Confundidos por la señalización de Sudáfrica, que aún no controlamos, salimos, entramos y volvimos a salir del parking en donde se hallan los coches de alquiler, en el aeropuerto de Johannesburgo, para, al fin, enfilar hacia el norte, en medio de un tráfico intenso, por la autopista N12.
El día se agota. Con el engorro de los trámites para alquilar los coches se nos ha hecho demasiado tarde. El sol se escurre deprisa entre el manto verde de los campos y un cielo azul. La llanura se extiende hasta donde alcanzaba la vista. Los cultivos de maíz se pierden en el horizonte. De vez en cuando, a lo lejos, aparece un silo gigante para el almacenamiento de granos. En otro momento son chimeneas industriales, humeantes, las que llaman nuestra atención. Más allá, una central térmica o las huellas de una mina de carbón nos confirman que estamos pasando por una región minera, rica y activa.
El rosario de camiones con dos tolvas –una de ellas es un remolque– es constante. Van o vienen transportando carbón, a gran velocidad, exhibiendo esa prepotencia que con frecuencia practican los conductores de vehículos de gran tonelaje. Nos intimidan.
Dejamos atrás la autopista N12 para tomar la N4. Pero todo sigue igual. Tenemos todavía por delante varios cientos de kilómetros hasta nuestro primer alojamiento y está anocheciendo… ¡Anocheciendo! ¡Viva la aventura!
Acabamos de llegar a un país desconocido, las señales de tráfico son poco claras y escasas… Nos da igual. En peores situaciones nos hemos visto, nos decíamos. Hay señales de “stop”, por ejemplo, pintadas en el suelo que sólo se ven cuando ya estás encima; obvia decir que ni una señal vertical avisa de que has de pararte en el cruce que apenas se ve. Y, claro, como no estás habituado todavía a mirar para abajo y buscarlas, las descubres cuando ya estás encima. ¡Frenazo!
Pero viajamos felices. Devoramos con los ojos todo lo que se nos muestra aunque no se ven pueblos. El crepúsculo avanza. La autopista, horizontal como una cinta de agua, apenas tiene desniveles: una loma aquí y un barranco allá, son todos los obstáculos que estamos encontrando. El paisaje bien podría una postal de cualquier país verde, en Europa.
Hasta que cae la noche y sólo vemos ya el perfil de las sombras que proyectan las montañas. De repente todo ha cambiado y nosotros viajamos a oscuras; es un decir. Engullimos kilómetros sobre la cinta de asfalto (ahora apenas transitada) bajo un cielo turbio, en un país desconocido y rodeados figuras inquietantes, donde no se ve ni una estrella.
Según Google, recorrer los 326 kilómetros que hay entre el aeropuerto de Johannesburgo y Nelspruit, donde tenemos previsto dormir, cuesta 3,30 horas. Pero nosotros hemos rebasado ese cupo de tiempo y aún estamos lejos. Calculamos que emplearemos una hora más por lo menos. De hecho, al llegar a Fisheagle Hawkshead, la casa rural que hemos alquilado para pasar la noche, las manecillas del reloj en el móvil clavan las diez.
Afortunadamente existe Internet. ¿Como podríamos viajar antes, cuando apenas contábamos con un mapa, en el mejor de los casos? Entonces cada paso que dabas te costaba mil pesquisas, dudas, vaivenes. Pero con Internet todo es relativamente fácil ahora: después de varios giros y un par de comprobaciones, en una noche cerrada como boca de lobo, llegamos sin ningún contratiempo al complejo turístico donde nos aguardaba la cama.
Nos recibe un jardín tropical apenas alumbrado, exuberante, con grandes plataneras y árboles gigantes y extraños (quizá por la fantasmagoría que provocan las sombras que pinta la luz mortecina que alumbra el complejo). La dueña nos entrega las llaves y, sin más pormenores que merezcan reseñarse, nos repartimos, contentos, las viviendas y nos vamos a dormir.
