Asturias, un viaje íntimo
1. Desde la tierra que arde al verdor

Somos montañeros, viajeros; sabemos que las cumbres se hollan después de miles de pasos; cada uno a su ritmo, sintiendo la fuerza que da el caminar. Ni el tiempo ni la edad nos importan. No hay prisa. La mayoría de nosotros sobrepasa los sesenta; algunos, incluso, otean ya los 80 años de edad. La consigna es seguir adelante.

              Así que nos vamos a Asturias. El calor que achicharra Sevilla es la disculpa perfecta para planificar una nueva aventura. En el Principado hemos recorrido, en seis etapas, 85 Km de los 495 que tiene GR 109, un sendero que va de este a oeste por la Asturias interior, bajando a los valles profundos para remontar, en interminables subidas, hasta alcanzar horizontes que se pierden, por el sur, en Castilla y, por el norte, en el mar.

              Cada mañana, al llegar a la plaza del pueblo, donde iniciamos la ruta, la gente, curiosa, nos observa como si fuéramos raros… ¿Será por la edad que sospechan que tenemos? Sonríen al vernos… tan “mayores”, tan cargados de energía, tan alegres, tan dispuestos a lograr cualquier objetivo. Somos catorce.

              Por las tardes nos ocurre otro tanto al concluir el recorrido. Nos preguntan quiénes somos, de dónde venimos, cuál es el secreto de nuestra fuerza. Y entonces les contamos que cuando éramos dioses, hace miles de años, descubrimos que la mejor medicina para cuidar la salud era la naturaleza, la tierra que pisamos y las plantas. Y caminar por el monte. Las montañas son el elixir de la vida, pensamos nosotros. Cuando transitamos por ellas nos sentimos seguros, como recogidos en un balneario para un tratamiento intensivo de vida.

El viaje ha comenzado en Sevilla. Atravesamos una España sedienta, desolada, reseca… ¡Abrasada por el fuego! Al pasar en las inmediaciones de Hervás, en la provincia de Cáceres, los encinares de las dehesas y montes cercanos a la Ruta de la Plata son manchas negras, esqueletos de hollín. Avanzamos por la planicie castellana (Salamanca, Zamora, León) donde un paisaje amarillento y monótono invita a pensar y al placer del recogimiento, como sucedía en aquellos cenobios del medievo que tanta importancia tuvieron durante siglos. Y para muestra un botón: a escasos 2,5 kilómetros de la autovía por la que transitamos se hallan las impresionantes ruinas del monasterio cisterciense de Santa María de Moreruela, construido en el siglo XII en un estilo románico gótico. El lugar se merece una visita. Allí dentro la imaginación se activa y los sueños se desbordan junto a los muros en ruinas.

              ¡Que inmensa es la España vacía y cuánta soledad!

              Nos acercamos a Asturias mientras el paisaje, lentamente, matiza los colores. El puerto de Pajares es un ventanal de verdor y esperanza. ¡Allá vamos!

              Hace algún tiempo, el Conseguidor, hastiado del calor extremo que agobia a las tierras del sur, se propuso encontrar un refugio en la España del norte. Exploró el interior asturiano tratando de hallar el lugar adecuado donde sentirse satisfecho y esquivar el calor. Sus pesquisas concluyeron el pasado verano en un pueblo minero. Está entusiasmado. Tanto, que nos ha propuesto un recorrido por el GR 109 cercano a su casa y hacer seis etapas (entre la 6ª y la 11ª) de las 27 que consta.

              ¡Y aquí estamos!

