Amanece lloviendo. Pero hoy es día de traslado y la lluvia no nos preocupa. Algunos, antes de partir para San Gil, a 165 kilómetros, damos un paseo por el pueblo para recrear la mirada, una vez más, con esas reliquias de la Villa de Leyva que son sus calles y casas, congeladas en la época colonial. No hay gente en la calle, quizá porque aún es temprano. Paseando, uno concluye que más de la mitad de la Villa configura un inmenso complejo hotelero. Los establecimientos de alojamiento turístico se suceden uno tras otro. Prácticamente, todo el pueblo son tiendas, posadas, bares, restaurantes… para consumo del turismo.
Siempre fijamos la hora de partir de antemano. Y allí estamos todos cuando llega el momento. El grupo agradece que no haya retrasos. A punto de arrancar la recepción del hotel nos avisa de que hay un problema. Alguien ha manchado con el jugo de un mango una toalla y eso tiene penalización. Nos aseguran que el amarillo que ha dejado la fruta en la “incólume” prenda ya no se quita. No estamos de acuerdo; pensamos que la mancha, diminuta, no es para tanto y, en cualquier caso, seguro que la lavandería puede eliminarse. Pero no queremos discutir y aceptamos “la multa”. Arrancamos.
Apenas llevamos cuatro kilómetros, cuando nos detenemos para visitar Los seis pozos azules, una de las atracciones turísticas que ofrece este pueblo. En el recorrido estamos solos; quizá porque es aún temprano, un día entre semana (miércoles) y temporada baja, además. Pero la infraestructura que se observa en torno a las taquillas (tiendas y un restaurante, todo cerrado a cal y canto) invita a pensar que el lugar es un hervidero de gente los fines de semana y, por supuesto, en vacaciones. La entrada cuesta 15.000 pesos, entre otras razones porque los pozos están en una finca privada y en Colombia se paga por todo, como comprobaremos a lo largo del viaje.
Descendemos hacia una hondonada entre pinos replantados. Ahí está el primer pozo; una pequeña laguna de aguas azules turquesa, color que se debe a la gran concentración que contiene de azufre, sulfato de cobre y selenio. No, nos sorprende. Avanzamos siguiendo el circuito marcado y cada “charca” es igual o más “sosa” que la anterior; en mi opinión, Los pozos azules carecen de gracia. El terreno es sumamente árido, sin vegetación, y el entorno muy triste. El lugar me recuerda a esas graveras abandonadas junto a los ríos que, con el tiempo y la lluvia, terminan por convertirse en lagunas exóticas en las que poco a poco las orillas se visten de plantas y maleza donde habitan los pájaros.
Decepcionados reemprendemos la marcha. La carretera serpentea entre colinas y tierras vestidas de verde; las construcciones, ya sean casas, restaurantes o tiendas, jalonan todo el trayecto. Negocios de todo tipo se suceden a lo largo de la ruta.
Nos detenemos de nuevo en unas cascadas a las que para llegar tenemos que desviarnos unos 20 kilómetros. El recorrido es por un camino casi imposible y en extrema pendiente, lo que dificulta notablemente el avance de la furgoneta. Hasta que don Antonio dice basta y nos sugiere parar. El último kilómetro lo hacemos a pie. La experiencia nos sirve para comprender que, en Colombia, en cuanto se abandona la red principal de carreteras, uno se sumerge de lleno en la exuberante y casi salvaje naturaleza, donde la selva se impone y solo las casitas que se ven desperdigadas por el monte dan fe de que allí vive gente. La cascada en sí carece de gracia; está casi seca. No es época de lluvias…
Avanzamos por la nacional 62 hasta Barbosa, donde dejamos el departamento de Boyacá para pasar al de Santander y seguir por la nacional 45A hacia San Gil. Los 115 kilómetros que hacemos hasta llegar al destino son tortuosos y lentos, con curvas continuas y un permanente sube/baja que resulta agotador. Puertos de todos los colores, desnivel y distancias cayendo hacia un hoyo o subiendo que nunca se acaban. Y un tráfico intenso de camiones pesados que ralentizan el avance cada dos por tres. Pero, aunque resulte pesado, aceptamos con gusto el viaje porque nos permite hacernos una idea de la geografía del país.
A la hora del almuerzo nos detenemos en un restaurante de carretera, por identificarlo con algo. Una especie de hangar o chamizo, sucio y descompuesto, con mesas corridas, donde nos ofrecen la consabida sopa, en la que ya hemos comprobado que se le echa de todo. Dos grandes calderos de cinc, ennegrecidos, hierven que te hierven sobre unos fogones de leña de una instalación rudimentaria, pergeñada en el centro de la nave.
Como si se tratase del mismo Panoramix, la dueña, pendiente del pote, atiza el fuego y aplica su magia a la par que aliña la pócima. Obviamente, la cocinera es el druida. Ahora toma en su mano un cazo de latón, lleno de bollos, lo introduce en el caldero y saca un chorro espeso de pringue, mantecoso y humeante, que huele la mar de bien; con cuidado se lo acerca a los labios y aspira; luego se estira, sonríe y parece satisfecha. Tras el sorbo y regusto que expresan sus labios, cierra los ojos, y concluye que el guiso está listo.