No sé a qué hora, pero la lluvia me despierta aporreando en el techo de la habitación. Un repique de golpes, como si se tratara del diluvio, rebota, atronando, en el tejado de hojalata. Lo primero que pienso en la confusión del desvelo es: “¡Qué mala pata!”. Me invade una sensación de catástrofe. El ruido es tan ensordecedor que es como si el fin del mundo hubiese irrumpido desde el cielo. La tempestad la tenemos encima, concluyo.
Como yo, mis compañeros, desconcertados por la intensidad de la borrasca, amanecemos temprano. ¿Qué estará ahora pensando El estoico, que días atrás nos comentaba por Whatsapp que en los dos meses que llevaba en Sudáfrica no había visto caer ni una gota? “No hace falta que traigáis paraguas, ni chubasquero. Con un pantalón corto y una camiseta es suficiente”. Menos mal que no le hemos hecho caso. Como somos montañeros sabemos que uno puede encontrarse de todo cuando transita por la naturaleza.
En el desayuno compartimos chucherías y los restos que el perro-policía había buscado con ahínco en los equipajes y no supo encontrar. Lo completamos con una docena de huevos que nos proporciona la dueña de los alojamientos.
Y ahora sí, el viaje de verdad empieza aquí. Sentados en el comedor, a la mesa, compartiendo lo que cada uno ha guardado de la cena y desayuno servidos por la TAAG (zumos, bollos, pastelillos, etcétera) mientras entablamos la primera gran discusión, en una tormenta de opiniones, sobre qué hacer “con el día como está”, cuándo ponernos en marcha… ¡Que acabamos de empezar nuestro gran viaje por Sudáfrica! Es decir, nos vamos soltando y empezamos a cuestionárnoslo todo, incluida la gestión del dinero. ¿Mejor hacer un fondo o que cada uno disponga de su peculio como quiera? A la hora de pagar, ¿con tarjeta o en efectivo? La comida, ¿se compra cada uno la suya o hacemos una compra común?
Este debate celebrado bajo el techo de latón torturado por la lluvia torrencial lo repetiríamos en días sucesivos, muy a menudo, hasta hartarnos.
Pero, como nos conocemos más que suficiente, nadie se sorprende; y menos se enfada. La discusión forma parte del ADN del grupo. Cualquier propuesta o desatino se acepta con naturalidad. Se discute apasionadamente cómo podría discutirse de fútbol, de política o del sexo de los ángeles; el acaloramiento o el tono no importan. Luego, cada uno hace lo que le da la gana.
La lluvia sigue siendo intensa y no percibimos señal de que vaya a cesar.
Es nuestro primer amanecer en Sudáfrica y el país nos regala la mañana más lúgubre y triste que uno pueda imaginarse. El cielo encapotado y el día casi oscuro apuntan a una jornada de caos. Sin embargo, observo que todo el mundo está tranquilo. Somos espíritus libres que viajamos sin miedo. Porque sabemos que sólo si se acepta que en un viaje puede suceder cualquier cosa, además de que no hay nada que no pueda cuestionarse, será capaz el viajero de llegar a donde se proponga.
Como hemos “aterrizado” de noche en el lugar, no tenemos ni idea donde estamos. Todo lo que se ve, entre la manta de lluvia, al abrir las ventanas es un bosque.
De pronto aparece un charco en el salón… ¡Reaccionamos! El agua está entrando por la chimenea y este detalle nos devuelve a la realidad. ¡Hay que irse! Nos ponemos en pié y decidimos salir y desafiar al temporal.
Cerramos las maletas y, como si luciera un sol espléndido, bromeamos mientras nos disponemos a partir. Mi obsesión por no olvidarme de nada me lleva, una vez más, a explorar cada rincón de la habitación antes de cerrar la puerta. Gracias a esta manía, Alfonso, El explorador, recupera un par de prendas que ya se dejaba en el armario. Pipi Calzaslargas, en cambio, olvida una sudadera, a la que le tenía un cariño especial, según dice, que ya no volverá a ver. La vida es así; pasan cosas.
