Madeira, el jardín vertical infinito
7. Fiesta gastronómica, conejo y epílogo

¿Quién fue el que dijo que no iba a moverse del sillón este sábado? Como si fura eso posible…

              Nada más concluir el ritual del desayuno, Eva y el Estoico, Mara y yo, decidimos darnos un paseo por una levada que hay cerca de casa. “Para estirar las piernas”, dijimos.

              El paseo no es tan largo como otras caminatas, pero sí ameno e ilustrativo como para confirmar que, al margen de las levadas que la marabunta turística invade cada día, hay otras, también muy interesantes, a las que no acude casi nadie. De sobra es sabido, cómo las empresas consiguen llevar al rebaño turístico a dónde quieren: una adecuada propaganda les basta. Lo saben muy bien los operadores, que son capaces de vendernos el Paraíso en el desierto, aunque haya 50° a la sombra; o el Cielo en una cumbre a -18°, como me ocurrió a mí en Bolivia, a 5.000 metros de altura.

La flor más extraña en Madeira./ Foto Mara
La flor más extraña en Madeira./ Foto Mara

              Estos gurús, especialistas en llevarte de acá para allá sonriendo, pueden hacerte creer que harás realidad tus deseos si te haces el harakiri en cualquier playa perdida de esas que ofertan en Brasil, República Dominicana, Bali o Honolulu. Por eso, mientras en unas levadas se forman largas colas, a otras no va nadie. Esto, por supuesto, no es exactamente así, pero podría serlo, ¿no?

              En cualquier caso, lo que hemos comprobado en la mañana de este último día en Madeira es que hay acequias por las que se puede caminar, en soledad, durante horas.

              Cuando llevábamos ya un buen trecho andando, suena el teléfono de Eva… ¿Qué pasa? Nada, que el Conseguidor y el Azogue vienen para acá.

              Ya nos extrañaba –pensamos– que estos dos culos inquietos se quedaran en casa, instalados en la holganza.

Sorprendente forma y color./ Foto Pepe de D.
Sorprendente forma y color./ Foto Pepe de D.

En Villa Camelia, mientras tanto, hoy toca zafarrancho gastronómico. La Mariposa Feliz, la Crupier Alegre y la Volandera Revoltosa revisan y ordenan los espacios comunes, adelantándose a mañana, día de partida; también porque nos gusta dejarlo todo como lo encontramos el día que llegamos.

              Del frigorífico sacan los restos de comida que se han ido acumulando y aquellas previsiones no consumidas hasta ahora; lo mismo hacen del congelador, de las alacenas o de los armarios. Todo quedará bien dispuesto y ordenado en la mesa principal y en la encimera a la espera de que comience el ritual para ese pantagruélico ágape que pensamos celebrar como epílogo a un viaje de mucho caminar, de mucha levada, de mucho jugar, ganar y perder a las cartas y… de mucho, mucho, ¡pero que mucho! elucubrar –en mi caso– con la posibilidad de tener que quedarme en esta isla al albur del azar como un náufrago, al ser menos que nada, un “don nadie”, además de un clandestino e indocumentado.

El vergel infinito./ Foto JM
El vergel infinito./ Foto JM

              Pero ahora se trata de la fiesta del yantar y mañana ya veremos. Además de los entrantes –todos esos restos que cada uno de nosotros no ha gastado en los consabidos bocadillos– y otros piscolabis como cortezas y torreznos, aceitunas, patatas fritas, galletitas saladas y demás caprichos con los que estos días nos hemos dado gusto, vamos a tener tres platos fuertes, principales: un pargo de varios kilos que cocinará al horno, con mucho amor y empeño, la mamma África; un revuelto profundo y aromado de patatas con chorizos y pimientos, y un plato más –misterioso y secreto por ahora– del que los comensales ni sospechan.

              Todo esto lo iremos combinando con una ensalada única, revuelta en un gran perol de fondo inalcanzable, en el que cabe de todo: tomates, hilos de remolacha dulce, distintas clases de lechuga, pepinos y pepinillos, calabacines, alcachofas de bote, zanahoria, maíz y esos caprichillos que cada uno adquirió (alcaparras, por ejemplo) en aquellas tardes de mercado cuando, a la vuelta de hartarnos de caminar y levadas, cada uno con su carro (nueve éramos… ¡nueve carros!) recorríamos los pasillos del Continente explorando los estantes. La ensalada, ya queda claro, va a ser de enjundia; con jugo abundante y mucha consistencia, sin duda.

