Tendría ocho años, no más, cuando llegó el mes de junio y con él la liberación de ir a la escuela por las tardes. Don Gabriel nos despedía al mediodía. ¡Qué alegría! ¡Podría irme a segar con mi tío!
“Ten cuidado hijo, no vayas a verter la comida. Procura que no se ladeen las alforjas. Y ve despacio; mira bien por donde pisa la burra”, me aconsejaba mi abuela, que, en el portalillo, con el noble animal ya dispuesto para la marcha, me aleccionaba, todos los días, antes de emprender la aventura.
La burra, tranquila. Como si no fuera con ella el viaje, se sacudía las moscas parsimoniosa y abría la boca… ¡Qué dientes más grandes…!
Mientras tanto, mi abuela repasaba la carga: “A ver si va a resultar que la albarda no está bien cinchada… y acabáis, tú y la comida, rodando por el suelo”, mascullaba entre dientes. Ordenaba una vez más las alforjas. “Sí, sí, están equilibradas. Todo en orden”, repetía como si anduviese sonámbula.
Un costal doblado, a modo de cojín, cubría la carga. ¡Y encima iría yo!
“Hala, hijo, sube”.
Arrimábamos a la noble Jatusina al poyete, me agarraba a su pescuezo, levantaba la pierna derecha, y mi abuela – “¡Hala, hala!”, me arengaba– agarrando mi pie, me impulsaba.
“Ya está”. “Ten cuidado, hijo, no vayas a caerte…”
Y allí estaba yo: en todo lo alto. ¡Como si fuera un marqués a caballo! ¡Más derecho que un ocho! Emocionado.
“¡Ve con cuidado, Joaquinito! No vayas a dejar a tu tío sin comida”, le oía vocear a mi espalda mientras nosotros enfilábamos el camino del Robladillo, donde estaba mi tío Benino segando, a unos cuatro kilómetros del pueblo.
Jatusina se sabía de memoria el camino y no necesitaba que nadie la guiase. Yo, siempre con miedo, escrutaba cualquier sombra mientras me sobresaltaban los ruidos; cualquier sonido. Y giraba la cabeza a un lado y a otro para pedir auxilio. Un auxilio que nunca llegaría, pues, a esas horas y con ese calor. ¡Ni los pájaros volaban! Nadie vendría a echarme una mano aunque estuviese en peligro.
El sol caía a plomo. Moscas y tabarros se cebaban con nosotros; no nos daban tregua. Jatusina movía las orejas haciendo abanicos y las espantaba; a veces pegaba un respingo… Y entonces, los peroles, danzaban: el que contenía la sopa y los garbanzos (así se ahorraba mi abuela un cacharro y espacio en las alforjas) hacía una especie de cloc, cloc, cloc-cloc, cloc… Y el otro, en el que iban las tajadas, cantaba: toc, toc-toc, toc, toc-toc, toc. En ambos se batía el condumio empujando las tapaderas. ¡Ay, dios, que no se vierta la comida…!, suplicaba. “Calma, Jatusina, calma; que ya llegamos…”, animaba, con mi vocecita de niño, a la burra.
A veces el camino se liaba en un cruce y nos hacía dudar. Yo le preguntaba al noble animal: “¿Es por aquí, Jatu?” Y Jatusina soltaba un suave resoplido y seguía la querencia. “Tú sabes mejor que yo, ¿verdad?”, le decía, descargando en ella la responsabilidad. Hasta que un roble retorcido, una roca singular, el zarzal de un recodo… me hacían recordar que por allí íbamos bien.
Mi tío andaba solo, segando. El trigal era inmenso; un mar sin fin. Cada labrador tenía sus parcelas y aquí y allá se oían voces. A veces preguntaba… Hasta que lo encontrábamos en medio de la besana, perdido en su mundo como un anacoreta. Entonces levantaba la vista, nos miraba, me hacía una seña, se enderezaba, aflojaba la hoz, se quitaba la manija y venía a nuestro encuentro.
Comíamos.
