Vista desde el aire, Bogotá se desparrama a 2.625 metros de altitud por una llanura encerrada entre montañas. Los barrios gatean por las laderas; los de la gente pudiente, entre los boques; los barrios más pobres, sobre cerros pelados… Bogotá cuenta con 7,1 millones de habitantes según el padrón municipal de 2018.
Tomamos tierra a la puesta del sol. Nos recoge una furgoneta, según lo acordado previamente con Casa Candilejas. Apenas cabemos en ella. Somos 10 personas con maleta y mochila o con dos mochilas cada una. Parte del equipaje lo subimos a la baca. Hace mucho calor; la humedad nos envuelve como un manto mojado. La camioneta avanza deprisa pues es sábado y hay menos tráfico. Circulamos por una autovía paralela al carril por el que discurre el Transmilenio, un sistema de transporte colectivo de autobuses articulados que funciona como una línea de metro.
Casa Candilejas remata la esquina de una calle en cuesta; los edificios de su entorno son vetustos; algunos tan viejos que se caen; otros lucen enormes desconchones adornados con grafitis. Pero apenas unas cuadras más abajo se incrustan en la línea del cielo rascacielos de colores sembrados al azar.
La entrada al hotelito aparece protegida con reja de hierro y un código electrónico; como los contadores de agua y luz, incrustados en el zócalo, que también están cerrados con candado. Varios escalones descendentes dan paso a la recepción. Nos recibe Evangelina, seria y mustia, ausente, como si estuviera convaleciente de un mal día; nos pide el pasaporte.
Tras el registro pertinente y reparto de habitaciones (aceptamos lo que hay sin poner ninguna pega) algunos salimos a comprar agua y fruta, yogures en una tienda cercana. Dos plátanos, 2.500 pesos; la misma cantidad para el yogur o por una botella de agua. Total: 7.500 pesos que una chica tatuada nos carga en la tarjeta. Sonriendo, descubrimos (ante los “miles” desembolsados) que 1 €, al cambio, equivale 4.250 pesos. Sospecho que vamos a pasarnos el viaje contando fajos de billetes como si fuéramos avezados traficantes.
Aunque nos estamos muy lejos de “la fiebre del sábado-noche” bogotana, nadie, en el grupo, tiene ganas de salir a descubrir el jolgorio sabatino que nos llega a oleadas desde el centro de la ciudad. Para nosotros son las cuatro de la madrugada (diez de la noche hora local) y el cuerpo nos pide descanso.
Comparto habitación con Pepe. Un espacio austero, sin decoración ni adornos. Ni siquiera hay un espejo. Apenas quedan libres un par de rincones para dejar las mochilas. Además, en nuestro caso, el baño está en el pasillo. Mas, ahora, solo pensamos en dormir.
Me despierta una pelea. ¡Qué bronca! Me restriego desconcertado los ojos sin saber en dónde estoy. Por la ventana, desnuda de cortinas, observo que está amaneciendo. Los insultos arrecian. Gritos y amenazas me llegan por el patio. Él agrede a ella. Restallan las frases obscenas y ella le replica enumerando las ofensas. Alguien le tira al contrario un objeto contundente, metálico; tal vez lo que estalla es una lampara. Y de fondo, música: puro vallenato. Esa nube obscena que disimula la violencia… “¡Te voy a matar, puta!”, oigo claramente. Luego, ráfagas de frases con carga de veneno, rugidos, alboroto de tormenta; también, quizá, más golpes; muebles rotos. Un portazo.
Como Casa Candilejas no sirve desayunos y amanecemos muy temprano, subimos a la terraza, donde hay una cocina. Con los restos de comida que nos queda del viaje y unas bolsitas de té, montamos un pequeño refrigerio. Porque en Bogotá, nos han dicho, los domingos no se vive hasta las nueve por lo menos. ¡Y son solo las siete de la mañana! Entretenemos ese tiempo discutiendo sobre qué haremos hoy. Ocasión que aprovecha Evangelina, la portera de noche, para subir a aleccionarnos. “Tengan ustedes mucho cuidado con los robos. A una pareja brasileña la atracaron aquí mismo. A él lo cogieron por detrás y le clavaron un cuchillo en la garganta. Y no hace ni un mes que, a unos franceses, también cerca de aquí, les pincharon en la tripa para robarles. Les quitaron todo lo que tenían”.
Mudos, catatónicos… Así es como nos deja. Petrificados como la esposa de Lot, Edith, a la que Dios convirtió en sal por atreverse a ser curiosa. Pues sí… Un poco de mala leche si que tuvo el día de marras el Todopoderoso. A ver quién se atreve ahora a salir a la calle después de lo que ha contado Evangelina. Y menos con mochila y una cámara de fotos a la vista. ¡Qué horror! ¿Acaso Bogotá es una ciudad sin ley?
