avanzar se antojaba difícil, es cierto, también es verdad que reúne elementos paisajísticos de una gran belleza.

Llegamos al pueblo por el Este, descolgándonos por un sendero empinado, trazado en zig zag, literalmente enterrado en la espesa foresta de lentisco y arbustos, mientras el sol nos mostraba un mapa de tejados y sombras blancas en el fondo del valle: Ubrique. Caía la tarde y la luz nos regaba la alegría de los rostros con la felicidad que sentíamos por estar concluyendo la tercera jornada de marcha. ¿Y las mariposas? Ah, las mariposas… Esas… Esas seguían a los suyo, sin mostrar el menor síntoma de cansancio.

Camino de Ubrique./ Foto JM
Camino de Ubrique./ Foto JM

Atravesábamos el pueblo, cuando al mirar hacia arriba, descubrimos en la calle Real una placa en la que podía leerse el nombre de Queipo de Llano, aquel siniestro y desalmado personaje que arengaba a los fascistas desde radio Sevilla, invitándoles a violar y a matar las mujeres progresistas. Eran tiempos de guerra civil, de acuerdo, pero, ¿puede el ser humano permitirse tanta vileza? Y sobre todo, ¿cómo es posible que en tiempos de paz, a estas alturas, se honre todavía a semejante monstruo con una placa pública?

Con peso en el ánimo por este encuentro y la tristeza que causa la injusticia, llegamos al hotel donde tras alguna confusión y varios incordios nos ubicamos.

Después alguien decidió que iría a cenar a la peña bética Rafael Gordillo de Ubrique. Nadie se opuso. Así que allá nos marchamos… Y… las mariposas, detrás.

Las ruinas del sueño del megalómano./ Foto JM
Las ruinas del sueño del megalómano./ Foto JM

Lo que sorprende de esta familia de correkas es que, si bien para caminar por el monte el club Correcaminos es un club atípico, con individualistas acérrimos que suben y bajan por donde quieren y a su aire, para celebrar el yantar, en el momento de la cena por ejemplo, siempre surge ese deseo irrefrenable de estar juntos, una especie de solidaridad colectiva que con frecuencia provoca desasosiego y confusión al ser imposible sentar a todo el mundo a la misma mesa. Y así ocurrió esa noche. Mas, una vez resuelto el problema, nos dispusimos a paladear los manjares de Ubrique, amparados, eso sí, por el sentir verdiblanco que exhalaba la peña, y dispuestos a celebrar que al día siguiente concluiríamos la III Payoya con éxito, o lo que es lo mismo, sin incidente alguno reseñable, recorriendo la última y cuarta etapa que nos llevaría hasta Villaluenga.

Estábamos en esto, arropados por un manto bordado de estrellas, celebrando la fiesta y el éxito, cuando, no se sabrá nunca por qué, quizá porque la idea de celebrar en un templo bético exaspera más de lo deseable a quienes se sienten sevillistas, quizá porque en el cielo había luna nueva… La cosa es que se desencadenó en un instante una tormenta con rayos y truenos cruzados que en un santiamén redujo a cenizas a las inocentes y gráciles mariposas del amor, que tanto gozo y buenos momentos nos habían propiciado durante la travesía. Las musas dieron al punto con sus alas en tierra y en un pispás quedaron chamuscadas, convertidas en cenizas. Y aquellos tres días de vino y rosas, compartidos con las locuelas mariposas, ¡con tantas y tantas risas como nos habían regalado, se esfumaron como pompas de jabón tras el soplo de un niño!

La noche concluyó tomando un helado, aunque ni los nubarrones ni el aire maléfico que había dejado la inesperada tempestad, desaparecieron del todo. El cuarto día de la III Marcha Payoya prometía, ¿verdad?