El bosque es tan espeso que algunas levadas están permanentemente a la sombra./ Foto JM
El bosque es tan espeso que algunas levadas están permanentemente a la sombra./ Foto JM

              Finalmente, para postre y agasajo al fino paladar, disponemos de frutas distintas y quesos variados, yogures (sólidos y líquidos), dulces y pasteles, golosinas varias… Y ya, por último, los caldos. Esos vinos que tienen por objeto conseguir que el manjar más sólido o áspero vaya más allá del cielo de la boca, resbale y llegue al estómago como si viajara envuelto en la dulzura de un beso. Se trata de los vinos… Los olorosos y afrutados vinos de Madeira, que van de los secos como el Sercial a los dulces de Malvasía. Vinos, que por mucho que bebamos no han de faltar; hemos reunido de sobra.

África se expande cual Durga, la diosa hindú de ocho brazos. Armada con gorro caperuzo de jefa y mandilón de cocinera, aguza los cuchillos, pone a punto el horno, aviva los fuegos, despliega las sartenes, calienta las ollas y cacerolas… Manda mucho. Y, aunque tiene alrededor, dispuestos a ayudarle, algún que otro voluntario como el Azogue y varias voluntarias, no deja que nadie (o deja poco) meta mano en sus asuntos culinarios ni toque su pescado, ¡pobrecito!, al que va a someter, ya, a la tortura del horno.

              Un horno que templa a 180° mientras sazona al protagonista con la proporción adecuada de sal, espolvoreo de romero y un puñado de cilantro, condimento que tanto le gusta; tanto como a otros nos disgusta. De guarnición, arropa al bicho, como si lo acunase, con jugosas cebollitas de granja y unas patatas panaderas pochadas y doradas previamente. Y todo ello regado con aceite virgen de oliva. ¡Y a cocer entre 15 y 20 minutos! No más.

Camino y acequia, así hasta el infinito./ Foto JM
Camino y acequia, así hasta el infinito./ Foto JM

              Las patatas con chorizo y pimientos –si me deja guisarlas nuestra insigne guía culinaria, que, ¡seguro!, me dirá que no son de su gusto… ¡Buena es!–, yo las cuezo previamente en una gran cazuela con unos granos de sal, tres hojas de laurel, unas hojitas picadas de perejil y  una pizca de yerbabuena. En una sartén, por separado, rehogo el chorizo cortado en rodajas ni finas ni gordas; y en otra hago lo mismo con los pimientos. Finalmente, mezclo todo en una cazuela y con la ayuda de cuatro o cinco huevos de pava que echo directamente, sin batir, volteo toda la mezcla hasta conseguir que ligue el huevo y la mezcla sea uniforme.

              El tercer plato –¡oh, sorpresa!–, es un guisote de carne…

              –¡Anda, mira por qué no hemos vuelto a ver al conejo! –exclaman varias voces, espontáneas y espantadas, al unísono, mientras unos ríen la ocurrencia y otros se ofuscan hasta el punto de, casi, pasar al insulto. Los simpatizantes del PACMA, moralistas, que no paran de santiguarse, acusan a la Mariposa  Feliz de terrorista y a mí de su cómplice.

Cascadas y fuentes por doquier./ Foto JM
Cascadas y fuentes por doquier./ Foto JM

              –¡Pero si esto no es conejo! Esto es ternasco, cabrito… o cabrón, que ya no tengo claro qué nos vendió el carnicero malayo –digo yo, para aliviar la tensión, tan espesa en ese momento que puede cortase con cuchillo.

              –¡No, no… sí que es el conejo! Mirad ahí… ¡los ojos! –protesta la Volandera Revoltosa, que lleva desde que llegamos a la isla haciendo comistrajos aparte y hablándonos de unos periquitos con los que no solo conversa, sino que también comparte cama.

              –A ver, ¿dónde ves tú los ojos? Como no sea… Que no mujer, que no es el conejo…  ¡Te lo juro! –terció África, tratando de que las aguas vuelvan a su cauce.

              –Sí, tú jura, jura… ¡Como si fuéramos a creerte! También le juraste a este (por mí, que estoy sentado a su lado) que el guiso de atún no tenía cebolla y no le echaste poca, no… ¿O no es así? Así que no jures tanto… –interviene Pipi Calzaslargas, riéndose.

              –¡Mira por qué madrugaban tanto estos dos! ¡Menuda fechoría…! –añade Pepe, el Azogue, abundando en el lío, a la vez que echa leña al fuego con su particular toque de humor. A él le da igual que la carne sea de conejo, caballo o de burra…, o de ternera del bosque de Fanal, ese bosque mágico que visitamos, donde habitan los dioses de la isla y pacen las vacas de Madeira.