Los recipientes para servir son de plástico; unos cuencos enormes que la ayudante ha colocado sobre el tablero de madera, y que llena a rebosar poco a poco. ¡Diez chimeneas humeantes! La sopa, o lo que sea, huele que predica. De golpe, como si respondiésemos a un ejercicio de hipnosis, nos callamos y, cada uno, abstraído, clava la vista en su cuenco, expectante, ante la posibilidad de que ocurra un milagro, mientras trata de averiguar qué hay allí dentro. Estamos tan intrigados por la composición del brebaje y el contenido del cuenco, que, por un momento, regresamos a la infancia, nos emocionamos, y, expectantes, confiamos en que la meiga-cocinera saque de cada almuerzo un conejo. Porque es seguro que al meter la cuchara y sacarla saldrá una sorpresa. Ahí, en el espeso brebaje, uno puede encontrarse de todo. Desde un muslo de un pollo raquítico a unas alas pasando por la pata de un conejo; una mazorca de maíz, un patacón o el espinazo de una gallina reumática; un trozo de chorizo, un hueso y, por supuesto, habas, garbanzos, judías… O una patata entera de las mil clases diferentes que se crían y cocinan en este país. ¡Y que no falte el cilantro! Ni otros condimentos como el ajo y la cebolla. Cilantro, cilantro, cilantro sí, ¡vive Dios! Porque es hierba que en Colombia se lo echan a todo.
El sabor de la sopa es exquisito. Y, entre que tenemos hambre y no le miramos el diente a caballo regalado, como se suele decir, damos buena cuenta, en un santiamén, de la extraña pitanza que tan rica nos sabe y más y mejor nos reconforta.
Reemprendemos la marcha y ya no paramos hasta llegar a San Gil, una ciudad de 60.000 habitantes ubicada en un barranco, junto al río Fonce. La ciudad tiene fama entre los deportistas que practican deportes extremos: parapente, rapel, espeleología, rafting o barranquismo. Nos alojamos en el hotel Santa Catalina ubicado a las afueras, junto a la carretera nacional que une Bogotá con Bucaramanga, capital departamental de Santander.
El hotel está vacío, o eso parece. Y esto me invita a pensar –no sabría deciros por qué–que es el lugar ideal para que, por ejemplo, se esconda un loco que huye o un asesino en serie. No sé por qué pienso esto, insisto; quizá porque estamos al lado de la carretera general, a la altura de una cuesta, y el rugir de los motores o el chirrido de los frenos de los grandes camiones que transitan es rotundo y constante, con lo que cualquier viajero que busque paz y descanso saldrá huyendo de aquí. Menuda noche nos espera… Menos mal que tengo tapones, última generación, que cuando me los pongo solo escucho el murmullo y los cantos del paraíso.
Una vez ubicados nos acercamos caminando a la ciudad. Nos impresiona la inclinación de sus calles, las escalinatas infinitas que mueren en el río o que gatean por la pendiente del monte, que, están tan inclinadas, que dan vértigo. En el centro de la plaza mayor hay una ceiba; un árbol majestuoso y gigantesco, que, sin duda, es el orgullo de los sangileños. Damos algunas vueltas sin ninguna pretensión y buscamos un lugar para cenar. Somos diez y nunca es fácil ubicarnos sin avisar previamente. Pepe y yo compramos fruta en un supermercado y el resto se sienta en un restaurante donde les preparan unos platos de emergencia. Como siempre, estos encuentros del grupo, mientras esperamos que sirvan la cena o el almuerzo, son la mar de entretenidos. Se discute de todo hasta la saciedad. Lo normal es que entremos en un bucle hasta agotarnos… Pero, de algún modo, los creo necesarios; con ellos liberamos la tensión. También pueden ser ilustrativos; tediosos casi siempre, cómo no. Y nunca ¡nunca!, concluimos los debates con acuerdos por aclamación. Debatimos sobre qué hacer mañana, a dónde ir, cómo desplazarnos, dónde dormir… Y cuando estamos ya hartos de enredar con el discurrir cotidiano del viaje, nos relajamos hablando de política que al final embarulla más aún la reunión a la mesa.
Lo bueno es que, cuando nos levantamos de cenar, todo sigue igual y volvemos al hotel como si no hubiésemos discutido, celebrando un día más de viaje y dispuestos a enfrentarnos con el ruido y el psicópata asesino.
(Continuará)
Como se notas que estáis por las tierras de García Márquez
¡Buen día! Me he incorporado a este viaje, de forma virtual, a través de tus excelentes crónicas. Gracias, Joaquín. Llevo a Colombia en mi persona de secreto, porque existen antecedentes de mi apellido en Coveñas, cerca de Tolú, en la costa caribeña, lugar que dicen paradisíaco y que sigo estudiando a fondo en relación con su mal llamado “descubrimiento”.
Os deseo el mejor viaje posible, con su realismo mágico dentro. Abrazos.
Colombia es todo Macondo.
La comida no se….
Gracias, Joaquín. Te sigo