Arrancamos. ¡Diluvia! Desde la cercana autopista nos llega el rugido de los camiones bramando por la N4, la ruta que hemos de seguir durante algunos kilómetros. Menos mal que enseguida giramos hacia la R37, en dirección al norte, porque el tráfico intenso y la tromba de agua que no cesa han convertido el asfalto en el cauce de un río; los camiones levantan nubes de agua y de lodo… Pero nosotros dejamos ese infierno enseguida…
¡Ahora vamos solos! Por delante tenemos unos 100 kilómetros a Graskop, donde pasaremos las dos próximas noches. La intención es recorrer algunos cañones si el tiempo nos deja.
Ya más relajados, continuamos en el coche con la conversación interrumpida al partir acerca de “nuestras causas y cosas”. A saber: el tema del dinero, los gastos, cómo pagar o cómo hacerle llegar lo antes posible a quien pague la devolución de la deuda contraída… Porque un viaje con amigos implica cuidar al máximo los detalles; cuidarse mutuamente y ayudarse. Y si se comete un error o una torpeza, no cabe otra que quitarle importancia y, por supuesto, descojonarse de risa.
El paisaje, ondulado, con algún que otro picacho sobresaliendo entre nubes, es de un verde intenso. A un lado y otro de la carretera se extienden, hasta donde alcanza la vista, laderas y valles repoblados de pinos. Por un instante cesa la lluvia, se diluyen las nubes y vuelve la calma. ¿Dónde estamos? Ah, en Sudáfrica. Sí, ¿pero dónde? En ese momento tengo la extraña sensación de estar perdidos en la nada; como si todo fuese irreal; sumidos en una especie de sueño. Llevábamos más de una hora sin ver un solo coche ni rastros de vida humana. De golpe irrumpe otra tromba de agua y el cielo se desploma sobre nosotros una vez más. El coche, que conduce ahora Adolfo, esquivaba los profundos socavones convertidos en charcas. La carretera carece de cunetas y esto la hace aún más vulnerable; las torrenteras vierten su caudal al asfalto. Los baches son trampas que, al menor despiste, harán de las ruedas se doblen como un ocho. ¡Ojo, cuidado!
Nos detenemos a tomar un café y relajarnos de la tensión que la lluvia torrencial nos genera. Estamos en Sábiè, un cruce de caminos. Después de haber pasado dos horas sin cruzarnos con un alma, atrapados en la lluvia y aislados en un paisaje inventado por todo es reforestación, al entrar en la cafetería nos sorprende que haya gente. El local, revestido todo él de madera como no podría ser de otro modo, está a rebosar de turistas almorzando. ¡Ah, es verano!
Todavía no hemos asimilado que es la estación del estío en Sudáfrica y acabamos de llegar del hemisferio del frío; apenas ha transcurrido un puñado de horas desde que dejamos las gélidas temperaturas de Madrid.
Reemprendemos la marcha por la R532, siempre inmersos en el mismo paisaje: bosques y bosques de reforestación. La carretera ahora, aunque sinuosa, tiene un firme aceptable y tráfico escaso. Una parada accidental para un nuevo descanso nos conduce a la sede social de un club de golf. Y aquí, por primera vez, tomo conciencia de lo que luego sería una constante durante todo el viaje: Sudáfrica es dos países en uno… O, si se quiere, un país con dos caras. Es decir, la realidad sudafricana, que constataremos a lo largo y ancho del viaje, empiezo a verla e interiorizarla en este momento: por un lado, los blancos (9,2% de los 60,5 millones de habitantes que tiene el país) son los auténticos dueños aunque estén invisibles. Por otro, los negros y mestizos que representan el 90,8% de la población son los que trabajan e incrementan el PIB (Producto Interior Bruto); también, lógicamente, los que se ven por todas partes.