El alegato de la agria recepcionista (agria, con razón: gana 10 € al cambio, nos dice, por 16 horas de trabajo) cae sobre nosotros como ducha de agua fría. No puede ser cierto su augurio, ¡qué carajo! Puede que la explotación que padece la haya trastornado y, en su afán de ayudarnos, se haya excedido en el relato. Pero la calle nos llama… Que pase lo que tenga que pasar. Detrás del miedo está el mundo, ¿no? Pues eso… ¡Allá vamos! Eso sí, uno mira a todas partes por si acaso; como si en la cabeza llevase un periscopio.
Son las 8,30 y la ciudad aún ronronea como un gato adormilado. O eso nos parece. Nos sorprende la presencia policial por todas partes mientras buscamos un lugar para cambiar euros por pesos. Pero todo está cerrado a cal y canto todavía. Hasta que, preguntando, preguntando, encontramos una casa de cambio. ¡Somos millonarios! Los fajos de billetes abarrotan los bolsillos.
Al fin la ciudad se despereza. ¿Qué hacer? Tras un nuevo desayuno más copioso en un kiosco en el que hay café caliente y diversas empanadas recién hechas, decidimos subir al Monserrate, una de las cumbres que rodean Bogotá por el este. Allí, a 3.152 metros de altura, se halla uno de los santuarios más famosos de Colombia. Para alcanzar la cumbre a pie tenemos que salvar un desnivel de más de 500 metros o, lo que es lo mismo, sortear los 1.605 escalones repartidos a lo largo de 2.350 metros de rampas y escaleras. Sin duda es un desnivel considerable, máxime cuando acabamos de aterrizar en la ciudad y aún no estamos aclimatados.
El resultado, como era de prever, es que nos cuesta la misma vida llegar hasta arriba. Rampas y escalones se suceden hasta hacerse interminables. Y, encima, coincidimos con tal marabunta de gente que la sensación de asfixia aumenta. La autoridad municipal ha invitado, hoy, a subir a quien lo desee y los bogotanos le han tomado la palabra masivamente. Si ayer, sábado, la propuesta fue de una carrera para atletas, hoy el recorrido está abierto a todo el mundo. La impresión es que uno avanza apretujado, como en la maratón de Nueva York a su paso por el puente de Brooklyn. ¡Cuánta gente!
El evento para muchos, además de ser un reto, tiene un marcado acento religioso y, como es lógico, una parte de aventura. Una ingente masa de cuerpos avanza lentamente. Ninguno de nosotros se había vista jamás rodeado de tantas almas subiendo una montaña. Asombra el espectáculo. A cada paso hay un puesto improvisado de bebidas, comida, frutas. El vocerío, la música y el ruido nos aturden. Como en un Babel moderno, buhoneros y embaucadores, charlatanes y animadores, se desgañitan; los amigos de lo ajeno están ahí al acecho, dispuestos a aprovechar cualquier descuido; santones y milagreros hacen lo que pueden para convencer a los incautos; mendigos y vendedores de exvotos también tienen su sitio para pedir o hacer su agosto; hay peregrinos de buena fe que sufren subiendo descalzos; y mucha gente más que se asfixia… Pero, sobre todo… son las parejas y los grupos de jóvenes los que avanzan como pueden, con la lengua fuera… Una humedad asfixiante nos envuelve mientras cae el sol a plomo; es mediodía.
Cuando, al fin, alcanzamos la iglesia –¡gesto heroico y triunfo para ser nuestro primer día en Bogotá!– ya tenemos claro que no bajaremos andando. Lo hacemos en el funicular que desciende por un túnel increíble esculpido en la roca maciza; también puede bajarse en teleférico.
Nada más abandonar el entorno de “la fiesta Monserrate”, negociamos con un taxi para que nos lleve al popular Paloquemao, un mercado enorme, gigantesco, en el que dicen que hay de todo. En los mercados, ya se sabe, se retratan las esencias de un país: no solo es un escaparate global de sus productos (frutas y verduras, carnes y pescados, especias y flores… Sí, flores. Colombia es el segundo exportador de flores del mundo, después de Países Bajos, con 2.100 millones de € anuales de ingresos) sino que se ve la idiosincrasia y talante de sus gentes, me parece a mí.
Almorzamos en Carnívoro, un restaurante en el que el asado de carne al horno es el plato principal, exageradamente abundante en este caso. Menos mal que la carne está muy tierna y se deshace en la boca, que si no… ¡menudo despilfarro culinario! Tal era la cantidad.
Abandonamos satisfechos el local y, para aligerar un poco el cuerpo, decidimos regresar andando al centro, a “nuestro” barrio Candelaria, el corazón de Bogotá. Pero el camarero que ve la dirección que tomamos… sale corriendo y nos avisa: “No, no… Por ahí no. Ni se les ocurra regresar por ahí, que les atracan”. Nos paramos, nos miramos, damos media la vuelta y tomamos un taxi.