Aquí estamos dispuestos a empezar nuestra ruta de seis días./ Foto JM
Aquí estamos dispuestos a empezar la ruta de seis días./ Foto JM

              Llegamos a las cinco de la tarde al hotel rural Valle de Cuaña, en Santibáñez de Murias, donde dejamos los coches aparcados hasta el día de la vuelta a Sevilla, ya que pernoctaremos aquí las dos últimas noches antes de partir. A medida que vamos llegando nos reunimos en el bar Esturbín, el único bar de este minúsculo pueblo perdido entre montañas, en el que apenas residen 40 personas. Estamos contentos de volver a encontrarnos; alborozados, nos abrazamos. Nos quitamos la palabra para darnos las nuevas. Cada uno, sin orden, y, a veces, a voces, tira del hilo de la emoción que le embarga para narrarle a los otros los últimos acontecimientos de su vida. Varios llevábamos más de un año sin vernos, desde la aventura vivida en Madeira en julio del año pasado. Nos prodigamos en abrazos. Sonreímos. Nos lo contamos todo… O casi todo. Como sucediera en ocasiones precedentes en encuentros similares, la energía positiva comienza a fluir y nos envuelve. Yo reparto higos que he traído del pueblo para celebrar el reencuentro.

              A las seis nos recogen dos taxis para trasladarnos a Infiesto, donde pernoctaremos tres noches pues no es fácil encontrar, cada día, habitaciones disponibles para todos. Durante el trayecto me sorprende la frondosidad del paisaje (venimos de atravesar una España abrasada), la exuberancia de los bosques, el agua que reverbera con el sol en los ríos, las fuentes y umbrías, la masa de helechos, y ese laberinto de carreteras que tan pronto se empinan como buscan la horizontalidad de las vegas mientras la cinta de asfalto se retuerce y entrecruza a varios niveles.

              De vez en cuando aparecen construcciones antiguas en ruinas, torres de pozos mineros en demolición, edificios abandonados… Huellas de un pasado que no volverá. Y, en lo profundo de los valles, abigarrados a veces, dispersos otras, bloques de pisos entremezclados con casas de una sola planta. En las laderas, mirando a lo alto, casi colgadas de las nubes, construcciones que al profano que viene de tierras más planas se le antoja imposible que se puedan sostener.

              Nos alojamos en el hotel Pilonés, un establecimiento modesto y acogedor, sin pretensiones, pero con habitaciones espaciosas y limpias. Como siempre, el reparto de llaves es rápido pues jamás nos hacemos problema por dónde o con quién compartir dormitorio. Somos montañeros/viajeros de fácil contento. Y también sabemos que somos un grupo que no acepta normas; más bien lo contrario, huimos como el gato escaldado del agua ante cualquier reglamento o imposición. Por eso cada uno cena donde quiere esa noche o no cena. Y para desayunar es lo mismo. Aunque esta primera mañana compartida del viaje la mayoría de nosotros acude a la cafetería Venecia, ubicada en la avenida principal, en el centro del pueblo. Quizá porque he puesto en el grupo de WhatsApp que les he traído mermelada de higos y ciruelas, hechas este verano por mí, que, a tenor de cómo merman los tarros, parece que les gusta.

              Sí, tenemos… Tenemos, como es lógico, un acuerdo de mínimos. Por ejemplo, la hora de partida para iniciar una ruta. En ese caso, la puntualidad es sagrada. Mas se entiende, verdad; porque el ser puntuales es algo imprescindible para que el programa que hemos acordado se cumpla.

              A las 8,45 del jueves día 11 de septiembre, con el reloj en la cabeza como si fuéramos británicos, nos recogen dos taxis para trasladarnos a Villamayor, donde comienza nuestra primera jornada de travesía montañera: 17,3 Km de recorrido hasta el final del trayecto, en Espinaredo. Bajamos de los taxis y apenas damos diez pasos y ya se empina el camino. Así será durante los siguientes 12 kilómetros (con alguna leve bajada o tramos de escasa pendiente) hasta alcanzar la base del pico Corona de Cardes, de 779 m., punto de inflexión antes de comenzar la bajada hasta el pueblo.

Hórreo abandonado./ Foto JM
Hórreo abandonado./ Foto JM

              Pasamos por un par de aldeas en las que la mayoría de las casas están restauradas. Otras, en cambio, muestran la ruina y el abandono secular, reflejo inequívoco de tiempos pretéritos, cuando la gente del campo cambió los aperos de labranza por el trabajo en las minas o emigró a las ciudades, a los polos de desarrollo. Hay flores y parterres en las casas habitadas y árboles frutales (avellanos, nogales, manzanos) en los huertos o jalonando la ruta; zarzas con moras jugosas al borde del camino que degustamos… Prados en los que pacen vacas y caballos.