Nada más entrar al local… percibimos su aroma de rancio. El lugar, que a primera vista se ubicado en un paraíso, exhala el tufillo decadente y añejo. Y eso que el entorno es un vergel, como digo. Un par de green, impecablemente cuidados, están allí mismo, frente a la terraza, para que los socios disfruten del espectáculo mientras almuerzan, beben o hacen las dos cosas. Un cartel avisa, precisamente, del riesgo que se corre si se permanece sentado en esas mesas cuando algún socio practica el arte de embocar una bola en un hoyo. Pudiera ser que el jugador de turno se equivocase y apuntara, sin querer, por supuesto, a donde no debe. En ese caso (y puede que haya ocurrido así en alguna ocasión; de ahí el cartel), sería un buen comienzo para una novela negra, más que pintiparada, al estilo de Agatha Christie… Un golpe, sospechosamente equivocado, del jugador F. Green, al tratar de embocar el hoyo 8, acabó con la vida del Barón von Trothem Hard, mientras tomaba Dry Martini con su amante en la terraza del club de gol Mand Rasol en la ciudad de Graskop.
El golpe resultó ser tan certero que le saltó un ojo, provocándole una hemorragia que ninguno de los socios en ese momento presentes pudo atajar. Ante la tardanza de las asistencias sanitarias, el Barón se desangró lentamente, mientras un camarero negro abanicaba a la amante con una servilleta impoluta, blanca, intentando que volviera en sí del desmayo.
Nada pudo hacerse por la vida del Barón que se desplomó al instante sobre el entarimado de la terraza, dibujando su sangre al fluir, curiosamente, el mapa de Sudáfrica…
Pedimos bocadillos y cervezas –que nos los sirven abundantes aunque no tan pronto– y comprobamos en ese momento, al pagar, que la vida, en Sudáfrica, va a ser, nos decimos, llevadera para nosotros.
El local, decadente como he dicho, está, literalmente, forrado de madera y ornamentos. Los recuerdos se apilan hasta el techo: fotos de hombres blancos exhibiendo sus trofeos, jugando al golf, en una fiesta. También hay instantáneas de algunas ceremonias, bailes incluidos, que todo club social que se precie le gusta organizar. El club es de blancos, pero el personal que nos atiende es negro. Negros silenciosos y amables; extremadamente educados. No sé cómo, pero me acuden de golpe ciertas secuencias de aquel cine americano de la década de los 40 y 50 del siglo pasado en las que aparecen este tipo de clubs; sobre todo, en películas sureños.
Maderas nobles, trofeos por todas partes, ceremonias, puesta de largo de las jóvenes doncellas, bailes de gala en esos cuadros en los que las damas relumbran con voluptuosos perifollos. Y carteles en la terraza, como ha quedado dicho, en los que se avisa al ocioso mirón de que puede perder un ojo a poco que un jugador se despiste y apunte al escote de una dama en vez de al hoyo que tiene delante.
Continuamos nuestra marcha sin otros contratiempos, ya hasta Graskop, dónde llegamos al mediodía.
La casa reservada por Internet es de reciente construcción; de hecho, el jardín y la piscina están aún en obras. El perímetro del muro, de dos metros de alto, aparece coronado por una red de cables, supuestamente electrificados. El edificio tiene un diseño original; es muy espacioso con una distribución singular. En el centro, un gran salón acoge la cocina, el comedor y la sala de estar; todo en un mismo espacio con una sola altura que llega hasta el techo. Mirando al sur, dos grandes ventanales dan paso a la amplia terraza. Y, enfrentadas, al este y al oeste, las habitaciones; dos a cada lado con cama doble y sus baños respectivos.
Una vez instalados, nos desplazamos al centro del pueblo, que no queda lejos. La lluvia ha firmado una tregua. Graskop no tiene gracia ninguna ni aparente entidad; parece un lugar de paso. Los edificios, de una planta, máximo dos, carecen de empaque y armonía. Por la calle solo se ve a gente negra. En el centro comercial, lo mismo. Almorzamos en la terraza de un restaurante autóctono un menú africano a base de pollo a la brasa, arroz blanco con batata, una ensalada indefinible y unas verduras revueltas. Todo en el mismo plato, que regamos con cerveza. Las mesas, de hormigón armado, no hay quien las mueva. Lo sé porque intentamos juntar un par de ellas y resulta imposible. Supongo que es la estrategia del dueño para que nadie tenga la tentación de llevárselas.
