La novia, guapa y sencilla

La novia tenía mucho que mejorar, aunque no era fea. Si acaso, deslucía en ella el sutil cuerno de carnero que poseía por nariz, que la afeaba un poco y que, según por donde le llegase la luz, hacía sombra a aquel vello –una especie de campo de alfalfa rebrotado–, que refulgía verdoso marrón, tirando a negro, orlándole la profunda penumbra que se extendía sobre su labio superior. Por lo demás, la hermosa poseía una luminosa frente despejada, aplanada como una meseta en la que cabían rabanillos y otras protuberancias que, dada la amplitud del espacio sobre el que se asentaba aquel huerto, apenas la afeaban. Las orejas, en cambio, las tenía demasiado pequeñas; y algo despegadas de su sitio. A decir verdad, le sobresalían respingonas como las de un soplillo. Cuello o pescuezo, que tanto daba según se decía por allí, no tenía; bueno, sí, sumaba esos centímetros necesarios que se han de tener para soldar cualquier tronco con la correspondiente cabeza. Precisamente de cabeza, Olegaria –que así se llamaba la feliz contrayente– no andaba escasa. Más que cabeza, me atrevo a decir, lo que le adornaba en lo alto era un globo aerostático achatado en su parte más estrecha, a fin de ajustar que la unión con el tronco no resultase imperfecta. En cambio los hombros de la pomposa moza eran fuertes, robustos como los de un molinero habituado a tirar, escaleras arriba, de los costales de trigo que luego embrocaba en la tolva.
Sus pechos eran turgentes y amplios; a todas luces abundantes. No había más que observarlos; imaginarlos, más bien, pues ni siquiera a su novio Abelardo se los había mostrado Olegaria en sus quince años de noviazgo; y eso a pesar de que ahora estaba a punto de darle el “sí, quiero”. En cualquier caso, una mirada de refilón a los mismos permitía deducir que aquella abundancia de masa homogénea, derramada sobre la prominente pechera, prometía exquisitos manjares, ríos de leche, sabores exóticos y cien variedades de miel.
Si por lo que fuese la bella tenía que agacharse…, ya fuera para estirarse las medias, ya para acomodarse las ligas, no tenía más remedio que remangarse el vestido vaporoso de encajes que le habían embutido para la ceremonia nupcial su prima Rosenda y la señora Anastasia, la casamentera. Y era entonces cuando aquellas hogazas carnosas e informes rodaban hacia el nidal del sobaco hasta hacerle perder pie. Se reía, se carcajeaba más bien, y, mostrándose espléndida, se recogía las mamas sin darle mayor importancia. Como si fuera algo natural y corriente (que lo era), acto seguido, y sin abandonar la sonrisa de pícara que iluminaba su cara, la joven se acomodaba otra vez sus encantos dentro del reforzado sostén, emulando, aunque ella ignoraba tal gesta, a Antonietta Beluzzi, la exuberante estanquera de Amarcord.
Los brazos de Olegaria eran dos velas rechonchas, como las morcillas de sangre de machorra que hacía la abuela Delfina; irregulares y de no muy buena hechura, es cierto, pero firmes como una columna de mármol, acostumbrados como estaban a trajinar en la huerta y en la casa, a acarrear agua y lo que hiciese falta, pues, para trabajar, la moza nunca tuvo pereza.
La cintura… ¡Ay, la cintura! La enamorada tenía en los aledaños del centro de gravedad de su cuerpo una explanada con hipódromo por el que patearían, seguro, los caballos de Abelardo. Seguro. Pues el mozo amaba a Olegaria por encima de todo; la amaba desde la más tierna infancia, cuando ella satisfacía sus ansias de amor y placer comiendo rebanadas de pan con manteca, que su madre le daba a cualquier hora del día para matar el hambre canina que aseguraba padecer. Olegaria hacía tiempo que se había acostumbrado a no tener curvas. Para Abelardo, arar aquellas besanas sería la gloria.
Pero aquel día estaban de boda. Los dos contrayentes se inclinaban sumisos, mirándose de reojo, mientras don Juan Andrés oficiaba en el altar mayor. De vez en cuando el joven rezaba, apocado y devoto, ante aquel que escondido en el nicho dorado les vigilaba, e iba prometiendo y juraba que jamás, ¡jamás!, amaría a otra mujer que no fuera ella, la hermosa que tenía a su lado, al tiempo que revivía aquellas meriendas infantiles en las que se derretía de amor viendo cómo la glotona engullía la montaña de pan, grasa y azúcar, mientras, él, ni siquiera las lágrimas… –esas lágrimas que se le escapaban de verla yantar con tanto apetito y regusto– era capaz de tragar.
Por concluir con la dueña del corazón de este mozo en lo que a su fisonomía se refiere, cabe apuntar, finalmente, que los muslos que sostenían aquel cuerpo morcillo, no eran varales, sino dos vigas burras, del grosor de un saco de harina, aunque carnosas y flácidas como la nata de la leche que daba la Jarda, aquella vaca mimosa que producía cuanto le pedía su amo, el señor Evaristo, padre de Abelardo. O, puestos a comparar, los muslos y piernas de la amada eran dos cirios pascuales de carnes blancuzcas como la niebla que, precisamente aquel día de enero y ceremonias, ocultaba el inigualable paisaje de Perniculás. Una lástima. Una lástima porque los familiares y amigos que habían llegado para asistir a los esponsales eran muchos e iban a perderse, desgraciadamente, la inigualable bellaza del lugar.
En cuanto al novio, Abelardo era, sin duda, otro de los ejemplares más singulares que aquella región radioactiva, territorio de meigas, engendrara. Si bien, es cierto, no había tanto en él que comentar como en el caso de su prometida. Pero, puestos a analizarle con detenimiento, también tenía sus taras y rarezas. Para empezar, el muchacho era escaso y reducido hasta parecer invisible si se miraba hacia él de soslayo. Abelardo era un hilo, vivía como un faquir e hiciera lo que hiciese, su comportamiento austero recordaba a aquellos frailecillos seguidores de Simón el Estilita; incluso su parca expresión le había ido dejando casi sin rostro; tampoco tenía un esqueleto del que pudiera alegrarse y muy poca sangre; apenas había masa muscular adherida a sus huesos. Solo desbordaba pasión el prometido si pensaba en su amada; una pasión que a borbotones vertía en cualquier parte, manteniéndole en un sin vivir permanente.
