Si en setiembre del año pasado caminamos allende Pirineos por cumbres y collados hasta Francia, pasando por Aragón y vuelta al refugio de Belagua Navarra para cerrar el círculo; si entonces anduvimos una semana tras la estela y el recuerdo de los avatares migratorios de las mozas de los pueblos fronterizos en el valle de Roncesvalles, evocando lo que un día se dio en llamar La ruta de las golondrinas, este año ha sido el queso Idiazábal la disculpa para hacer un recorrido de seis días (120 kilómetros) por montes y campiña de Guipúzcoa, prados verdes, frondas y parques naturales, hayedos increíbles, caminos embarrados… –porque barro, ¡lo que se dice barro!, hemos pisado hasta hartarnos– para concluir al final de la ruta que, una vez más, hay pocas cosas en la vida que den tanta paz, calma y sosiego como cuando la naturaleza nos envuelve. Porque es en ese transitar por las entrañas donde alimentamos nuestros sueños.
Nuestra Ruta del queso Idiazábal comienza en Ordizia, aunque, por cuestiones logísticas, hemos de pasar la primera noche en Beasain.
Llegamos al pueblo de Beasain a la caída de la tarde bajo un cielo plomizo y amenaza de lluvia. Me sorprende la vitalidad que hay en la calle; me cuesta asimilar ese contraste que supone haber dejado atrás el silencio secular de la tórrida Castilla, envejecida y seca, para chocar de golpe con una algarabía desbordante por el juego de los niños en las plazas. Una extraña sensación me recorre por dentro; como si hubiera llegado a otro planeta; como si aquí la esperanza tuviese más sentido. Y es que cuando no hay niños en un pueblo es como si se hubiesen ido los pájaros.
Yo, que nunca me había detenido en estas tierras por las que siempre he transitado de paso, no salgo de mi asombro y abro bien los ojos, emocionado, ante la vida que se respira en el lugar. Insisto, hacía tiempo que no veía tanta gente joven, ni tanto revoloteo infantil, ni a tantas madres atendiendo a la crianza. Me impacta. Madres de aquí, pero también muchas inmigrantes; alguna, con el atuendo más ecléctico que uno pueda imaginarse para disimular su procedencia; otras, en cambio, enfoscadas en la consabida vestimenta-telaraña religiosa marcando territorio. Aunque, afortunadamente, la infancia nada sabe de estas prácticas y símbolos y solo juega, y se mezcla, para, confío, ir conformando una futura sociedad sin exclusiones.
Tras el paseo por las calles de Beasain para estirar las piernas, una cena ligera y el sueño reparador, bien merecido, pienso, después de haber hecho casi mil kilómetros desde la lejana Sevilla, nos levantamos muy temprano para desayunar a las ocho en la cafetería del hotel Igartza el consabido zumo de naranja, pan tostado con aceite, café, té o cola-cao (que alguno empieza a asumir su regresión a la infancia y el consiguiente sabor a golosinas con total normalidad) para, enseguida, subirnos a los coches y acercarlos a las inmediaciones del hotel Ordizia, en el pueblo del mismo nombre, donde concluirá la ruta circular que vamos a emprender y así tenerlos a mano al acabar nuestro periplo.
Ordizia es el principio de la ruta, ya se ha dicho. Nos ponemos en marcha. Los primeros pasos los damos por la Kale Nagusia, peatonal, mientras algún que otro curioso residente, que ha salido a comprar el pan, nos pregunta “dónde van ustedes con este tiempo…” Mas nosotros celebramos la aventura, sonreímos y, como lo que somos –¡unos impenitentes viajeros!–, nos disponemos a disfrutar del camino y de la lluvia.
Llueve… Tenemos 16 kilómetros por delante hasta completar la primera etapa de los que cuatro de esos kilómetros los hacemos volviendo sobre nuestros pasos, siguiendo el curso del río Oria, hasta Beasain. Nos hemos pertrechado con un pantalón impermeable y chubasquero; al hombro la mochila… Abrimos el paraguas y ¡a caminar! Celebramos la fortuna que tenemos de poder vivir experiencias como esta –extraordinarias y sencillas a la vez– a las que una sociedad desarrollada como la nuestra, ¡tan conformista y hedonista!, ha renunciado en favor del automóvil.
La temperatura es muy agradable. ¿La lluvia…? Un chirimiri constante, que no nos abandonará en todo el día, pero que, al no hacer frío ni viento, no molesta.
Dejamos, al fin, atrás los polígonos industriales y nos adentramos por los prados, carriles y caseríos con sus huertas y frutales, ovejas y vacas pastando bajo las nubes al abrigo de la bruma. Hay fruta madura por todas partes: manzanas, nueces, hijos, uvas… y otras delicias como las moras… O las avellanas, aún verdes.
