Madeira, el jardín vertical infinito
1. El viajero indocumentado

La cita es las cinco. A esa hora las maletas ruedan por las calles de mi barrio como un torrente de piedras cayendo por una montaña; es la música de fondo que cada día te despierta. No hace tanto tiempo que los amaneceres eran pura música; arrullo y dulces como el despertar del paraíso. Tranquilos. Pero ahora… Ahora ni los pájaros. Porque también con estos ha acabado la plaga de cotorras. Apenas quedan muestras de esa rica diversidad de alados en los árboles de la plaza de San Pedro o en el del Corral del Conde, en el lauro de San Leandro, o en las jacarandás de la plaza de Ponce de León. Hoy son los turistas los que revolotean al alba arrastrando maletas mientras se apresuran para alcanzar un taxi o para no perder el autobús que les lleve al aeropuerto; son ellos los que, sobre el rugir de las maletas, pintan de voces y colores esa nube de luz líquida que, habitualmente, despierta a Sevilla.

              A la salida del garaje, en Escuelas Pías, me espera Mara. Ella, cual gacela, luminosa y ágil, sonríe feliz de emprender otro viaje con este grupo extraño de infatigables caminantes, viajeros siempre, que, en esta ocasión, nos vamos a Madeira. ¡Diez días para hollar por las levadas, riscos y veredas! Luego, enseguida, llego África, la Feliz Mariposa, que, como aparición clandestina, se baja apresurada de un coche que huye antes de que podamos saber quién la ha traído, si ha sido la gentileza de un amigo, su amante, alguno de sus hijos o ese mago con el que ella sueña… Un mago al que, se me ocurre, la mamma cocinitas ha convencido para que se levante a las cuatro de la mañana y la acerque hasta el lugar del encuentro, desde donde nos iremos a Lisboa para coger un avión a las 14,30, hora local, que nos lleve a Madeira, el jardín vertical infinito.

              Arrancamos en punto y, en la avenida de Menéndez Pelayo, frente a los juzgados, recogemos a Pepe, el Azogue que, aún nervioso por si ha olvidado algo, nos espera inquieto. Nada más acomodarse en el asiento, retorciéndose para obviar lo mucho que le maltratan los huesos, pregunta cuánto tiempo tardaremos en empezar a trepar por las montañas, que es la medicina que a él le cura.

Caminando hacia el extremo norte de Madeira./ Foto JM
Caminando hacia el extremo norte de Madeira./ Foto JM

              El viaje hasta Badajoz es muy tranquilo y con poco tráfico. Coordinados por los móviles, nos reunimos con los cinco restantes del grupo que, en esta ocasión, conformamos la banda de nueve. A saber: El Conseguidor, La Crupier Alegre, Pipi Calzaslargas, el Estoico y Patricia, para la que aún no tengo un alias que ponerle.

              Nos citamos en una gasolinera a las afueras de la ciudad pacense y, y, y…  ¡¡¡Descubro en ese instante que, en un gesto maldito, equivocado, he olvidado la documentación encima de mi mesa de trabajo!!! En una carpeta tenía todos, ¡todos! (y cuando digo todos, son todos) los documentos que pueden dar fe ante el mundo de mi existencia; incluido el DNI, lógicamente. ¿Qué hago? Susto. ¡El pánico…! Esto va a suponer que no podré subir al avión. ¡Exacto! Además, vamos con mi coche, por lo que darme ahora la vuelta supondría dejarles en la estacada. No, no haré tal cosa.

              El grupo reacciona con optimismo. ¡Como si fuera todo perfecto! ¡Fantástico! Estamos a punto de caer al precipicio y lo primero que se propone es ir a desayunar. “A ser posible churros”, dice el Conseguidor. “Luego ya veremos”, añade. Y asentimos todos.

              Hay que acudir a la policía para que emita un documento provisional que acredite que eres tú y así poder coger el avión en Lisboa, se acuerda entre todos.

