Primero fue el caos; el nubarrón que perturba a este grupo de amigos, y que le persigue como si fuese la peste o una maldición. Luego comenzamos a subir sin pararnos, sin concedernos descanso en ese deseo de ahuyentar el mal fario; trepábamos. Habíamos partido desde el sendero que nace al lado del cementerio de El Bosque, pueblo de montaña en la provincia de Cádiz. Dos horas de gatear incansable hasta alcanzar la cumbre del Albarracín, en la sierra de Grazalema.
“Lo que queda de la Nueve”, así se hicieron llamar los que iban delante abriendo camino, rompieron la disciplina del grupo… pensando que llegarían los primeros a conquistar París, no a un monte de 975 metros.
Aquellos, los de la Nueve de verdad, eran jóvenes españoles, en su mayoría anarquistas, que, habiendo tenido que huir de la España vencida, se enrolaron en la División Blindada que comandaba el general Leclerc. Muchos murieron entonces por un mundo más justo y mejor… Y a los supervivientes, después de nueve años empuñando las armas –primero en España, luego en Francia–, el destino les premió con la gloria de conquistar París. ¡Los de la Nueve fueron los primeros en entrar en el París ocupado! ¡Ellos liberaron la ciudad de la Luz! Corría la noche del 24 de agosto de 1944.
Pero estos, nuestros amigos que se hacen llamar eufemísticamente “Lo que queda de La Nueve” solo huían de una pesadilla.
El sábado fue un día de emociones encontradas y de una tensa calma chicha. Los que componían la avanzadilla llegaron volando a lo alto y, tras solazarse unos minutos, al ver que, a pesar del día espléndido, la amenaza se cernía en el horizonte, se fueron a conquistar otro pico, el Ponce, más fácil de alcanzar pues no tenía más misterio que darse un garbeo lomeando… “Fue como darse un paseo por los Campos Elíseos”, debieron pensar en su marcha, los seis que partieron.
Nosotros, en cambio, la mayoría, nos quedamos confusos y huérfanos, enredados en la interminable subida. Y nos fuimos dispersando, sin aliento, sin apenas palabras; nos faltaba la risa y nos resultaba difícil la comunicación… Y así, aquello fue una especie de diáspora y un “sálvese quien pueda”. Menos mal que el pico Albarracín es accesible y cada uno alcanzó como pudo la cumbre. Pero la confusión persistía y apenas hubo tiempo de paz para tomarse un respiro o ese tentempié que siempre ingerimos a media mañana. “Lo que queda de La Nueve” habían huido ya y nadie sabía por dónde descender hasta Benamahoma, que era el siguiente objetivo.
El día era hermoso. Un cielo azul, límpido, coronaba el pico Torreón, uno de los más emblemáticos de Grazalema. Su perfil de calizas se ofrecía ante nosotros como un gran altar por encima del bosque de encinas. Bajamos hasta las inmediaciones de la Casa de las Zaurdas y nos dispusimos a tomar el almuerzo.
Reemprendimos la marcha tras una breve siesta y alcanzamos al grupo de “héroes” que, ya, habiendo descendido del Ponce y convencidos de haber estado en París, se había detenido también, como nosotros, no muy lejos de las ruinas de la Casa de las Zaurdas; un lugar singular, envuelto en un apacible paisaje de voces y misterio. Porque no es difícil imaginarse el trajín que debió de haber por allí en algún momento de la historia, cuando este collado era la cima de una vía transitada. No hay más que ver ese pórtico de eucaliptos centenarios que dan paso a la explanada donde se hallan las ruinas; o esos muros… Los restos del porche, de las cuadras, de las dependencias que había para darle cobijo a caballerías y arrieros.
Imaginar siempre es fácil, desde luego. Y puede que en lugar de una venta fuese una casa de labranza la que señoreaba estos montes. En cualquier caso, la grandeza de las ruinas persiste y allí siguen ancladas esperando que algún día volvamos.
El grupo, más de veinte este sábado, reemprendió el descenso hacia Benamahoma por un sendero umbrío y hermoso. Cruzó la carretera, atravesó el pueblo, descubrió naranjas y limones en un mismo árbol, compró miel… y siguiendo el curso del río Majaceite llegó a la caída de la tarde al lugar de donde había partido.
La despedida fue breve… ¡Con pena!
Ah, y de la avanzadilla de “Lo que queda de la Nueve” –que se había separado otra vez, abriendo camino– ni rastro. Seguro que estaba ya en otra guerra.
Como de costumbre lo bordas, amigo Joaquin