Caminar resulta fácil; solo, a veces, tenemos que salvar una pendiente un tanto resbaladiza para asomarnos a un collado donde se anclan un puñado de casas. Las nubes van y vienen. Los conductores de los coches que se cruzan con nosotros en el camino –generalmente todoterreno– se detienen para no salpicarnos de barro. El comportamiento de la gente que nos vamos encontrado es ejemplar; son muy amables.
Llegamos al pueblo de Idiazábal (que da nombre a la ruta) y, ya se sabe, pausa bajo unos soportales, relajación por un instante, una pieza de fruta y empieza la discusión: ¿comemos bocadillo o buscamos restaurante? Se impone la idea del restaurante al tiempo que especulamos con patas de cordero al horno, chuletas a la brasa, cachopo y otras pantagruélicas viandas… Sin embargo, recalamos en un local sencillo, regentado por Karim, marroquí, aunque afincado en estas tierras desde “hace ni se sabe”, que dispensa comida de batalla. Un plato de pochas, judías verdes, menestra de verduras, ensalada… a elegir. De segundo, chuleta achicharrada, bacalao rebozado o a en su jugo… y, de apoyo, agua o vino peleón con gaseosa. Eso sí, hay postres caseros. Y, por supuesto, una tabla variada de queso Idiazábal con membrillo si alguien desea degustar. Entre tanto, la televisión, colocada en lo alto por encima de nosotros, narra las habituales desgracias de cada día. El ambiente es distendido; comienza a llegar gente del pueblo, trabajadores. Grupos de obreros embutidos en sus ropas de trabajo ocupan, silenciosos, las mesas de la terraza cubierta. Con sus manos agrietadas y recias como zarpa tronchan la barra de pan, se sirven vino. Con el gesto contenido piden el plato del día, comen y se van. Nosotros también partimos hacia el pueblo de Segura, final de la primera etapa.
El camino sigue siendo parecido al que hemos hecho ya; es decir, tramos asfaltados, mucho caserío y suaves colinas, promontorios sube y baja… En Segura, a las afueras, nos espera la casa rural Ondarre, un viejo caserón restaurado; un lugar bucólico donde pacen en los prados adyacentes dos centenares de ovejas, proveedoras de la leche con la que los dueños hacen su particular queso Idiazabal, porque, debe saberse, cada familia de la región fabrica el queso propio a condición (sine qua non) de atenerse a la normativa general que lo protege y le da la identidad que lo acredita con la denominación de origen.
Cesa al fin la lluvia. Nos ubicamos. Las habitaciones, muy sencillas y con una mezcla ecléctica de estilos, donde lo antiguo combina con lo nuevo para facilitar un mínimo confort, resultan agradables. Se aprovecha lo que hay: la lámpara estilo de art déco o la mesilla de formica fabricada en los años sesenta del siglo pasado.
A pie de calle, en lo que en otra hora fueron cuadras y graneros, la familia ha habilitado un espacio para exponer la tradición, su historia y sus recuerdos. Aquí exhiben los quesos y la sidra que fabrican; antiguos utensilios de labranza; momentos familiares y una miscelánea fotográfica de sus antepasados. También, en un panel colgado en la pared, aparecen las portadas de revistas y periódicos en los que se da noticia, con grandes caracteres tipográficos, de los éxitos queseros de la familia, que ha ganado varios premios.
En lo que en otra hora fue el desván, ahora es una sala de estar-cocina-comedor muy agradable. Es en ella donde nos citamos esta primera noche de viaje para celebrar un ágape. Antes hemos ido al pueblo a conocerlo y a hacer algunas compras. Nos sorprende la monumentalidad de sus calles y palacios, la belleza de algunas de sus casas, la heráldica y escudos que jalonan muchas puertas. Y es que este pueblo, en su día amurallado, de unos 1.500 habitantes ahora, fundado en el siglo XII, en 1256, por Alfonso X, El Sabio, fue en su momento importante, al ser cruce de caminos y paso obligado a Francia.
(Continuará)
Estés en Colombia, Sudáfrica, Albania o Euskadi, siempre es un placer leerte porque con tu buena prosa me haces participe de vuestros recorridos: desde caminar por sendas llenas de barro bajo el chirimiri hasta disfrutar de esos paisajes verdes y ondulados sin olvidar su potente y exquisita gastronomía. Un abrazo, viajero y escritor
Me trasladas por esas rutasy camino por la tierra molada. La huelo.
Gracias
Ruta preciosa que hice en su día con amigas…Norte verde y fresco…maravilloso…Por algo es mí tierra!!
Te sigo…
Un abrazo
Irene
Qué gusto, amigo, rememorar esos momentos. Un abrazo
Mil gracias por contar tan bien tus recorridos. Una alegría viajar con tus palabras!!!