              A medida que asciende el sendero desaparece la masa forestal y las laderas se visten de helechos, aliagas o brezos. El horizonte se expande y la vista se pierde en las cumbres lejanas o en el mar. Avanzamos satisfechos; poco a poco nos vamos haciendo al camino.

              Al llegar mediodía nos detenemos a almorzar en la base del Corona; nadie manifiesta el menor interés en ascender a la cumbre. Solo el Azogue parece dispuesto a cumplir con el rito de completar el recorrido trazado en el mapa. Normal. El Azogue es un duende: intenso y soñador, ligero como una mariposa… Incapaz de aquietarse. De modo que sube y baja en un santiamén; apenas nos da tiempo al resto del grupo a degustar el almuerzo.

¿En qué estará pensando?/ Foto JM
¿En qué estará pensando?/ Foto JM

              Algunos, para mitigar la fatiga de este primer día, nos tiramos en suelo, tan largos como somos, con la idea de “echar un arribalbo”, expresión que utilizaba mi abuela, recordando a la cogujada o arribalba, para explicar una siesta ligera, de esas que apenas duran un instante.

              Remprendemos la marcha. Durante unos centenares de metros el camino se duerme horizontal, pero enseguida se inclina en un pronunciado descenso, eso sí, hormigonado para que los coches puedan trepar por él. Al fondo, hundido en el valle, se divisa ya el pueblo. La vista es magnífica mientras la tarde comienza a apagarse bajo los reflejos del sol que culebrea entre las montañas. Pasamos por la aldea de Porciles; allí conversamos con un matrimonio que está restaurando la casa familiar. Nos la muestran orgullosos y presumen del concienzudo trabajo que están realizando. También ellos, supongo, están al corriente de que media España, allende los Picos de Europa, sueña con el frescor asturiano; quizá al restaurarla estén ya pensando en engordar su negocio.

              Retomamos la ruta y descendemos por una carretera asfaltada entre bosques y prados feraces. Espinaredo está ahí, asentando en un valle fértil, a orillas del río del Infierno. Apenas cuenta con un centenar de habitantes, pero es conocido por la cantidad de hórreos que alberga, una veintena muy bien conservados en su mayoría.

              Los hórreos son parte del paisaje asturiano; durante los seis días que dura la ruta los encontrando por todas partes. En los pueblos pequeños y aldeas se entremezclan con las casas; los hay también en el monte, en el rincón más insospechado. Los hórreos son ahora ornamento, singulares testigos de un mundo que pasó a mejor vida. Antaño fueron dispensa, panera, granero… Ese habitáculo en el que los campesinos protegían sus cosechas de roedores, humedades y plagas. Hoy, sin embargo, ya restaurados, son como viejos joyeros rodeado de maceteros con flores. Algunos están tan bien conservados que parecen cofres gigantes, con sus pilares de piedra tallada y puerta con herrajes y cierre brillante. Supongo que cumplen aún su función, ya sea para conservar todavía los productos de la tierra, ya como desván y trastero de enseres. Pero, quizá, el uso más importante que puede dársele a esta reliquia del pasado es el de evocar la memoria y alimentar la mirada para retrotraer al presente sueños y recuerdos.

Por el camino degustamos los racimos de moras./ Foto JM
Por el camino degustamos los racimos de moras./ Foto JM

              Concluimos el primer día de marcha a las tres de la tarde. Avisamos al taxi para que nos recoja y nos devuelva a Infiesto. Mientras llega, nos acercamos al mesón Vizcares, en la plaza, a tomar una cerveza. Nos atiende su dueño, un hombre mayor, lento, silencioso y ausente, que parece eternamente cansado, y que al cobrar se confunde a su favor. Le hago ver el error y ni se inmuta. Le repito la queja acerca del despiste y él persiste, sin pronunciar una sola palabra, en que me ha devuelto el cambio correcto. Le explico… Y, como si estuviese perdido, envuelto en una nebulosa, ahora sí, aunque de mala ganas, me da mí dinero. Un parroquiano acodado en la barra se sonríe ante lo insólito de la escena que observa; sospecho que ha asistido ya varias veces a una representación similar.