Puesto de frutas en el mercado de Funchal./ Foto JM
Puesto de frutas en el mercado de Funchal./ Foto JM

Mírenla. Ahí está la fuente con el guiso, como ofrenda en un altar. Todos la miramos y estoy seguro de que mientras unos desconfían y no ven en ella otra cosa que no sea un conejo, a otros la boca se les hace agua y solo desean hincarle el diente y probar el manjar. Acaso todos quieran saber si es perdiz, recental, lechón o cualquier otro ser de los que habitualmente se sirven en los más sofisticados banquetes. Quieran saber… Pero eso es imposible, porque el secreto forma parte del juego y, además, por mucho que África y yo insistamos en que el guiso no es de lapin, no van a creernos. Nosotros solo estamos dispuestos a reconocer la pasión con la que hemos elaborado este plato. Nada más. Cariño y dedicación… Porque, después de adquirir y trocear al tostón, puercoespín o lo que nos vendiese el malayo, de dejarlo limpio como una patena y libre de cualquier mota de grasa superflua, tendones y gorduras apartadas, sazonado con tomillo, aceite de oliva virgen, unos ajos exclusivos de Pedroñeras, cilantro (¡por supuesto!), la sal correspondiente, espolvoreo de pimienta  y unas gotas de esencia de hierbas provenzales, un chorrito de vino blanco afrutado de Madeira y de dejarlo reposar tres días en una fresquera a temperatura ambiente… bien se merece, creemos, que los comensales hagan el esfuerzo de probarlo. Pero estos del PACMA son un poco talibanes y menudo guirigay han montado.

El agua, la vida, las fuentes, las pozas... ¡Madeira!/ Foto JM
El agua, la vida, las fuentes, las pozas… ¡Madeira!/ Foto JM

              Aunque puede que no sea su fe animalista sino el vino, lo que les hace ver en el plato un conejo. Porque el seco Tinta Negra Mole, con sus extraordinarias cualidades para agudizar los sentidos y su probada capacidad afrodisiaca puede que les esté provocando alucinaciones, además de llegar ver lo que no existe.

              Ahora mismo, la mitad de los sentados aquí se tiran por el suelo de la risa… Y la otra mitad, atrincherada en su cuita de que el que está en la cazuela horneada es el conejo que vivía en el jardín, no hace más que rezongar con sonoros aspavientos.

        –!Sois inhumanos, peores que los que atacan a Gaza! –proclaman, dirigiéndose a África y a mí.

              –¡Que el guiso no es de conejo! ¡Os lo juro! –insisto–. ¡Lo juramos por nuestros hijos, los dos!, ¿verdad Afri? ¿Cómo habéis podido pensar que hemos seducido a un conejo para, mediante engaños, acabar con él en una cazuela? –reitero–. No somos tan malvados… El conejo que vive entre las hortensias, desde que África le dijo que era “un gordito encantador”, no ha vuelto a venir por aquí. ¿A qué no?

El poder de los bosques./ Foto JM
El poder de los bosques./ Foto JM

              África asiente con la cabeza, seria y compungida, mientras cierra los ojos conteniendo las lágrimas. Luego le da un ataque de hipo y estalla en una carcajada. ¡El vino es la hostia!

              –Bueno, ya basta de gilipolleces… Yo voy a probarlo –corta por lo sano el Conseguidor–. Y tomando cucharón y trinchete se sirve una buena ración–. Esto está… ¡Delicioso! ¡Um! –exclama.

              Le siguen el Azogue y el resto del grupo de incrédulos.

              –¿Cómo iba África a acogotar a un conejo, con lo madraza que es? –expresa, benévolo, Pepe, mientras se sirve complacido–. Pues anda que no son listos los conejos… Como para dejarse pillar. Que no hay manera de meterles mano…

En Madeira, la tierra de cultivo es pura riqueza./ Foto JM
En Madeira, la tierra de cultivo es pura riqueza./ Foto JM

              A estas alturas de la grande bouffe gastronómica lo que menos importa es ya el origen del guiso, el aroma que expele o su sabor delicioso. Después de varias horas cociendo a fuego lento, el resultado es un caldo cremoso y espeso. Las tajadas se hunden en él como el cuerpo al caer sobre un lecho de plumas. La carne es tan tierna que se deshace en la boca. La guarnición de patatas enanas de primavera y unas puntas tiernas de zanahorias, media pastilla de caldo vegetal ecológico, laurel y tres ramitas de tomillo han hecho el resto.  ¡He aquí un gran éxito culinario!

