El frío

Frío es tocarse el ojo y descubrir que se ha congelado la lágrima.
Mi madre nos avisaba desde la cocina: “¡Venga, hijos, levantaros, que ya está hecha la lumbre!” Y entonces, imaginando aquel fuego amarillo que crepitaba y huía por la chimenea, salíamos de la hurera, mi hermano y yo, y, como dos gatos perezosos, sin fuerzas y arrugados, tiritando, cogíamos nuestras ropas precipitadamente y corríamos a ponernos delante de las llamas, casi incrustados en la chimenea, dónde el fuego vivaracho nos quemaba mientras nos vestíamos.
“¡Ay, ay, ay, que me quemo!”
“¡Cuidado, a ver si vamos a tener un disgusto!”
Ya estábamos vestidos, frotándonos las manos. Arrimándonos la ropa al cuerpo, aquel pantalón y la chaqueta de pana que nos había hecho para pasar el invierno el señor Gencio. Ahora tocaba lavarse las legañas, peinarse un poco, almorzar el agua turbia de achicoria, endulzada con azúcar y migada con pan, y salir corriendo, a escape, para no llegar tarde a la escuela.
¿Pero quién se atrevía a abrir la puerta y asomarse a aquel casillo dónde había una palangana con agua echa carámbano y un barreño que era un lago helado hasta el fondo? Aún así nos aseábamos. No sé cómo, pero nos aseábamos.
Luego cogíamos las carteras que nos habían traído los Reyes Magos ese año y volábamos calle abajo, sorteando el barrizal, los charcos, las boñigas de vaca, el laberinto de formas caprichosas del carámbano…
¡En la escuela si que hacía frío! Ni calefacción, ni brasero, ni aire para respirar teníamos! Pero don Gabriel, aquel gigante que nos miraba abotargado y enfadado siempre, siempre con su eterno cigarro de Caldo en la boca, nos hacía entrar en calor enseguida.
Se paseaba entre las mesas y “A ver, Serafín, ¿pretérito imperfecto de subjuntivo del verbo cantar?” Nos agarraba de los pelillos que crecen en el cogote o de la piel de los carrillos, del lóbulo de la oreja. Nos hacía salir a la pizarra y, delante de aquel mapa mudo tras el que se escondía la geografía de España, comenzaba a atizar su particular sistema de calefacción.
“Argi, Celes, Tubi… Salid ahí… Argimiro, hijo, dónde está Palencia”. Argi dudaba, dudaba, dudaba… Y ponía su dedo lacio en la provincia de Logroño.
Entonces, don Gabriel, con con mucho cariño y a golpe de vara, le quita el frío.

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