Mas, volviendo a la iglesia, Abelardo era un pelele embutido en su traje; uno de esos espantapájaros a los que todo les queda grande, y que los labriegos colocan en las huertas para ahuyentar alimañas y proteger de animales y pájaros los melonares. Como no tenía carne, le sobraba pellejo. Y aunque el esqueleto lo exhibía armonioso, es decir, proporcionado y sin desajustes reseñables, al quedarle tan expuesto por la falta de chicha, cualquier prominencia, ya fuera nariz, fosas occipitales, gorja, codos o brazos, los nudillos mismos de las manos… resaltaban en él hasta hacerle parecer un ser deforme. Pero no, Abelardo no era, en ningún caso, lo que la alcahueta Virginia aseveraba siempre que tenía ocasión, al observar una atrofia: “Probe, tiene “defeto”, proclamaba enseguida. No, Abelardo, sencillamente, era la consecuencia –una circunstancia si se quiere– de haber sido engendrado en un territorio donde el uranio ejercía milagrosas influencias. También se decía de él, en lo referente a su aspecto, que lo que comía no le asentaba. O si le asentaba, que no le nutría. O era el sino de vivir inmerso en la radioactividad, simplemente… Vaya usted a saber. La cuestión es que tragaba poco y le cundía menos. Aunque si se hería, en la sangre no se notaba su flacura, pues la tenía de un rojo intensísimo, bermellón…, tan espesa como el colorete que su novia Olegaría se puso aquella mañana en el rostro y los labios para lucir en la boda.
En cualquier caso, Olegaria y Abelardo hacían una hermosa pareja. Y ese día, vestidos de gala los dos, en vísperas de san Antón, patrón de los animales, lucían como dos estrellas de cine o, si se quiere ver de otra forma y homenajear al santo: como paloma y palomo a punto de aparearse. ¡Que alegría! ¡Cuánta emoción se palpaba en la iglesia! ¡Qué concurrencia y jolgorio se percibía en el pueblo!
De ahí que don Juan Andrés subiese radiante a “su” púlpito, dispuesto a dar el do de pecho. Y así fue: se enfrascó en un sermoneo que a la gente, ¡cuando ya llevaba hora y cuarto de verborrea! le empezó a provocar carraspera y después tos… Tanta tosían los pacientes feligreses, que sus últimos alegatos sobre el amor eterno y demás, apenas tuvieron eco. Por lo que, malhumorado, se abalanzó sobre ellos para concluir con una de sus consabidas sentencias, refiriéndose siempre a los mozos, que eran los primeros en huir. Según se iban marchando les espetaba: “¡No creáis que dios no ve que escapáis…! ¡Os juro que os lo tendrá en cuenta!”, sentenciaba. “¡Y si no, ya me encargaré yo de que sea así…!”, mascullaba por lo bajo para reconfortarse. A los que huían, en cambio, las palabras del cura les servían para reafirmarse y justificar su deserción. “Pues que nos busque…”, repetían entre dientes aquellos rufianes, renegando, mientras se refugiaban en la tasca de Pulpino a hacer tiempo, a la espera de los exquisitos manjares que engullirían después, en el banquete.
Así concluyó el casamiento en su parte espiritual. Luego de firmar ante el juez el libro de familia en el ayuntamiento, los contrayentes se dirigieron al salón municipal donde les aguardaba aquel ágape tras el que la mitad de los asistentes, quede dicho por adelantado, enfermó de comer tan de prisa, y la otra mitad se pasó buena parte de la fiesta pidiendo más alcohol. Es decir, aquí, entre nosotros, cabe elevar una queja: el festín, para nada, fue algo del otro mundo; incluso pecó de raquítico para lo que se acostumbra a ofrecer en los pueblos en este tipo de ceremonias.
Anécdotas como la que protagonizó el padrino pueden ser esa guinda que hacen que luego, acontecimientos como este, pasen o no a la posteridad. El señor Evaristo resultó ser un roñoso de tomo y lomo. Si lo acostumbrado en estos casos es convidar a los hombres con una faria y a las mujeres con un perfumito, a él no se le ocurrió otra idea que invitar, tras excusarse, a unos miserables cigarrillos de “tabaco rubio”, dijo, ¡oh, gran novedad! que le había granjeado a última hora don Obdulio el Millonario, alegando que, cuando fue a Vitiagudino a comprar los presentes, se habían agotado los puros. Fue silbado ipso facto, pero como a estas alturas coñac y aguardiente corrían abundantes por las venas de muchos, el pitido resultó breve y se pasó a otra cosa. En cambio, la madrina, ¡hay que reconocerle su mérito a la madre de la novia, la señora Fuensanta!, sí resultó ser rumbosa. Haciendo uso de la chispa imaginativa que la caracterizaba, llenó de un bidón de colonia importado de Portugal, vía estraperlo, unos frasquitos de cristal tallado que había comprado previamente en Los Rebuscos de Viti, adornándolos luego con cintas de tul amarillas, rizadas con mucho mimo.
El ceremonial concluyó con un baile rumboso. El genial Chupaligas y su orquesta volvían a todos locos y, si el Chupa anunciaba un descanso, allí estaba el Gran Mosca con su gaita y tambor, de cuyo manejo era un virtuoso, para no dar tregua a los danzantes. El jolgorio se alargó hasta bien entrada la noche para los locales; no así para los que habían venido de fuera, que, poco a poco, antes de que oscureciese, fueron despidiéndose y retornando a sus lares. Así hizo también la señora Colasa, que había venido desde Retortillo, y que tuvo que marcharse “con buen dolor de su corazón”, le dijo a los contrayentes al irse, a atender obligaciones más perentorias en casa.