Recalamos en la calle Real, peatonal, que conduce a la catedral, en la plaza de Simón Bolívar, centro histórico de la vieja Bogotá. Tal es el gentío, que apenas puede darse un paso sin tropezarse con alguien o con un chiringuito. Decenas de puestos por todas partes…. ¡La ciudad es toda ella un gran comercio envuelto en un insoportable vocerío, música y ruido! Pero, aun así, es tentador pararse ante los puestos más originales; aquellos en los que te ofrecen las frutas más exóticas; utensilios y figuras de artesanía; bisutería y joyas; hierbas e infusiones para tomar ahí mismo… Hasta hay un joven escribano que, a la carta, ofrece su sapiencia y “un poema por limosna”, según reza en el cartel que ha colocado en el suelo. Un poema de amor, supongo, que aquiete el dolor del corazón si se tiene mal de amores. Algo, el amor, de lo que el mundo anda un tanto necesitado. Y, él, fiel amanuense, como paloma mensajera portadora de la dicha y buenas nuevas, tecleará, en un pispas, en su archi vieja Olivetti, el elixir hecho a base de palabras que calme los tormentos en el corazón enamorado.
Perderse por las calles y “carreras” del barrio de la Candelaria es penetrar por el túnel del tiempo. De pronto, la estampa de las casas te trasporta al pasado; es como si entre sueños regresaras a los días de conquista y descubrimientos; a aquel mundo de aventureros que llegaron sin saber muy bien a qué; a duelos y pasiones, a retos de hidalguías y a apellidos de abolengo… Caminar por esas plazas recoletas, esas cuestas… es vivir vicisitudes de monjes y curatos con la cruz por delante tratando de convencer a los nativos de las bondades de su Dios. Todo aquel mundo del que todavía, allá, en España, se habla y se refiere a “la conquista de las Indias” se condensa aquí, en esta barriada. Casitas de una o de dos plantas, muros enmohecidos, rotos y apuntalados, plazas que evocan a lo más rural y viejo de la península ibérica.
Mientras tomamos un café con un pastel conocemos a Omaira, pintora y ceramista, dueña de un hotelito que está “no muy lejos de aquí”, dice, al que llama La casa del árbol. Conversamos largo rato y se ofrece a gestionarnos el transporte para salir de Bogotá, mañana, lunes. “Trataré de conseguiros una furgoneta suficientemente amplia y a buen precio”, anuncia, sonriendo. Aceptamos. María Dolores toma nota de su dirección y teléfono mientras ella se queda con el nuestro para mantenernos informados de las gestiones que va haciendo. Aunque no es muy tarde aún, pero cansados de callejear todo el día y asimilando aún la “escalada” al Monserrate, nos retiramos al hotel.
El lunes, tercer día del viaje si contamos el traslado de Sevilla hasta Colombia, amanecemos animosos. No tenemos demasiado interés en permanecer en esta megaciudad abigarrada y sometida por el ruido; queremos irnos ya, al mediodía. Pero antes nos echamos a la calle a recorrer el barrio viejo otra vez; ese enclave primigenio en el que Gonzalo Jiménez de Quesada decidió el 6 de agosto de 1538 fundar la villa de Santafé de Bogotá.
Nuevamente nos invade la nostalgia y esa sanción de haber regresado al pasado. Si ayer, domingo por la tarde, la estampa era festiva, esta mañana de lunes todo se ve natural y más auténtico. La gente se para a conversar en las aceras y placitas mientras toma su “tinto” (un café) y hace tiempo para subir la cremallera del pequeño negocio. Es la vieja Candelaria, ese barrio que nació al abrigo de la montaña. Desde aquí, ahora, mirando a abajo, la gran urbe es una masa enmarañada de rascacielos hasta perderse en el horizonte.
Omaira nos informa de que tiene ya el transporte que queremos… Quedamos en vernos al mediodía. Mientras tanto recorremos avenidas y visitamos los mercados. Los “templos” del café (“arte y pasión por el café”. “Escuela de baristas”, reza ostentoso en algunos ventanales) son esos locales añejos que celebran el ritual de tomar un café como ofrenda hecha a los dioses. Hay tantos “pongos”, objetos inútiles y artesanía por todas partes que no deja de asombrarnos. ¡Es imposible que todo lo fabricado se consuma! Se me ocurre pensar que, si por un golpe de magia desapareciesen los objetos y quedasen solo las personas y edificios, tendríamos una visión apocalíptica porque solo se vería, mirásemos a dónde mirásemos, un laberinto de agujeros, túneles y esqueletos, infinito y tenebroso.
Somos lentos, nos movemos a paso de tortuga. Somos diez y cada uno se distrae con una cosa. Además, hace calor; la humedad aumenta a medida que avanza la mañana. Decidimos irnos ya; encaminamos nuestros pasos hacia La casa del árbol. Omaira nos aguarda.
(Continuará)
Me encanta leerte.
Atrevidos!! Emocione!!
Me encanta leerte. En este caso tu prosa se ha contagiado de ese abigarramiento bogotano y sudo con ella. Tengo un amigo allí. Se la reenvio
Gracias, Joaquín, voy a por la siguiente entrega. Cuanto me gusta que me hagas recordar todo aquello…