Paseamos por el puñado de calles que parecen tener un poco más de vida y ningún atractivo. Abundan, aunque escasos de productos, los tenderetes de fruta; venden aguacates y mangos casi en exclusiva. El supermercado, en cambio, está bien surtido. Es el de Graskop, pero podría estar en cualquier ciudad europea.
El tiempo se enfurruña otra vez y decidimos irnos a casa. Antes, cada uno, hace su compra a capricho. Justo en el momento de ponernos a cenar se va la luz. Le preguntamos a la señora que guarda la casa –vive en un pequeño edificio aledaño– y nos explica que esto sucede a diario. “Todos los días cortan la luz durante dos horas”, dice. Las razones no están claras, aunque en Internet abundan los artículos que hablan de abandono y desmantelamiento de la red eléctrica estatal o de la descapitalización que sufre la misma; también de un exceso de demanda y de la imposibilidad de atenderla. “Hay una Web en la que se puede mirar la hora a la que van a cortar la luz en el lugar en el que te encuentras”, aclara El estoico, que para eso llevaba dos meses en Sudáfrica y está al corriente de lo que pasa en el país; aunque hasta ese momento no nos había dicho nada, por lo que el apagón nos coge por sorpresa.
Efectivamente, la luz vuelve a las diez en punto como había anunciado la guardesa. A esa hora, la mitad del grupo lleva un buen rato discutiendo sobre la felicidad. Tema, como puede suponerse, de difícil consenso y aún más difícilmente explicable. No nos importa tanto el qué, como que cada uno argumente sus porqués y las fórmulas que se aplica a sí mismo para ser más feliz. Pues, sabido es que, mientras para unos la felicidad es algo extraño, inalcanzable, o sencillamente inexistente, para otros es un estado de ánimo duradero, casi permanente. ¿Es un sentimiento? ¿Una actitud de la mente? ¿Un chispazo fugaz que, cuando intentas atraparlo ya se te ha esfumado? ¿Es un deseo? ¿Una forma de enfrentarse a la vida? ¡Ay, la felicidad, la felicidad! Y en estas estamos cuando vuelve a “hacerse” la luz.
El explorador, siempre incansable y contumaz polemista, perro de presa con buen corazón en los menesteres del debate, con variados alegatos aunque no siempre claros, expone sus argucias mientras trata de hacernos comprender su punto de vista que… ahora no recuerdo y, por tanto no puedo aclararos. Lo importante, en cualquier caso, es comprobar que estamos disfrutando del viaje incluso a oscuras.
El conseguidor lamenta haber olvidado la baraja de cartas en Sevilla y se propone conseguir una al día siguiente, aunque para ello tenga que poner patas arriba este rincón perdido al que hemos venido a caer; algo que, os adelanto, logrará. No poner patas arriba el país, sino que conseguirá la baraja. Eso sí, después de mil vueltas. Al fin comprará unos naipes de póker, chinos, de esos de todo a cien, que nos duran lo que dura un suspiro; es decir, a la segunda partida de Continental las cartas están más sobadas que la manta de un albergue, con los bordes pringosos y despegados. Aún así han hecho el oficio. Cuando hemos querido, nos han servido de entretenimiento y desahogo en aquellas noches largas, largas, que siempre suele haber en el viaje como este.
El primer día de aventura, propiamente dicho, todo es nuevo y sorprendente. El temporal que aún persiste invita a quedarse en casa más que a hacer cualquier otra cosa, que es recorrer los cañones para lo que hemos llegado hasta allí.