* * *

Los esponsales habían sido un sábado. Cuando Colasa, el domingo, se acercó a la iglesia para oír misa de doce, su amiga Eleodora la estaba esperando. Le faltó tiempo para preguntarle.
––Qué tal… ¿Qué tal fue todo? ¡Cuenta, hija, cuenta! Cuenta que me muero de ganas de saber.
––Pues, verás…, mujer…
La novia estaba guapa y sencilla, el cura en su sitio, la comida rica y abundante… El padrino, rumboso. Lo frío, frío y lo caliente, caliente.
––¡No me digas!
––Pues sí, te digo.

Tánger, 5 de abrir de 2017

5 comentarios Añade el tuyo
  1. Genial, Joaquín. Una boda como Dios manda, como las de toda la vida, en un entorno familiar, muy vivido.
    ¡Qué recuerdos y sensaciones! ¡Qué síntesis final tan lograda la de la señora Colasa!
    Sí, sí, bonitos momentos los compartidos.

  2. Querido Joaquin; lo he leido del tirón. Mejor, lo he visto. Tengo buenos amigos ciegos, se lo voy a leer para que puedan ver y sentir un relato «»guapo y sencillo»

  3. Que descriptivo!
    Me he visto en la boda y sin perder detalle.
    Estoy esperando por la luna de miel.
    Gracias Joaquín por invitarme al evento.

    Toño

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