Vista de una parte de la costa norte, en Madeira./ Foto JM
Vista de una parte de la costa norte, en Madeira./ Foto JM

              Buscamos una comisaría en la que se expida el DNI; pero no abre hasta las nueve y ni siquiera son las ocho. ¡Todos a desayunar, pues! A las nueve menos diez estoy ante la puerta como un clavo. Poco a poco va llegando gente. El grupo que se forma es variopinto, más multirracial que la misma ONU. Hay personas de tez negra, con todos sus matices, hablando en lenguas que no entiendo. Las hay de piel oscura como el carbón, tostada o cobriza; de piel blancas como la leche; personas gordas y delgadas; sílfides y níveas; madres con niños de teta… Y un enjambre de jóvenes varones, supervivientes de infernales travesías por desiertos y océanos, que aspiran empezar nueva vida en estas tierras de la Baja Extremadura, tierras de conquistadores y hoy, a su vez, conquistadas.

              Se abre al fin la puerta y allá va el tropel, avanza la marabunta urgiendo, cada cual a su modo, con su lengua y con sus gestos, que le arreglen lo suyo. La mayoría, según parece, tiene cita previa; pero hay personas, como yo, a las que solo una necesidad perentoria les ha traído hasta aquí. Otros quieren informarse, simplemente, de cómo obtener “los papeles”; saber cómo avanzar en su legalización. O sacarse el DNI por las bravas… Las hay, también, que no tienen ni idea a qué han venido. “Es que una amiga me dijo…”, le oigo a una chica decirle al policía en un español líquido y con pocas letras, difícilmente comprensible.

              El policía… El policía, que apenas lleva diez minutos ordenando este trasiego de gentío indocumentado, de muestras de cansancio; como si estuviese haciendo cálculos para subirse por las paredes. No quiero imaginar cómo estará cuando lleguen las siete de la tarde. Se le ve desbordado. Reparte órdenes: “Los que no tengan cita previa, que esperen fuera, por favor”, repite infatigable mientras se esfuerza para que todo el mundo saque su tique de cita en la máquina que hay en un rincón. “Por favor, por favor… no me hablen todos a la vez”, se desespera. Suplica que salgan fuera los que no vayan a ser atendidos de inmediato.

              Yo aguanto tranquilo (es un decir) a que el panorama se aclare un poco y se fije en mí. Debo ser el único español de origen y ni me mira. Al fin se acerca a mí mientras mira hacia otro lado, al tiempo que trata de responder a tres individuos que le preguntan a la vez.

              –Tiene que hablar con el jefe. Es aquel de allí –me señala hacia el fondo de la sala con un gesto.

              El jefe es un hombre joven; no lleva uniforme. Camino hacia él. Mientras lo hago tengo la impresión de estar en un país extraño, extranjero. Hasta los mismos policías-uniformados-funcionarios me parecen seres de otro planeta.

Durante millones de años esta isla volcánica fue generando una capa vegetal mientras las raíces de los árboles tejían una tela de araña para adherirse a la roca./ Foto JM
Durante miles y miles de años esta isla volcánica fue generando una capa vegetal mientras las raíces de los árboles tejían una tela de araña para adherirse a la roca./ Foto JM

            Me acerco compungido; despacio. La situación no está para bromas. Le describo lo ocurrido. “Creo que he olvidado…  mi carnet de identidad en Sevilla y bla, bla…

              –Si usted lo ha olvidado, y no lo ha perdido, yo no puedo hacerle un documento si no hay una denuncia previa.

              –Bueno, pues lo he perdido… La verdad es que no tengo ni idea dónde está… –le digo mientras asimilo la metedura de pata. Esto me pasa por decir la verdad, pienso.

­              –Pero usted acaba de decirme que lo ha olvidado.

          –Sí, he dicho eso; pero quizá me esté engañando y lo he perdido. La verdad es que no sé dónde está –insisto, sospechando que acabo de meterme en un buen lío por ser legal­–. Bueno, lo he perdido, ¿no? Pues voy a poner la denuncia –añado–. Discúlpeme, pero ya no estoy seguro de nada –alcanzo a decir, mientras salgo apresurado para acercarme a la entrada de la comisaría por donde se accede para poner las denuncias. El jefe se queda mirándome…