Graskop se halla a 1.430 metros de altitud sobre el nivel del mar, asentado en una meseta. A sus pies se rompe la superficie terrestre provocando el Blyde River Canyon, de 750 metros de profundidad y 26 kilómetros de largo. En nuestros planes está explorarlo, pero el tiempo no lo quiere así. Una intensa niebla lo cubre por completo. Y cuando parece que el cielo se abre, retornan nuevas oleadas de nubes y más lluvia. Así que ni la tarde que llegamos, ni al día siguiente, podemos gozar de su belleza. Merodeamos siguiendo su perímetro como sabuesos que buscan una presa, nos asomamos a sus abismos; pero no tiene sentido descender a sus entrañas con estas condiciones climáticas. Pero, como somos caminantes por encima de todo, nos cuesta aceptar “la derrota”. Para nosotros es, en cierto modo, un fracaso no poder adentrarnos en él a descubrir sus misterios.
Durante los dos días que permanecemos en Graskop lo rodeamos con los coches, nos acercamos a los miradores señalados en los mapas y, desolados, terminamos siempre dándonos la vuelta porque la lluvia arrecia o porque la niebla es tan espesa que no se ve un burro a tres pasos y lo sensato es desistir. Solo el segundo día tenemos la fortuna de poder adentrarnos en la parte final del cañón un puñado de kilómetros.
Sucede en ese momento en el que el cielo parece descansar y abre una ventana. Estamos al lado del Sendero Belbedere y por él nos adentramos. Vamos a la busca de unas cataratas y otros saltos espectaculares de agua en el río Blyde. Pero cuando estamos en lo más emocionante, atrapados en una tupida selva que desciende hasta el cauce del río, hemos de darnos la vuelta porque comienza a rugir la tormenta de la que ya estamos avisados que viene cargada de lluvia.
Mientras eclosiona decidimos seguir “un poco más”. La niebla empalagosa va y viene envolviéndonos en la selva a la que acabamos de llegar, juega con nosotros y crea un ambiente mágico, irreal, de luz y de sombras. La humedad se hace insoportable. Las nubes de algodón se visten poco a poco con el negro del desastre. Los rayos cada vez están más cerca y los truenos retumban más fuertes. Tres deciden darse la vuelta… El resto avanzamos.
Avanzamos abriéndonos camino entre una vegetación exuberante y troncos retorcidos vestidos con espinas del tamaño de un dedo, lianas, líquenes. Abajo ruge el río. La luz es cada vez más escasa y el camino –es un decir– se retuerce, casi en vertical, entre rocas resbaladizas y fango. Parece que estamos descendiendo a un pozo en el infierno. La oscuridad aumenta, a cada segundo que pasa es más intensa. El negro de las nubes borra el verde de los árboles; la electricidad estática erizaba los cabellos. La expedición se para, nos miramos… Y, y, y… Decidimos darnos la vuelta. Por fortuna, la tormenta se contiene hasta que llegamos a donde hemos dejado los coches.
A la entrada del parque está la cabina en la que hemos pagado por un viaje al fracaso. Pero estamos contentos y nos acercamos al restaurante a comer algo y a las tiendas de recuerdos a curiosear. Creo que es el momento de decir que en Sudáfrica se paga por todo; por gozar de la naturaleza también. Muchos de los parques naturales son privados.
El conseguidor se ha comprado un par de gallinas guineanas muy graciosas que bailan como locas. El negro que las vende le ha contado que con el tiempo ponen huevos. “Ahora porque aún son pollas” creo que le ha dicho– “pero en cuanto crezcan, ya verás, Mzungu”.
(Continuará)
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Nota.- Al final del último capítulo se publicará una amplia selección fotográfica.
Gracias, Joaquín. Un placer…
Joaquín: es una delicia leerte prque haces muy fácil ponerte en situación. Gracias
Fantástico Joaquín!!
Estupendo relató. Muchas gracias
Qué gozada lo bien que cuentas las cosas, talmente me siento compañera de ruta, disfruto desde el sofá como si estuviera, salud y buen viaje
Que placer hacer un viaje por Sudáfrica desde el sillón de la Sala de estar. Esto es posible leyendo las crónicas viajeras de Mayordomo.
La he disfrutado y lo de lad gallinas me ha dejado impactada. Serán las mascotas del viaje? Reserva alimenticia? Dormirán con vosotros? Pronto lo sabré!