Una manta en el suelo era nuestra mesa y la sombra de un roble, el techado. Mi tío se echaba la siesta enseguida y yo me quedaba dormido contemplando los juegos y cuadros de luz que pintaba el follaje del roble. Las moscas zumbaban más aún, nos acosaban; los tabarros, guerreros, trataban de chuparme la sangre… ¡Seguro que le gusta la mía más que la de la burra, que es más vieja!
Mi tío se levantaba y yo seguía durmiendo.
Cuando despertaba iba a su encuentro e intentaba ayudarle juntando gavillas. Las gatuñas me arañaban la piel y esta enrojecía sobre un mapa de rasguños pintados de rojo, por los que, a veces, brotaba la sangre. Los cardos, las zarzas… un sin fin de plantas traidoras, mezcladas con el bálago, minaban mi voluntad y entusiasmo hasta desistir de juntarle la mies para que luego, él, atase los haces.
Entonces le pedía que me contase la guerra.
“Anda, tío, cuéntame la guerra”.
“Pues… Verás… Estaba una tarde haciendo guardia en la trinchera, en el frente de Guadarrama… ¿Tú sabes qué es una trinchera? Bueno, es lo mismo. Estaba, te decía, haciendo guardia, cuando enfrente, en el sendero que por casualidad tenía delante, vi una perdiz, a unos cien metros. ¡Allí se quedó quieta mirando nerviosa, como suelen hacer las perdices, a todos los lados! Ummm, pensé, vaya guisote que vamos a hacernos los compañeros y yo esta noche… ¡Ummm, qué buena! [Exagera mi tío en los gestos, deteniéndose de segar, para darle con las manos más énfasis y verisimilitud a su cuento] Así que cogí el fusil, lo apoyé en una piedra que sobresalía un poco del barranco, apunté con cuidado… ¡Y zas, zas! ¡Pum! ¡Disparé! Pero la perdiz… ¡Ni se movió! Ni siquiera rocé sus plumas! Demonio, ¿a dónde habré apuntado yo?, decía mi tío sin mirarme, mientras seguía segando a la vez que reía con ganas.
Volví a cargar el fusil y apunté de nuevo… ¡Y la perdiz, como si estuviese esperando ese momento… correteó hacia adelante y levantó el vuelo! Adiós. ¡Se fue como un avión! ¿Tú sabes como es un avión? [A los aviones los imagino yo todos los días cuando veo esas rayas de tiza que se pintan en el cielo. Mi abuela me ha dicho que van a Portugal y que uno, una vez, cuando la Guerra, aterrizó en el pueblo]
“¿No la mataste, tío, entonces? ¡Qué fallo!”
Pues sí, Joaquinín, un fallo. Pero ya ves, cuatro años haciendo la mili, parte de ellos en la guerra, y ni una perdiz fui capaz de matar.
Mi tío se enderezó entonces, levantó el sombrero y se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.
“Hala, vamos a echar un trago de agua y descansamos un poco a la sombra. Aguzamos la hoz, si te parece, y de paso echamos un cigarrito. ¡Qué la vida no solo es trabajar! ¿O tú no piensas eso?”
Y allá nos fuimos, al abrigo del roble otra vez. Yo, pensando… piensa que te piensa en aquella perdiz.
Me parece precioso
Me encantan esas historias…
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Que bueno Joaquin, gracias !
Que recuerdos, santo dios !!!
Joaquín eso del aviador , que era alemán ,me lo contó mi padre (Laude),precioso y real relato ,yo también lo viví tal cual , qué tiempos… Eres un genio.
Qué bien descrito Joaquín. Se visualiza el momento.
Que bonito lo describes Joaquín ,me encanta como escribes ,, , que recuerdos !!!!!!
Siempre le leo a mi madre tus escritos y disfruta que no veas !!!
Precioso!!
Precioso y encantador relato
Yo, en Villavieja, recuerdo ir a segar al Baldío que queda a unos doce kilómetros del pueblo. Salíamos antes del amanecer en un carro tirado por dos mulos, el Nene y el Rubio. Por Hernandinos, con las primeras luces, el tío Andrés se destapaba la manta y, a pleno grito, iniciaba un concierto con La Campanera que seguía, gustándose cada vez mas, con la Zarzamora, Angelitos negros…