En la fachada de su casa refugio, la pintora y ceramista Omaira ha dibujado un árbol de grandes proporciones; un indicador perfecto para llegar a su hotelito. Delante está esperándonos Antonio, don Antonio a partir de este momento. Así podremos distinguirlo de los otros dos Antonios (el Conseguidor y el Estoico) que llevamos en el grupo. La furgoneta que ha traído, una Mercedes Benz, tiene un “aspecto” impecable, 18 plazas y un amplio maletero en el que cabe con holgura el equipaje. Don Antonio tiende a obeso, fortachón, rechoncho; es grandote, ronda los 40 años y ha engendrado 7 hijos ¡siete ya! con un par de mujeres. Y aún engendrará alguno más, supongo, pues, por lo que cuenta y observamos en el tiempo de viaje que compartimos con él, no da puntada sin hilo.
Tras las presentaciones de rigor y sentida despedidas de Omaira (que antes de partir nos enseña su casa y sus trabajos artísticos) abandonamos la ruidosa Bogotá hacia Villa de Leyva. Tenemos por delante 165 km a recorrer por la nacional 55 y la ruta 60.
Dejamos atrás la mega ciudad de Bogotá para adentrarnos en una orografía en continuo sube y baja. Pueblos pequeños, granjas y, por lo que se ve a primera vista, un mundo rural todavía en desarrollo. Las tres horas de viaje previstas resultan más de cuatro pues nos lo tomamos con calma. No hay demasiado tráfico y don Antonio conduce despacio, con prudencia. En el desvío para tomar la ruta 60 hacia Samacá, kilómetros antes de Tunja, nos detenemos en el arcén para comprar melocotones, recién cortados del árbol, a una campesina; tienen el sabor recio y dulzón de aquellos que, escasamente maduros, comía de niño en el pueblo.
A la caída de la tarde llegamos a Villa de Leyva. Enseguida se comprende por qué estamos aquí; que no es sólo para hacer senderismo en el Parque Nacional de Iguaque, sino, principalmente, por la singularidad y belleza que encierra la villa. Es como si el tiempo se hubiera detenido y las casas, levantadas cuatro siglos atrás, estuvieran en hibernación. ¡Todas se parecen! Muchas han sido restauradas conservando la forma y sabor colonial. No tienen más de dos alturas y lucen aún las jambas, dinteles, rejería, aleros y aquellos viejos portones de madera.
La casa que reservamos ayer está cerrada a cal y canto. Llamamos por teléfono y la chica que contesta al otro lado del hilo dice que viene a buscarnos para conducirnos al hotel Las Palmas, un caserón restaurado, recién inaugurado como hotel.
Ya se sabe que lo nuestro es resolver sobre la marcha, ya sea alojamiento, traslados, o qué hacer cuando llegamos a un lugar… Gestionar la indecisión y las dudas nos ocupan nuestro tiempo. Pero lo tenemos asumido; es nuestra forma de viajar. Asimismo, aceptamos que ese constante discernir, dudar continuamente o disentir sobre un hecho o una situación, como si cada uno de los diez que conformamos el grupo estuviese enredado en su propia madeja, forma parte de nuestra aventura. Podemos enfrascarnos varias horas con argumentaciones bizantinas antes de tomar la decisión más peregrina o hablar cuatro o cinco a la vez, pero aceptamos que esta es la argamasa que sustenta nuestra forma de andar por el mundo; es la forma de ir de la ceca a la meca sin alterarnos. A cambio de ese tiempo empleado en poner orden y dar luz a mil galimatías, gozamos de absoluta libertad para que cada cual haga lo que le plazca, ir dónde quiera y cómo quiera y… no por eso el grupo se rompe o alguien se enfada. Puede que nuestra experiencia viajera desde fuera se imagine agotadora; confusa desde luego –y a veces lo es, claro–. Pero tenemos asumido que funcionamos así, y a la larga nos compensa. La alternativa, si se desatara el conflicto, es agarrarse a la filosofía del pez: sangre fría y que lo que no te guste te resbale.
Una vez instalados en Leyva nos dirigimos, caminando, por la calle 13, al centro del pueblo. Ya choca al andar ese empedrado tan vasto de enormes adoquines gastados por el paso de los siglos, así como esas casas encaladas, congeladas en el tiempo, coronadas por grandes aleros para protegerse de la lluvia, que aquí es abundante. La llegada a la Plaza Principal (en España sería la Plaza Mayor) nos arranca un ¡oh! de asombro. Ni es monumental ni hermosa, ni los edificios y portales que la encuadran tienen demasiada gracia. Pero la visión de su extensión infinita y esa soledad que, parece, la envuelve, encerrada entre casas tan pequeñas, choca. Sus más de 14.000 metros cuadrados la convierten en una de las más grandes de América.