              Cae la tarde en Infiesto mientras las nubes avanzan preñadas de lluvia. El orbayu, esas minúsculas gotas de agua, tan finas, que parece que no mojan pero que calan enseguida, se apoderan del cielo. Luego llueve más fuerte y en la habitación que comparto con Alfonso, nuestro querido Wikipedia –abuhardillada por cierto– las gotas rebotan con fuerza en las dos claraboyas, alimentando el ambiente tristón y nostálgico que de ponto se ha colado bajo una cortina de penumbra. Me adormezco. Aunque intento leer, estudiar el mapa para saber dónde estamos pues con tanto ajetreo, sube y baja, culebreo de carreteras, valles y montañas, no acabo de ubicarme del todo. Estamos tan solo a media hora de Oviedo, me asegura mi amigo y compañero de cuarto. Y, sin embargo, tengo la impresión de que nos hallamos perdidos por los confines del mundo.

              Arrecia la lluvia. En el grupo de WhatsApp alguien propone bajar hasta el bar para jugar una partida de cartas. Yo prefiero seguir con mis averiguaciones geográficas y, a ratos, dormitar. El Wiki también se queda pegado a su enciclopedia-mundo-Internet. Miro hacia el cielo por la claraboya que tengo justo encima y apenas distingo un cuadro oscuro, plomizo, una sombra de sombras sobre las que se desploma la noche.

              Cesa de llover y salimos a la calle. Infiesto, a esas horas, es ya un pueblo triste, solitario y desierto. Los establecimientos de ocio aparecen cerrados. El río Piloña, ajeno a tanta soledad, entona un ronroneo delicado a su paso bajo el puente; aunque, de allá lejos, en aquellos tramos más rápidos, donde el agua resbala con fuerza en las rocas, llega una extraña melodía vivace que enseguida se pierde.

              Es jueves y no acabo de entender el porqué del cierre a cal y canto de bares y restaurantes. Mas, estamos en estas, cuando el Emérito avisa que él y el Estoico han descubierto un restaurante que está abierto, el Llantares de Pelayo, en el que podremos cenar. Cuando llegamos casi no hay gente, aunque se llena enseguida. Nos atienden, vestidas de negro, dos chicas dominicanas, Abigail y Gwendolyne. Abigail es graciosa; se desenvuelve con desparpajo. Sin duda, tiene salero. Domina la escena y escancia la sidra como si hubiese nacido en un lagar. En cambio, Gwendolyne es arisca, quizá porque la responsabilidad le atenaza, y no entiende las bromas sin maldad que le hace el Estoico.

Pasiflora (passiflora incarnata), conocida también como flor de pasión./ Foto JM
Pasiflora (passiflora incarnata), conocida también como flor de pasión./ Foto JM

               Nos colocamos en mesa corrida; somos 12. Nos faltan Maruja, la Avispa, y su pareja, el Duende don Bean –conocido también como Mr. Bean solamente en honor a sus ancestros británicos– que han preferido perderse por ahí y cenar ellos solos. Es comprensible, el amor es un ángel que pasa.

              La cena discurre, como siempre, en un mar de armonía y gracietas. Nos reímos. Abigail no para de escanciarnos botellas de sidra. Ágil y atenta, nos recuerda enseguida que “está vacía la botella” y nos escancia una más. La frágil Libélula liba agua tónica, aunque, como el tiempo se alarga, despliega su hermoso volar sobre mesa y picotea. A estas alturas de la noche, el ágape es una fiesta… Luego nos vamos a dormir.

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Nota.- La foto de portada es de A. Barros

 

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