Correcaminos en la cumbre del pico Ventana./ Foto Joaquín Mayordomo
“No me gustan las películas que dan susto”, dijo Maruja. Y nos reímos. Hablábamos de cine, de literatura, de gastronomía… Juan Carlos está hecho un cocinitas. Incluso… –nos cuenta– ha asistido a algunos cursos. “¿Le echáis canela al dulce de membrillo? ¿Hinojo?”, pregunta ahora, indagando. Maruja nos ilustra con detalles de cómo prepara algunos platos. “A mí, a estas alturas, las películas ‘de sufrir’ –recalco al interferir en el tema culinario– tampoco me interesan demasiado”. Pasábamos con soltura de un tema a otro, desenfadadamente, mientras el coche avanzaba hacia el destino.
Trufado de misterios, libros y sabores o asuntos políticos, que de todo cabe en un viaje, el trayecto resulta siempre más entretenido. El plan era subir a la cumbre del pico Ventana (1.298 metros), en el término municipal de Benaoján, partiendo de Montejaque, donde los correkas han quedado para emprender la marcha.
El auto se desliza con sosiego por la A-374; como si el camino se los supiese de memoria. No sirve correr, ya lo decía Constantino Kavafis: “lo que importa es el viaje, no llegar a Ítaca”. A la altura de la Venta de la Vega, tomamos la MA-8403 y el paisaje se vuelve más abrupto, cada vez más rocoso. El día es una luminaria; ni una nube en el horizonte. Las calizas refulgen bajo el sol sobre el manto azulado del cielo. ¡Será un gran día de montaña!
La subida hasta la cumbre resulta bastante asequible y discurre por un sendero que con frecuencia hay que inventárselo; casi sin darnos cuenta vamos cogiendo altura, de terraza en terraza, dejando a la derecha la sierra de Juan Diego; una especie de corona semicircular con impresionantes chimeneas y torreones de caliza que invitan a gatear entre sus grietas.
Si el paso es adecuado… la marcha resulta más cómoda. Pero ya se sabe cómo son estos correkas: hay quien coge carrerilla y no vuelve a mirar atrás hasta poco antes de la cumbre; y los hay que se solazan saltando de risco en risco; pero también están los que en cuanto ven una sima, un obstáculo singular o cualquier otra circunstancia que ponga el reto más difícil… ¡allá van! Es la pasión por la montaña; esa especie de enajenación que se produce en las alturas, cuando, rodeado de espacios abiertos al infinito, el montañero se siente capaz de casi todo y, por supuesto, feliz.
Subimos a buen paso en dos, tres grupos, hasta alcanzar el primer collado importante, a 1.100 metros de altura, para girar luego a la izquierda y enfilar hacia el destino. Nos quedan unos metros… Menos de un kilómetro. Ahí está el Ventana… Una mole de enormes bloques superpuestos, cual fina mampostería, de roca blanca. ¿Y su nombre a qué se debe? Pues… Porque su cumbre, según dicen los lugareños, es un ventanal abierto a los cuatro puntos cardinales. Si por el este queda Ronda, como a un tiro de piedra, y más allá se ve la sierra de Las Nieves en todo su esplendor con el Torrecilla coronándolo, hacia el sur se descubren Gibraltar, el Estrecho y Marruecos: el Jebel Musa y, por encima de las nubes, adentrándose en el país magrebí, el Kelti, con sus 1.926 metros.
Como ocurre casi siempre en este club, la cumbre es ese imán que vuelve a juntarnos a todos. Pero, en cuanto concluye el tiempo de asueto (hacer alguna foto, el almuerzo y la siesta correspondiente) empieza la desbandada otra vez. Aunque no todo el mundo podrá salir corriendo…
A estas alturas de la marcha suele haber personas que acusan el esfuerzo y sus músculos, que se han quedado fríos, “protestan” o se niegan a seguir. Bajar, en estos casos, siempre es un problema y hay que hacerlo despacio. Para evitar en lo posible los calambres –de los que nadie en la montaña estará libre de sufrir alguna vez– se recomienda practicar la prevención. Es decir, beber cada poco tiempo agua desde que se empieza la marcha. Es necesario hidratarse. Y si se toma líquido con sales, algún plátano, chocolate…, mejor. Una recomendación que yo tengo en cuenta es la del suero fisiológico casero: como bebida llevo siempre un preparado de agua con limón, una pizca de sal, azúcar y bicarbonato.
El descenso del Ventana fue tedioso para aquellos que estaban fatigados. Se bajó campo a través, zigzagueando para salvar la verticalidad y saltando entre los arbustos y las piedras. Las aulagas, los lirios, las retamas anunciando la pronta floración que nos habían acompañado durante gran parte del día, volvieron a aparecer una vez descendimos tres centenares de metros. Y como no hay mal que cien años dure, hasta los que venían más exhaustos alcanzaron los Llanos de Líbar, sin más inconvenientes, ya, que la lentitud que les exigía la fatiga. Situados en la pista, todo fue coser y cantar hasta volver a donde nos aguardaban los coches.
En la montaña, después del gran esfuerzo que se hace para subir y bajar, si los últimos kilómetros de la vuelta discurren por un camino cómodo –como ocurrió el pasado sábado– los grupos que se forman comparten el contento, entretenidos, mientras se dan conversación. Atrás quedan el dolor muscular, el miedo a no llegar a la cumbre o a perderse, el agobio que a uno le entra porque cree que “no podrá”, “no podrá…” Aunque casi siempre se puede.
Bajamos a Montejaque bordeando los farallones que habíamos dejado al norte en la subida. Ahora los teníamos al sur, a la derecha. Desde lo alto, en vuelo contemplativo, los buitres nos observaban sorprendidos y pacientes; supongo que estaban pensando en atacarnos si caíamos. No, no tendrían esa oportunidad. Estábamos demasiado contentos como para rendirnos y atender a sus deseos.
Llegando ya al pueblo, apenas a un par de kilómetros, el grupo avanzadilla que salió disparado en la bajada del Ventana se había desviado al norte, a la conquista del Hacho, donde coronaron con los últimos rayos de sol, según cuenta en su crónica, Alfonso. Desde aquí celebramos su éxito como si fuera también nuestro pues nos complace enormemente compartir su gozo. Nosotros, los que volvíamos comentando el hermoso día compartido, nos dejamos envolver por los almendros, estos días en flor, que rodean al pueblo. Así hicimos el último kilómetro.
Allí, entre aquel campo de flores, luz y olivos, Montejaque, blanco como si lo hubiera visitado la nieve, se ofrecía silencioso, dispuesto a recibir la noche. Sus casas, recostadas a espaldas del Canchuelo, abrazaban la penumbra del crepúsculo e invitaban al sosiego y a quedarse. Pero la vuelta hasta Sevilla se nos antojó en ese momento un poco larga; así que preferimos volver antes. Algunos se quedaron por el camino y celebraron el día de montaña que habíamos disfrutado en el restaurante el Cortijo; ese santuario del yantar en el que la chimenea y unos platos abundantes mitigan la fatiga, el dolor muscular y, por supuesto, cualquier pena…
GALERÍA FOTOGRÁFICA
Que fotos más bonitas para acompañar a la estupenda crónica. Lastima que me lo perdiera
Estupenda crónica, como siempre. Un lujo contar con tu pluma y tu compañía. Hasta la próxima.