Resulta inevitable plantearse por qué es tan grande. ¿Para contar con un espacio suficiente en los días de mercado? Uno la imagina a rebosar, en los orígenes del pueblo, allá por 1572, cuando nativos y colonos acudían a la feria a comprar y vender sus productos. Tal vez fue el ejército conquistador el que diseñó así el recinto para sus paradas militares. O puede que fuera la Iglesia, con su poder y legión de curatos y monjes, la que incitara a la autoridad fundadora de Leyva a dejar este inmenso recinto en medio de las casas para, en los días grandes de fiesta, honrar al Dios de todos, mientras, a fuego y con espada, se expulsaba a los dioses autóctonos. Aun así, la plaza es demasiado grande; tanto que cuesta imaginársela llena.
También puede que sea el rustico empedrado lo que hace que se vea como espacio extraordinario. O por esa fuente que hay en medio, tan sola y tan triste; sin adornos; con sus caños y abandono. En fin, quizá sea un compendio de todo lo que provoca que el lugar atraiga como un imán. Mas sea como fuere, la primera visión que tienes al llegar a la Plaza Principal de Leyva nunca la vas a olvidar
Para nuestro gozo, no hay casi turismo estos días en el pueblo; es temporada baja. En temporada alta, imagino, aquí no debe caber un alma más. La gran mayoría de viviendas están habilitadas como aposentos turísticos. Leyva se asienta en un terreno llano, a 2.160 metros de altitud, al pie de la montaña que forma parte del macizo de Iguaque en el que la cota más alta supera los 3.600 metros. Hasta aquí habíamos venido, precisamente, para trepar por esos montes, pero acabamos de enterarnos de que el acceso está prohibido por riesgo de incendios.
No hay problema, se cambia de planes… Decidimos hacer senderismo por el desierto de la Candelaria, unas montañas peladas con cumbres de 2.600 metros, que no nos quedan lejos. Don Antonio, nuestro complaciente conductor y siempre sorprendido por nuestra forma de ser y de actuar, pues, según dice, no tuvo jamás viajeros a su cargo tan extraños (por no llamarnos raros, supongo, o cosas peores), nos acerca al pueblo de Sáchica, donde empieza la ruta que hemos elegido. El sol le pega fuerte. No hemos comenzado a caminar y ya estamos sudando. Cuando le explicamos qué vamos a hacer, no se lo cree. Señalando a las montañas que tenemos enfrente, le rogamos que, en unas cinco horas a lo sumo, debe recogernos en el pueblo de Ráquira, que queda al otro lado. Acepta sonriendo, pone cara de pillo y se da la vuelta. No nos cree.
Iniciamos la travesía por un camino tosco, polvoriento, entre invernaderos abandonados y montañas de barro; justo al lado de una de ellas, hay un par de fábricas de ladrillos en plena actividad. A medida que el valle se aleja, el terreno es más inhóspito. No se ve ni un árbol. Plantas espinosas, cactus y laderas resbaladizas es todo lo que tenemos por delante. Cuando al fin alcanzamos la cumbre caminamos por las crestas un buen trecho antes de descender hacia Ráquira. De improviso, en medio de la nada, nos topamos con El patio de las brujas, un lugar sorprendente. Algunas inscripciones en arcilla explican que es un observatorio astronómico.
En una especie de era circular, once tótems, de dos tamaños distintos, con forma de falo, conforman un anillo en torno a un tótem principal en el centro. Los tótems mayores marcan la salida del sol durante los solsticios y equinoccios, mientras los menores miden los ciclos de la luna. Todos los tótems aparecen decorados con iconografía prehispánica. También hay una mesa con algunas inscripciones representando los conjuros de las brujas. Y una explicación para los que, como nosotros, caen al azar por allí que, más o menos, dice así: “Cuenta la leyenda que las brujas se reunían aquí por las noches, encendían grandes hogueras y bailaban hasta el amanecer. Si alguien se acercaba lo perseguían hasta echarlo. Al concluir el ritual, con las primeras luces, la tradición oral asegura que se veía al diablo alejarse del lugar a lomos de una mula”.
Oliéndose el negocio del turismo, supongo, un avispado lugareño ha levantado una cabaña a escasos metros del “altar” de las meigas, donde dispensa bebidas frescas. Hacia allí nos dirigimos ya que es la hora del almuerzo. Junto a la cabaña ha levantado un chamizo sostenido por cuatro palos mal puestos y una loneta a fin de resguardar a los viajeros que se acerquen del sol que achicharra. Nos recibe sonriendo. Le compramos cerveza fresca y otras bebidas espiritosas como seven up.
Bebemos hasta agotar las existencias del extraño tabernero que nos sorprende por su extraña honradez: nos cobra menos por las bebidas que si las estuviésemos tomando en el pueblo. Quizá sea hombre místico… O, por qué no, la encarnación del mismo Lucifer que quiere emborracharnos; de aquel diablo-macho que, tras las noches de aquelarre, regresaba a su casa en el infierno a lomos de una vieja mula… ¿Quién sabe?