            Cuando llego no hay vigilancia en la puerta. “Espere aquí”, reza un cartel pegado en el cristal. Pero no puedo esperar, ¡tengo prisa! Así que entro… No se oye nada, ni un ruido. Avanzo poco a poco por el pasillo y golpeo discretamente en cada puerta que me encuentro.  “¿Se puede?, ¿Se puede?, ¿Se puede?”. Al fin, una voz femenina me responde al otro lado de una puerta. “¿Qué desea?”. “Poner una denuncia”. “Pase”. Me atiende una joven policía, amable y sonriente. Le explico la situación y de inmediato me anima y se pone a redactar la denuncia. En tres minutos la leo y firmo. “Por perdida de DNI”, ha puesto. Salgo con mi papel en la mano y me cruzo con otro policía que se ofrece a acompañarme por un atajo a “la sala de conflictos”. Entro como si fuera “de casa” y miro en derredor… ¡Qué jaleo! Sin pedirlo –implorante–,  con una mirada de prisa sugiero que alguien se acerque y me atienda. ¡Ay, tengo…!, ¡Por favor…! ¡Pero aguanto y no abro la boca! Ya me he dado cuenta de que hay un karma colectivo envenenado. No hay que ser budista para percibir la energía emponzoñada que flota en el aire; se percibe a la legua. El ambiente está cargado como en un día de tormenta.  Huele a mala leche. El policía que me atendió al principio, está ahora plantado delante de la puerta de acceso haciendo la estatua como un Cristo Corcovado. “¡Por favor, por favor, no empujen! Los que no tengan cita previa que esperen fuera”, repite como si fuera una cinta parlante.

Caminando por el acantilado./ Foto JM
Caminando por el acantilado./ Foto JM

              Yo, sin saber qué hacer, espero. Espero. A ver si, de un momento a otro, alguien me dice “Venga usted para acá… Vamos a hacerle ese papel que dice necesitar para poder volar con sus amigos. No, no se preocupe usted, que lo arreglamos enseguida; es fácil”. Pero la realidad es que nadie se fija en mí. Así estoy un buen rato, esperando, plantado en medio, cuando, a mi espalda, una mujer exclama, autoritaria, lo suficientemente alto para que la oiga todo el mundo:

              –¡Usted, váyase  al fondo y espere a que haya un hueco! ¡Y dé gracias de que no le detengo por poner una denuncia falsa!

             ¡Hostia, tú! Claro que se me ocurre replicarle, pero mejor me callo, ¿no? Bastante tienen ya mis compañeros con el lío en el que les he metido, como para, encima, tener que asaltar la comisaría para rescatarme como en una película del Oeste.

             Así que pliego alas, repto y, como si fuera una culebra, me deslizo por el suelo entre las mesas de los malhumorados funcionarios para ir a colocarme en un rincón, a la entrada, donde apenas se me vea. Soy un emigrante más pidiendo ayuda.

          Empiezo a comprender… Consciente de que he caído en una telaraña, me va a ser complicado escapar de ella. Pienso en Kafka y en aquel agrimensor de El Castillo, mientras me hago pequeñito, insignificante, a la espera de que me llamen. Cruzo la mirada con otra mujer policía que se mueve por allí y me dice, como si le hablase a una pared: “Tiene que esperar a que haya un hueco y le atenderemos”. ¿Qué puedo hacer yo? Si quiero tener la mínima oportunidad de embarcar en Lisboa no puedo irme ahora sin ese documento que acredite mi exisencia. Así que trato de tranquilizarme y asumo la esperar.

              Pero no han pasado dos minutos y ya me he dado cuenta de que, en el mejor de los casos, sí, resolveré mi situación, pero, quizá, le haga perder el vuelo a mis compañeros porque aquí no van a atenderme hasta sabe Dios cuando. Y ese “hueco” del que me habla la dama policía, puede aparecer dentro de una hora o a las seis de la tarde. Vete tú a saber.

             Entonces, sin pensarlo dos veces, me marcho.

              –Nos vamos a Lisboa. ¡Que pase lo que tenga que pasar! –les digo a mis compañeros cuando llego a donde están esperándome, todavía tranquilos.

