Podría ser un guiso, un adorno en una mesa, una experiencia sensorial… Pero es el comercio, el zoco sin más; ese espacio a ambos lados de un camino en el que el aprovechamiento abigarrado sirve para darse unos a otros calor. En el zoco de Baghazha, en la confluencia de varios collados, en las montañas del Rif, todo se amontona en pocos metros. Es curioso, porque tan solo unos pasos más allá, se mire hacia donde se mire, el bosque de alcornoques, de robles y lentisco se expande hasta el infinito solitario.
Pero el ser humano es así y necesita amontonarse, rozarse, olerse. Necesita sentirse cerca y envolverse con el ruido y… ¡oh milagro!, con el manto espeso del consumo que también, ¡también!, ha llegado hasta aquí.
Ahora no es ya como antes, cuando todo se gestaba a pie o en burro; ahora proliferan los automóviles cargados de plásticos y coronados de altavoces que siembran a los cuatro vientos el inmenso placer de supone tener algo, aunque sólo sea una palangana de plástico o un cubierto… también de plástico.
Los huevos, como puede apreciarse fácilmente, son naturales y están «sucios». Y los limones, raquíticos, son del huerto. ¡Ay, el placer olvidado de lo auténtico!