Mientras damos cuenta de las pitanzas, dos perros sarnosos y hambrientos, propiedad del incalificable tabernero, merodean angustiados, buscando entre nuestras piernas. No nos quitan ojo; a ver si se nos cae la comida o le damos una porción de rescaño. Están muy descuidados y, como digo, hambrientos. ¡Seguro que son dos demonios! Puede que no… Puede que sean solo perros, pues tienen aspecto miserable y la imagen de pasar más hambre que el zagal del Lazarillo.
Aquí, en la cabaña del brujo, junto al altar de las meigas, estamos muy a gusto; dan ganas de quedarse. El tiempo de refrigerio, la pausa en la ruta y la bebida, nos devuelven la alegría y nos reconfortan de la travesía que hemos hecho por el erial del desierto de la Candelaria. Pero tenemos que partir, que don Antonio nos aguarda… Reemprendemos la marcha; ya nos queda menos. ¡Y todo el camino es cuesta abajo! Nada más partir me encuentro con una moneda de 100 pesos en el polvo, un hecho que interpreto como un regalo de las brujas que, sin duda, me quieren… Que para eso uno es algo brujo también.
Al fin alcanzamos el valle y con él las huertas y foresta; y un buen camino de tránsito. Circunstancia que da pie a que algunos proponga llamar por teléfono a don Antonio para que se acerque a recogernos. Son pocos kilómetros los que faltan para el pueblo, pero la verdad es que, para ser el primer día de senderismo, ya hemos hecho bastante. Además, el bochorno nos hunde; no tiene ninguna gracia, pensamos, caminar por llano.
Ráquira es un municipio de unos 14.000 habitantes, dedicado, casi en exclusiva, a la artesanía en general y, en particular, a la cerámica. Al llegar nos sorprende por el abigarrado decorado de sus casas y la abundancia de objetos y abalorios que ofrece a los turistas, tanto dentro como fuera de las tiendas. Está considerada la capital artesanal de Colombia. Sus afamados artesanos sobresalen por los trabajos en arcilla, tejidos de sacos, canastos, vestidos, hamacas, alfarería…, todos de una gran belleza y colorido.
Recorremos sus calles, tomamos un refresco, y, en mi caso, visito la iglesia situada en la plaza mayor. A la puerta hay un bando del cura párroco Segundo Arnulfo Pérez Núñez, quien denuncia que “personas inescrupulosas ingresaron en el cementerio del municipio violando diferentes bóvedas sin tener clara la pretensión de dicha conducta”. Luego, continua el escrito, el señor párroco amenaza con el peso de la ley a los infractores, al tiempo que pide “a quien sepa algo” que lo denuncie.
La gastronomía, hasta ahora, ha consistido en tomar sopas o carnes a discreción. Todo muy abundante y sabroso. Las sopas son como la pócima del druida Panoramix, algo mágico y nutritivo, en las que cabe de todo. Y cuando digo todo es todo: desde las verduras más comunes a las más extrañas, carnes o pescados, vísceras, culantro… o frutas. Una especie de brebaje que está la mar de gustoso; hay que reconocerlo. Entre las más famosas sopas están el ajiaco santafereño, el guandú, el mondongo, el sancocho o el patacón; todas ellas ricas y abundantes en condimentos e ingredientes que hace que se tomen casi como plato único. Prácticamente, si uno acaba la cazuela en la que sirven cualquiera de estas sopas va listo, no necesita comer más.
Para celebrar la despedida de Villa de Leyva nos concedemos un homenaje en el restaurante Arcadia, situado en los soportales de la Plaza Principal, cuya visión del recinto me sigue fascinando. Sopas, pasta, ceviche, pizza, pescado a elegir entre trucha o mojarra… Y todo ello regado con cerveza, que la preferimos al vino, sobre todo porque hace mucho calor. Música en directo, ¡ay, cuanto ruido!, y precios europeos al pagar, si comparamos lo que nos cuesta la cena con el poder adquisitivo de media que tienen en Colombia
Nos retiramos temprano a descansar; no se olvide que hemos estado todo el día caminando por la montaña. Cuando en la recepción del hotel solicito la llave de mi habitación, la recepcionista, ofreciéndome una sonrisa que le ilumina la cara, me dice, respondiendo a mis “buenas noches”, “Buenas noches también para usted. Que descanse su merced”. No puedo menos de volverme y decirle “¡Qué bello lo que me acaba usted de decir, es como hacerle un homenaje a la lengua! Sabe, en España este español ya no existe, no se habla. Pero, aquí, ustedes nos hacen continuamente regalos al recordarnos esas viejas y hermosas palabras. Bueno, feliz noche para usted también”.
Subo lentamente la escalera, sonrío feliz.
(Continuará)
Siempre me alegras la tarde o la mañana! Un placer leerte!
Parece que llevo hasta la mochila.
Gracias.
Explendido, mágico, Joaquín