              Por el camino apostamos si me dejarán subir o no al avión, y si no fuera así, ¿qué hacer? ¿Volver a Badajoz y, por la tarde –es miércoles y los miércoles la comisaría abre hasta las 19 horas– intentar obtener ese documento imprescindible? Tal vez lo mejor sea que, una vez les deje en el aeropuerto, regrese a Sevilla y empiece de cero. Como le he oído decir  a una vieja amiga muchas veces “Els diners i els collons són per a les ocasions”. Total, solo perdería, en el peor de los casos, un par de días.

Otra vista de la costa de Madeira./ Foto JM
Otra vista de la costa de Madeira./ Foto JM

              Mientras avanzamos  camino de Lisboa por la autovía reflexiono y le doy vueltas a lo ocurrido en la comisaría. No se puede ir de confiado, me digo. De acuerdo, si me atengo a la legal no cabe discusión; pero la policía está para resolver los problemas, no para complicarle más la vida a quien los tiene. Tampoco se me va de la cabeza cómo he podido perder la documentación. ¡Con lo ordenado y sistemático que soy cuando organizo mis viajes! Pero las cosas pasan. Ya se sabe, el azar nos gobierna; y cuando una mariposa mueve las alas en un extremo del mundo, en el otro se desencadena una tempestad. O eso dicen.

              Ya cerca del aeropuerto paramos a echar gasolina y los ocupantes del otro vehículo comentan que han llamado a la embajada de España, en Lisboa, y les han dicho que sin un documento que acredite mi identidad me va a ser imposible volar a Madeira. ¡Asunto resuelto pues!

              Pero el grupo es optimista y confía en que todo va a arreglarse; me animan a que vaya al mostrador de facturación con ellos e intente convencer a la azafata de la aerolínea de que soy uno del grupo y que lo ocurrido ha sido un accidente ocurrido a última hora. “Como verá usted, aquí en el móvil tengo mi DNI, y también, vea, vea… mi tarjeta de embarque impresa en papel. Este soy yo, ¿comprende? Lo único que pasa es que he perdido el DNI esta mañana… Mire, mire… aquí está la denuncia”, ensayo mentalmente, una y otra vez, con la ilusión de que podré convencerla. A ver si puede ser.

Vegetación flotando en el agua de una fuente./ Foto JM
Vegetación flotando en el agua de una fuente./ Foto JM

El aeropuerto de Lisboa es un hervidero donde apenas cabe un alma. La cola para facturar es más alarga que un día sin pan. Ya se sabe, el truco es poner a los viajeros a dar vueltas en zigzag o en espiral y así hacerles creer que la cola avanza y no es tan pesada la espera. ¡Ay, ya está el mostrador ahí! Factura primero, y sin problemas la Crupier Alegre. A continuación voy yo…

             –Mire somos un grupo de ocho –dice el Conseguidor, tratando de allanar el camino.

             –DNI de los ocho, por favor –dice la azafata con voz neutra de contestador automático.

             –Yo es que lo he perdido…  –Me adelanto enseguida, antes de que cuente y diga que allí solo hay siete–. Mire, tengo esta denuncia… Mire, mire, aquí, en el móvil; aquí esta mi DNI… ¿Ve? Soy yo. Este soy yo… Y esta es la tarjeta de embarque…

             –Dígame el número del DNI. Espere… –Y descuelga un teléfono, y llama a una compañera que está tres mostradores a su izquierda. Le cuenta lo que yo le he contado antes. Que somos un grupo de ocho…

             –No hay problema, como es un desplazamiento dentro del país, puede viajar  –le dice enseguida.

              ¡Oooooooh! ¡Eureka! Respiro hondo.

           La azafata teclea mis datos… Luego aprieta el botón de imprime las etiquetas, las coloca en la maleta; imprime el código de identificación y pega el duplicado del resguardo de facturación en la tarjeta de embarque. Activa la cinta transportadora y mi maleta desaparece detrás de esas cortinillas que te hacen pensar «¡por fin!, ahora sí que vuelo».

              –¡Hurra! ­–exclama el grupo. Y aplaude.

             El indocumentado clandestino… Sí, se va a Madeira. Abrazos, besos…

              Y ahora a esperar. A ver si es verdad que me dejan subir al avión. Que aún falta un último paso. El último control en la puerta de embarque.

(Continuará)

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