Algunos, en Salamanca, se han “enfadado” con las licencias que el director de Mientras dure la guerra, Alejandro Amenábar, se toma al hacer la película. Miguel de Unamuno sale a pasear en dirección a Zamora y vuelve por el Puente Romano, como si viniera de Cáceres. O se asoma al balcón… y allá, enfrente, está la iglesia de los Dominicos, cuando, en la realidad, verla desde la que fuera su casa es imposible. O se “mosquean” por las inexactitudes históricas… Etcétera, etcétera. Es decir, hay quien confunde el cine con la realidad y viceversa. Pero el cine es otra cosa, o muchas otras cosas: un proyecto personal de creación, la recreación de un instante arrancado de las páginas de un libro, un alegato a partir de un pensamiento, un mundo de insinuación, la expresión de un deseo… Por eso no debemos detenernos demasiado en localizaciones, planos o secuencias.
La película Mientras dure la guerra es un proyecto difícil del que el director, a mí entender, sale airoso. No es fácil narrar una realidad como la que se aborda –un golpe de Estado y el consiguiente inicio de una guerra civil– sin caer en la tentación de escorarse hacia uno de los bandos. Tampoco es fácil evitar el maniqueo, la caricatura o los discursos mesiánicos. Y Amenábar, en este contexto, ha conseguido ese difícil equilibrio exigible a una película que aborda tan compleja temática. Creo que nadie podrá salir de la sala diciendo que el director se ha “cebado” con uno de los bandos.
Y, sin embargo, no obvia la realidad; la narra en toda su crudeza. No necesitamos más planos ni secuencias para saber que hubo asesinatos, violencia incontrolada, ejecuciones sumarias, rapiña, odio a mansalva, irracionalidad, purgas en la Universidad, connivencia de la Iglesia con los golpistas, fanatismo y una especie de obnubilación colectiva que llevó a muchos españoles a dejarse guiar por la sinrazón. Todo esto se insinúa o se cuenta en la película casi sin contarlo; suficiente para que el espectador no se escape y siga ahí, atrapado, hasta el último plano.
Nos cuenta quien era Franco. Nos lo describe tan bien que parece que ha vuelto, que es él, ¡real! Ya desde la primera secuencia en la que aparece –en aquel campamento militar en Tetuán (Marruecos); secuencia que, por otra parte, a mí me parece una de las más forzadas del filme– vemos al futuro dictador –perfectamente caracterizado– como un ser insulso, anodino, que no sabe qué hacer… Y así transita por toda la película –como “no sabiendo qué hacer”– mientras rumia un argumento que justifique su idea de “salvar” a la “Patria”, a España, ¡a Europa!, del diablo comunista, judío, masón… Es decir, su idea es ahora arrancar al país del ideario que encarna el progreso.
Hasta que encuentra ese hilo… Un hilo conductor que le llevará a la “gloria” a partir de la frase de Miguel de Unamuno –“una defensa de la civilización cristiana occidental”–, que Franco hace suya para trazar a partir de la misma un siniestro plan de exterminio de todo español disidente… o que él y los suyos lo consideren nocivo para el porvenir de “su” España.
Francisco Franco no hace nada, más bien aparece en la película como una mosca inofensiva, e incluso indefensa. Pero se ve enseguida que su mente trabaja y maquina, ya, un proyecto de “sanación” para España. Algo que va a tener fácil pues hay toda una corte que le jalea… Individuos que tampoco aparecen en la película como seres infernales, si exceptuamos al bufón Millán Astray, interpretado de forma magistral por Eduard Fernández. Esto le permite –otro de los aciertos de Amenábar, en mi opinión– transitar por la película con veracidad y equilibrio. Condensar en un personaje todos los extremismos y todo lo histriónico que una realidad como la que describe invita a exponer, es otro de sus logros. Amenábar concentra todo lo zafio, vulgar o deleznable en el tuerto-manco Millán Astray, de modo que el resto de protagonistas pueden convivir en el filme con total normalidad, tal como son. De este modo se nos muestra la cara sucia, monocromática, del fascismo enfrentada a una sociedad plural, compleja, herida sí, pero a la vez anhelante de poder seguir avanzando para perfeccionar la II República. El general Cabanellas da alguna pista sobre ello.
¿Y qué decir de Miguel de Unamuno? Él es el eje central, leitmotiv de esta historia. Es más, Amenábar, tengo entendido, empieza a darle vueltas a la posibilidad de hacer Mientras dure la guerra a partir de la situación que se crea en el paraninfo de la Universidad de Salamanca cuando aquel 12 de octubre de 1936, Día de la Raza, el rector vitalicio se enfrenta a una representación de la España fascista encabezada por Millán Astray.
El Unamuno filósofo va y viene por la película como suele irse, en general, por la vida: filosofando, dudando, adhiriéndose a la causa de unos primero y después a la de otros; renegando de todos; abrazando al fascismo y acusándolo acto seguido de abyecto cuando lo descubre real tras la máscara. El actor Karra Elejalde (Unamuno), inquisidor y creativo, quiere entender el comportamiento del pueblo español que expulsa a un rey (Alfonso XIII), se apasiona con una república… para enzarzarse enseguida en luchas fraticidas y acabar entregándose al fascismo. Karra Elejalde es también de los actores que destacan en el filme. Su energía, indecisión, firmeza o certezas, sus dudas, miedos u osadía… Todo lo tiene este Unamuno que conduce al espectador hasta la secuencia final tras la cual los espectadores que llenan la sala la abandonan… enfadados (algunos); muchos, heridos y la mayoría pensativos.
Porque Mientras dure la guerra es una película para pensar. ¿Por qué? Porque después de más de cuarenta años de la muerte del dictador, y otros tantos de democracia, la sensación que se tiene al volver a la luz es que, en lo que al ejercicio del poder se refiere, todo sigue igual… O casi igual. ¿No?