Dia 4

La noche fue larga… Este cronista despertó demasiado temprano con la sensación de haber pernoctado en un zulo: muy poca luz, menos aire y mucho calor. Por eso, quienes compartimos habitación fuimos los primeros en salir a la calle y, ufanos, buscamos ese café que nos reanimase. Pero Ubrique –era domingo– estaba cerrado a cal y canto. Recorrimos varias calles buscando el negro elixir que nos devolviese a la vida hasta que dimos con un bar, El Capitol, donde un grupo de madrugadores parroquianos aguardaba a que el dueño pusiese en marcha la máquina del café, la tostadora de pan, el exprimidor de zumo… Al fin desayunamos.

Mirando a los que miran./ Foto JM
Mirando a los que miran./ Foto JM

Luego, poco a poco, fueron llegando los compañeros de andanzas y, a eso de las 9, emprendimos la última etapa que nos llevaría a Villaluenga.

Tras algunos kilómetros gastando calcetín por la A 373 en dirección a Cortes de la Frontera, tomamos la Cañada de la Breña, una empinada cuesta de varios kilómetros que nos dejó extenuados. Así hasta Puerto Tirado, donde hicimos una pausa para tomar un refrigerio. ¡Y allí ya confirmamos que las mariposas del amor, fenecidas la noche anterior, no habían resucitado! ¡Ni rastro de ellas!

Con la decepción que a los humanos embarga cualquier abandono, el grupo siguió caminando a buen ritmo hasta alcanzar Casa de la Barrida, donde al parecer hubo en tiempos una escuela; escuela a la que acudían los retoños de los numerosos cortijos diseminados por el valle y de aquellas familias que pastoreaban en la zona.

Sonata de silencio a la sombra del ábol de la vida./ Foto JM
Sonata de silencio a la sombra del ábol de la vida./ Foto JM

Marchábamos un tanto apenados, confundidos; perturbados por el extraño silencio que nos envolvía. Sentíamos pena por la pérdida de la algarabía feliz que nos había acompañado desde el primer momento. Aunque aceptábamos con agrado, ¡cómo no!, que la vida tiene estas cosas, ¡faltaría más! Pues ya se sabe que las mariposas, como el amor, se pasean por la vida, desapareciendo de un día para otro. En fin…

La mañana se acercaba al mediodía y nosotros a Villaluenga. Deseosos de llegar lo antes posible a donde nos aguardaban los coches, aceleramos el paso. Bordeamos El Saltillo. Enfrente, al otro lado del valle, el Puntal de la Raya perfilaba el agreste horizonte mientras a mi mente acudía el recuerdo de aquel inolvidable día en el que conocí a los correkas del club Correcaminos.

Tras salvar una rampa y escalinatas antiguas, probablemente medievales, remontamos a lo alto de El Rincón para, un par de kilómetros más lejos, ponerle a la III Payoya el glorioso final.

Tarta de queso payoyo. ¡Um, una delicia!./ Fot JM
Tarta de queso payoyo. ¡Um, qué delicia!./ Fot JM

Un final que tuvo su corolario en el pueblo bebiendo cerveza helada, tomando tapas y comprando productos de la tierra, como el famoso queso de Villaluenga, hecho con la leche de la cabra payoya, una especie endémica de la zona.

Y concluyo: De aquellos días de goces y gloria en la naturaleza nos ha quedado en la mente el sabor dulce de haber sido felices, siempre acompañados por unas extraordinarias mariposas. También la sensación de estar físicamente bien, en forma. A fin y al cabo habíamos resistido, durante cuatro días, a la extraordinaria belleza que alberga la sierra de Grazalema. Como a veces sucede cuando uno se sumerge entre obras de arte, no nos había atacado el mal de Stendhal, el universal escritor autor de Rojo y Negro o La Cartuja de Parma… Sí, de ese mal nos habíamos librado, pero no del otro (de los cosquilleos del amor)… Porque estoy seguro que algún corazón conservará todavía hoy, y por mucho tiempo, tal vez, las huellas de este viaje… Ese jugueteo caprichoso que a veces se empeña Cupido en practicar con nosotros.

 

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