Salamanca, el silencio que sonroja

Miguel de Cervantes, Fray Luís de León, Lope de Vega, Víctor Hugo, Miguel de Unamuno, Gonzalo Torrente Ballester… y una larga pléyade de hombres y mujeres ilustres dijeron en su día maravillas de la ciudad salmantina, distinguida hace siglos por el germen de la cultura. La universidad de Salamanca, fundada en 1218, tiene a gala ser una de las más antiguas de Europa, argumento que incita, a sus habitantes, a atribuirse saber y valores; dos de las singularidades que exhiben cuando van por el mundo, y con las que acreditan, orgullosos, el “linaje” de su procedencia.
Nada que objetar a que el salmantino se enorgullezca de su universidad; al contrario. Yo mismo lo he hecho más de una vez, en mis viajes, cuando lo requería la ocasión, aunque no haya estudiado en ella a pesar de que soy salmantino. Mas este argumento tiene escasa sustancia hoy; el “valor añadido” que la capital salmantina recibiera durante siglos de su universidad ha ido diluyéndose con el paso del tiempo y, ahora, la institución es una más entre las innumerables que existen. La capital salmantina, actualmente, destaca más por su belleza paisajística y monumentalidad que por una universidad que parece vive adocenada y mirándose el ombligo; aquí se cultiva más la rutina que la creatividad, más la endogamia que el riesgo, la excelencia o los méritos. Para quienes aspiramos a un mundo mejor nos resulta vergonzante que esta hermosa ciudad, y en ella su universidad, viva de espaldas, incluso, a la realidad más cercana; su silencio sonroja y abochorna. Para muestra un botón:

Apenas a 70 kilómetros de sus aulas se está perpetrando un delito medioambiental sin parangón en España; uno de los más execrables que el ser humano puede hoy cometer contra la naturaleza. Porque los hechos no engañan: más de 30.000 árboles (encinas y robles, principalmente) han sido sentenciados a muerte y ya están siendo arrancados con alevosía y premeditación, saltándose, incluso, las leyes. Un río, el Yeltes, será envenenado a pesar de que la directiva europea Red Natura 2000 protege su cauce y orillas. Y otro río, el Duero (a 50 kilómetros de la mina) se envenenará también cuando las aguas contaminadas del Yeltes arrastren lodos y residuos radiactivos hasta él. ¡Que tiemble Portugal porque sus viñedos, en los que se cultiva la uva de la que procede el vino de Oporto, puede que tengan los días contados!

Molinos romanos…, rocas y manantiales tan antiguos como la vida, desaparecerán entre las escombreras o bajo el cementerio nuclear que será necesario construir para almacenar durante miles de años el veneno radioactivo. Un balneario centenario, el de Retortillo, que da empleo unas 70 personas y en el que se tratan más de 25.000 cada año, dejará de existir pues no creo que resulte atractivo acudir a él cuando la mina de uranio a cielo abierto, ¡la única de estas características en Europa!, está a escasos 200 metros. Desaparecerá también la ganadería extensiva de la comarca. ¿Quién va querer comercializar los productos procedentes de estos animales?  Adiós a las dehesas de la zona, reliquia y singularidad de esta provincia. ¿Y de la gente y los pueblos afectados, qué? Lentamente irán muriendo. La enfermedad y el olvido se cebarán en ellos. La Fuente de San Esteban, Boada, Retortillo, Villavieja de Yeltes, Villares de Y., Pozos, Bogajo… y, quizá, dos docenas más, por lo menos, serán señalados como enclaves proscritos en los mapas y por los medios de comunicación; lugares a dónde no se debe acudir, porque el veneno radiactivo provocado por el proceso de decantación del uranio lo ha contaminado todo. Sí, es posible que el cuadro que describo parezca exagerado, pero ¿quién sabe qué le deparará el futuro a esta comarca con una mina de estas características, en explotación a cielo abierto? La información que se tiene sobre explotaciones similares en otros países de Europa, África o Australia indican que, en el área en la que se ubica la mina, a personas y naturaleza les cuesta vivir; las enfermedades incurables abundan.

Mientras tanto, a poco más de medio centenar de kilómetros, os recuerdo, la llamada Roma la Chica o la Atenas de Occidente se recrea y celebra el jolgorio cotidiano como si el crimen de la mina de uranio de Retortillo no fuera con ella. Pero la verdad es que este silencio, esta enajenación, si se me permite decirlo, avergüenza. Una universidad y una ciudad que presumen de cultas no pueden permanecer ajenas ante tamaña injusticia. Sobre todo porque, incluso pensando en clave egoísta, también Salamanca, pudiera verse afectada. Cuando los vientos del oeste arrecien o haya una fuga en las balsas de decantación y se liberen partículas radioactivas de las fugas o de las montañas de escombros contaminados  –sólo el hueco de la mina ocupará una extensión de 5,5 kilómetros de largo por 1 kilómetro de ancho-, pueden que las partículas contaminantes lleguen tan lejos que la ciudad no sepa qué hacer. Entonces sí, Salamanca saldrá a la calle a protestar. Y la Universidad, ¡cómo no!, organizará un simposium para estudiar qué hacer.
Pero, quizá, no haya ya remedio. Porque los árboles que no fueron arrancados habrán muerto o estarán enfermos; como las personas. En decenas de kilómetros alrededor de la mina la vida se habrá vuelto difícil, si no imposible.  No será como Chernóbil o Fukushima, que esta mina no es una central nuclear como aquellas, claro, pero será igual de nocivo para una tierra que tendría que ser hoy parque natural, y una vergüenza para una ciudad que, repito, tiene a gala ser fuente y cuna de cultura. Sí, puede que suene a apocalíptico lo que describo, pero tampoco los japoneses, y antes los ucranianos, pensaron que aquellas ciudades, aquellos parques y espacios con columpios en los que entonces jugaban los niños, llegarían a ser parte de un cementerio gigantesco.
Salamanca, en fin, ¡la noble y hermosa ciudad salmantina!, debería dar un paso al frente y afrontar (reflexionar en público al menos), el tema de la mina de uranio que la Junta de Castilla y León ha autorizado que se abra en Retortillo, en contra de toda razón y sentido común. Sin debate, sin demostrar que merezca la pena llevar a cabo tanta destrucción medioambiental. No obstante, si creéis que la salud y el medioambiente no son suficientes para rebelarse, considerar que el proyecto solo obedece al deseo de un puñado de accionistas (que viven a miles de kilómetros de esta tierra), a los que únicamente les mueve el deseo de engordar sus cuentas corrientes. Berkeley Minera, la empresa australiana que lo promueve, ya lo ha dicho: el negocio da para diez años. Luego se irán. A ellos, nuestra salud, nuestra tierra, les importan un bledo.