              El manjar que estáis degustando es una obra de arte, defiende, orgullosa, nuestra Mariposa Feliz.

Paisaje con vestigios, supongo, de algún viejo incendio. Ahora es un mar de belleza./ Foto JM
Paisaje con vestigios, supongo, de algún viejo incendio. Ahora se renueva la belleza./ Foto JM

Definitivamente, nadie tiene ya claro a quién o a qué pertenece la carne que hay en la cazuela. El misterio del conejo solo ha servido para enredar más, si cabe, un debate de gran vigencia estos días: hasta qué punto los bichos que llamamos, genéricamente, “domésticos” pueden remplazar en sentimientos y afectos a los humanos a los que, por otro lado, abandonamos cada vez con más frecuencia. En este tiempo de intenso debate no hemos avanzado nada ni aclarado las posturas; las opiniones encontradas solo han servido para acalorarnos y representar nuestra obra particular de teatro. Llevamos casi una hora buscando la punta del hilo de una madeja que no la tiene, pues nunca se sabrá si el conejo que habita en el campo de hortensias ha sido o no víctima de una debilidad gastronómica ya que nos vamos de aquí dentro de unas horas y no podremos demostrar que aún vive.

              Entre tanto, los trasgresores e incrédulos siguen bebiendo y comiendo entre carcajadas y risas y los creyentes defensores del reino animal imploran a la diosa Artemisa, valedora de esta fauna, para que castigue a los se comen “cualquier cosa” con patas y orejas.

               Ni Áfrico ni yo haremos más actos de fe, intentando convencer de lo contrario a estos creyentes de la ascendencia animal sobre los humanos. Que el conejo de Madeira sigue vivo, parece algo obvio; esta misma mañana hemos visto huellas de sus patas y alguna cagada.

              El juego y las bromas se apoderaron de todos. Y como las posturas, en el fondo, eran ficción y teatro, el asunto del conejo, pasa a mejor vida y nosotros vamos ya con los postres. A partir de aquí, corre el vino dulce y la noche se diluye entre somnolencias y olvidos. Del final de esta aventura gastronómica, poco recuerdo; solo que  la niebla, otra vez, lo cubría todo.

Caminando entre flores./ Foto JM
Caminando entre flores./ Foto JM

A las cinco y media de la mañana estamos ya en pie. Tenemos que devolver los coches alquilados y llegar con tiempo a el aeropuerto. Ni que decir tiene que estoy intranquilo. “Lo lógico es que no me dejen aquí y me devuelvan a Lisboa, ¿no?”, pienso a cada instante, mientras le sigo dando vueltas a mi situación de indocumentado. Pero, ¿y si quien supervisa las salidas de Madeira no tiene el mismo criterio que la persona que en Lisboa aceptó que viniese sin documentación? ¡Ay, qué desazón…! Y así hasta que facturo.

            Mas todo sale bien; sin entrar en detalles, claro. Que, hasta que ocupo mi asiento, tengo que dar un montón de explicaciones… En fin, aquí estamos ya, a punto de despegar.

              El vuelo a Lisboa es un paseo, como lo es el camino de vuelta a Sevilla. En el desvío a Badajoz (¡que se anuncia durante más de un kilómetro con unos paneles inmensos!) nos despistamos y eso nos cuesta tener que hacer 80 km más. Pero no pasa nada… Porque, como ya sabéis los que seguís estas crónicas y mis aventuras viajeras, “Todo lo que ocurre forma parte del viaje”. Es mi mantra y es la explicación natural y sencilla a cada hecho que acontece en ese recorrido vital que es el viaje de la vida.  Por eso no cabe alterarse… La vida no es más que una gestión de aventuras.

 

FIN 

Homenaje y recuerdo. El Conseguidor nos trajo a aquí./ Foto JM
Homenaje y recuerdo. El Conseguidor nos trajo a aquí./ Foto JM

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Nota final.- Me faltó tiempo al llegar a casa para subir corriendo las escaleras y llegar al lugar en el que supuestamente había dejado la documentación. ¡Y no estaba allí! Pero el misterio de la desaparición y dónde apareció después, quizá lo cuente otro día. ¡Salud!

Un comentario Añade el tuyo
  1. Gracias, de nuevo, por esta crónica de un viaje especial a un entorno de gran belleza, con el contrapunto del turismo desbocado. Ha sido un relato lleno de matices, de los que he aprendido a valorar las pequeñas cosas por descubrir y la verdad que llevan dentro. Una fábula también. Gracias y ¡hasta la próxima aventura!

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